A libro abierto (XI)

John Huston




Capítulo 12

La novela de B. Traven El tesoro de Sierra Madre iba a ser mi próxima película para la Warner Brothers cuando se declaró la guerra. Henry Blanke consiguió que me la reservaran mientras yo cumplía mi servicio en el ejército; una cosa más que tengo que agradecerle. Traven era un personaje misterioso. Se había aislado de la sociedad y vivía en algún lugar apartado en México. Su editor de Nueva York, Alfred A. Knopf, envió una vez un emisario para localizarle, pero, aunque concertaron una cita, el esquivo autor no apareció.

Traven le había escrito durante años cartas de admirador a Lupita Tovar, una actriz mexicana conocida como la Mary Pickford de México, y una vez le pidió que fuera a determinado banco en una playa pública donde él se reuniría con ella. Lupita acudió a la cita, pero Traven no. Más tarde ella recibió una carta suya en la que describía todos sus gestos y actitudes en aquel banco, así que ella comprendió que la había estado observando.

Mi amigo y agente Paul Kohner se casó más adelante con Lupita Tovar, y también empezó a mantener correspondencia con Traven, por medio de un apartado de correos en Acapulco. Posteriormente se convirtió en agente de Traven. En una carta a Kohner, fechada el 29 de agosto de 1940, Traven hablaba del guión de El puente en la jungla, y respondía a la sugerencia de Paul de que podría pasar una temporada en Hollywood y hacerse una idea del ambiente:

… Más de un director y productor se ha mostrado interesado en El puente. El primero, si mal no recuerdo, fue el señor Luis Trenker, que quería hacer la película porque pensaba que quedaría estupenda. La verdad es que el argumento le deja a un director con mucha imaginación un amplio margen en cualquier sentido… Ya pensaré en qué se podría hacer para dar al guionista más materia con la que trabajar. Y tiene usted razón, lo mejor sería hacer la película al mismo tiempo, en los mismos escenarios y, salvo unas pocas excepciones, con los mismos actores, en inglés y en español. Si la hiciera yo, pondría muy poco diálogo, casi nada… Y metería gran cantidad de sonidos, cualquier sonido que fuera posible… de la jungla permanentemente despierta, del río en toda la gama imaginable, y todos estos sonidos deberían mezclarse de la forma más perfecta con las voces de la gente y con las melodías de los instrumentos musicales, e integrarse en una sinfonía de los más profundos misterios, siempre contraponiendo el nacimiento y la muerte, la creación y la destrucción, el crecimiento y la decadencia. El argumento tendría poca importancia. En cierto modo, la película no debería ser en absoluto una película, en el sentido en que nos hemos acostumbrado a entender el cine. Debería ser un tipo de sinfonía enteramente nuevo…, tan fuerte que el público llegase a imaginarse que olía los exóticos perfumes de la jungla y el jabón barato que las mujeres usan cuando se bañan…
No sé si podría escribir un guión. No lo he intentado nunca. Nadie sabe lo que puede hacer hasta que lo ha intentado y le han rechazado una docena de veces antes de conseguirlo. Un número considerable de los libros que he escrito nunca llegaron a la imprenta y los quemé antes de que pudiesen perjudicar al editor o al lector…
Suponiendo que fuese a Hollywood, ¿qué iba yo a hacer allí? Yo puedo interpretar. Cualquiera puede interpretar, hasta Pauline (sic) Goddard. Basta que te dirija un buen director… Puedo escribir. Libros y relatos. Si pudiera tener dos o tres secretarias, podría escribir un nuevo libro o un nuevo guión cada veinte días. Doscientos relatos podría escribir de un tirón si hiciera falta…
(Pero) sé de muchos escritores conocidos que fueron a Hollywood con contratos fijos y sueldos que oscilaban entre los trescientos y los dos mil dólares por semana… Pero una vez que les dieron un despacho y los sentaron allí, parecían enteramente fuera de lugar…, meses sin tener nada que hacer salvo cobrar sus sueldos cada semana hasta que se hartaron de aquello… Sólo sé de un escritor conocido al que le fue bien en Hollywood, Ben Hecht.
(En Hollywood) todo el mundo piensa únicamente en el dinero y en nuevos contratos, nadie piensa en hacer algo extraordinariamente grande. No obstante, surgirán nuevas películas, las próximas que se hagan serán películas en las que la trama sea reemplazada por la idea, por el argumento básico que condujo a la trama, y ésta se usará solamente para hacer visible la tendencia que el autor tenía en mente y que deseaba comunicar. En música se ha hecho esto, o se ha intentado hacer, desde Haydn. Es tarea de los grandes directores de Hollywood hacer en el cine lo mismo que hicieron Beethoven y Mozart hace mucho tiempo, y también Verdi y Rossini…

Respecto al «misterio» que le rodeaba, Traven decía lo siguiente en una carta a Herbert Kline, enviada a casa de Paul Kohner y fechada el 11 de octubre de 1941:

… por favor, suprime esa condenada historia del misterio cuando menciones mi nombre o mi trabajo. No hay nada misterioso en mí, de verdad, ni una pizca de misterio. Soy un tipo tan vulgar que en cualquier momento el capitán de un vapor me contratará como fogonero y ni siquiera se le ocurrirá qué pueda tener suficiente inteligencia como para ser un buen maquinista. Todo mi misterio consiste en que odio a los columnistas, reporteros y críticos que no saben nada respecto a los libros sobre los que escriben. No hay mayor alegría ni satisfacción para mí que el hecho de que nadie sepa que soy escritor cuando me presentan a la gente o voy a los sitios. Sólo así puedo ser yo mismo y no sentirme obligado de actuar. Sólo así puedo decir lo que me plazca sin que algún pedante o intelectual me recuerde que un escritor de tanta reputación no debería de decir tonterías. Si esta actitud mía es considerada misteriosa…, me pregunto qué espera la gente de alguien que realmente sea un misterio… Allí en Hollywood, cualquier hombre capaz de escribir cuatro líneas, con una sola falta ortográfica le llama a la (sic) Greta Garbo la mujer misteriosa. ¿Qué tiene de misteriosa? Todo el mundo sabe todo acerca de ella, hasta el nombre y la fecha de nacimiento de sus bisabuelos y la decoración interior de las habitaciones en las que durmió en un viaje a Italia con Leopoldo el Grande…

Después de adquirir los derechos de El tesoro de Sierra Madre, la Warner le propuso a Traven, por medio de Kohner, que viniera inmediatamente a Hollywood para discutir el guión. El 17 de noviembre de 1941, Traven respondió a esta petición como sigue:

… No iré inmediatamente por dos razones. La primera es ésta. Huston está profundamente metido en la película de Bette Davis. Una película protagonizada por Bette Davis es siempre muy importante y Huston tendrá que concentrarse enteramente en ésa y no tendrá tiempo de pensar en ninguna otra hasta que la termine…
La segunda razón… es ésta. Llevo veinte años viviendo prácticamente de forma permanente en los trópicos y en lugares que no son los más saludables. Si cambiara de clima rápidamente en esta época del año, podría llegar allí y caer enfermo al segundo día y tener que pasarme semanas en la cama con un terrible resfriado o con alguna fiebre tropical, que puede estar latente aquí, pero que podría manifestarse rápidamente al cambiar de clima sin las debidas precauciones…
Bueno, la Warner podría decir que ellos estaban dispuestos a correr el riesgo en ambos casos. De acuerdo. De todas formas, creo que puedo hacerles una proposición mejor.
Huston, o quien vaya a dirigir la película, tendrá que venir a México necesariamente antes de que se haga la película, pues no debes olvidar que toda ella tiene que desarrollarse en un ambiente mexicano, ya que de lo contrario la historia no sería posible. Así que sugiero que la Warner, que está dispuesta a pagar todos mis gastos de viaje para que me traslade allí, se gaste ese dinero en mandar a Huston aquí en cuanto acabe la película con Bette…, entraría en un entorno totalmente nuevo, casi en un nuevo mundo captaría el ambiente, las impresiones, los sonidos, los matices, la forma en que las cosas se hacen, se dicen, se piensan y se tratan aquí. Todo eso sería de inmenso valor para él cuando preparase los guiones…
Trabajaríamos juntos tan rápido como fuese conveniente, y creo que en siete u ocho días tendríamos listo el primer borrador…
Tan pronto como el primer borrador estuviese hecho, él regresaría a casa, pero más despacio… Este viaje nos ocuparía los restantes veintidós o veinticuatro días de mi contrato. Yo iría con él a Durango, una localización muy importante para la película. Desde Durango cruzaríamos la Sierra Madre… De ese modo él volvería a casa con la película ya realizada en su mente, tendría una idea perfecta de todos los escenarios, que le sería útil no sólo para esta película sino también para otras basadas en libros míos…


Veinte días después de que Traven escribiese esta carta los japoneses bombardearon Pearl Harbor. En 1946 escribí a Traven en relación con la película. Intercambiamos varias cartas y empecé a hacerme una idea del hombre basada en su forma de escribir, que me sugería una persona que, a pesar de ser esquivo, no estaba en guardia. Durante este período leí un guión suyo, largo y muy discursivo, basado en El puente en la jungla. Lo encontré fascinante.

Escribí el guión del Tesoro y le mandé una copia a Traven. Me mandó una respuesta de veinte páginas o más, llenas de detalladas sugerencias respecto a la construcción de decorados, iluminación, etc. Yo seguía estando ansioso por conocerle. Conseguí una vacilante promesa de reunirse conmigo en el Hotel Bamer en la Ciudad de México, hice el viaje y esperé. Él no se presentó.

Una mañana, casi una semana después de mi llegada, me desperté poco después del amanecer y descubrí que había un hombre parado a los pies de mi cama. Me tendió una tarjeta que decía:

Hal Croves.
Traductor.
Acapulco y San Antonio

Luego sacó una carta de B. Traven, que leí aún en la cama. Decía que él, Traven, estaba enfermo y no podía venir, pero que Hal Croves era su gran amigo y sabía tanto acerca de la obra de Traven como él mismo, y estaba autorizado a responder a cualquier pregunta que quisiera hacerle. Cualquier consejo que Croves me diera sería tan bueno como si viniera directamente de él. Así que quedé en ver a Croves más tarde.

Durante esa reunión hablamos sobre el guión en detalle. Lo había leído cuidadosamente y lo aprobaba por completo. Croves tenía un ligero acento. No me parecía alemán, pero desde luego europeo. Pensé que muy bien pudiera ser el propio Traven, pero por delicadeza no se lo pregunté. Por otra parte, Croves daba una impresión muy distinta de la idea que yo me había formado de Traven leyendo sus guiones y sus cartas. Croves era muy tenso y reservado en su modo de expresarse. No era en absoluto como yo me había imaginado a Traven y, después de dos citas, decidí que no era él.

Croves era un hombre pequeño y delgado de nariz larga. Tenía los ojos muy azules y juntos y el pelo rubio entrecano. Llevaba un sombrero grande, un pañuelo atado al cuello y metido por dentro de la camisa, una especie de cazadora y los pantalones sujetos con unos tirantes anchos. Todo sumado tenía el aspecto de un hombre nacido y criado en el campo, poco familiarizado con las costumbres de la ciudad. Croves se marchó a Acapulco después de nuestros encuentros y unos días más tarde me reuní con él allí en compañía de mi mujer, Evelyn, y de Paulette Goddard. En Acapulco iba vestido con las mismas ropas, menos la chaqueta.

Ya que estábamos en Acapulco, decidí ir a pescar merlos. Yo nunca había pescado un merlo. Una vez había enganchado uno frente a la costa de Catalina y lo perdí porque se rompió el sedal. Pero desde ese momento quedé prendido; la emoción de aquella primera captura nunca me abandonó. Había leído todo lo que se había publicado respecto a la pesca del merlo, desde Zane Grey a los artículos de Hemingway en Esquire, y cada vez que tenía unas vacaciones me iba a hacer pesca de altura, desde California a Cuba. Sabía todo lo que se podía aprender en los libros respecto a la pesca del merlo, pero nunca había tenido la suerte de que picara otro.

Le pregunté a Hal Croves si sabía algo sobre la pesca del merlo y me dijo que sí. Así que alquilé una barca y Evelyn, Croves y yo salimos a alta mar en busca del merlo. Pescamos durante horas sin éxito. Luego Croves enganchó a uno. El pez salió a la superficie y bailó sobre su cola durante unos cincuenta metros. Juro que era el merlo más enorme que he visto nunca. Era la mitad del doble de tamaño de ningún pez que yo haya pescado desde entonces, y los he atrapado de hasta 250 kilos. Inmediatamente resultó evidente que Croves no tenía ni idea de pescar. Le entró el pánico, el sedal se le enredó y él soltó la caña. El merlo se escapó. Pensé seriamente en tirar a Croves por la borda.

Al volver, Evelyn y yo pescamos un pez espada cada uno; una pesca bastante aburrida comparada con la del merlo, pero Evelyn insistió en que los tres nos hiciéramos una foto con nuestras capturas cuando volvimos al muelle. Cuando el fotógrafo disparó la cámara, Croves volvió la cabeza para que no se le viera la cara. Tuve la clara impresión de que lo hacía en honor mío. Para que yo pensara que él deseaba que su existencia fuese un secreto para el mundo exterior. La implicación, naturalmente, era que él era B. Traven.

A mí no me importaba su identidad. Me interesaba más el hecho de que el hombre realmente conocía bien la obra de Traven y México y podía ayudarnos como asesor. Él aceptó hacerlo, y yo volví a Hollywood para preparar la producción.

El tesoro de Sierra Madre fue una de las primeras películas americanas que se rodó íntegramente en exteriores fuera de Estados Unidos. Henry Blanke estaba decidido a sacar adelante este plan y convenció a Jack Warner de que era factible y económicamente viable. Warner dio el visto bueno, y entonces emprendí un viaje de reconocimiento de 6.000 kilómetros a través de México con un director artístico, John Hughes, y el jefe de producción mexicano Luis Sánchez Tello. Nos instalamos en las montañas que rodean el pueblo de Jungapeo, cerca de San José Purua.

Empezamos a rodar el material preparatorio en Tampico. Eran planos con el doble de Bogie y varias vistas de Tampico para fondos. Llevábamos una semana rodando en Tampico cuando, al bajar las escaleras del hotel donde se alojaba el equipo, me los encontré a todos sentados. Habían llegado órdenes de las autoridades de la Ciudad de México de interrumpir el rodaje inmediatamente. Al parecer el periódico de Tampico había publicado un artículo afirmando que habíamos tomado fotos que constituían un descrédito para México. Continuaba diciendo que la población mexicana había reaccionado con justa indignación y nos había amenazado, llegando a arrojar piedras contra el equipo. No había una palabra de verdad en nada de esto. Por el contrario, la gente de Tampico había sido sumamente amable, y del alcalde para abajo todos nos habían prestado su colaboración. Todo había sido tan armonioso que, ingenuos de nosotros, no podíamos entender qué ocurría. Pronto descubrimos que cuando se deseaba hacer algo en Tampico, el procedimiento habitual era visitar al director del periódico y pagarle una mordida. Nosotros no lo habíamos hecho. Puede que se nos hubiera hecho alguna insinuación, pero a nuestros relaciones públicas se les habían pasado por alto o no las habían tenido en cuenta.

Ya habíamos hecho una gran inversión en la película. Puesto que pensábamos rodarla entera en México, la Warner Brothers hizo gestiones inmediatas a través del Departamento de Estado. Mientras tanto recibí una llamada de un viejo amigo, Miguel Covarrubias, preguntándome qué pasaba. Le dije que no había un ápice de verdad en las afirmaciones del periódico.

—Estaba seguro de eso —dijo él—, pero quería que me lo confirmaras. Diego y yo iremos a ver al Presidente.

Así que él y Diego Rivera —que también era un viejo amigo mío— fueron a ver al presidente de México, quien envió a un representante. Éste llevó a cabo una investigación y luego nos dio permiso para reanudar el rodaje. Este fue el comienzo de algo que se convirtió en un procedimiento habitual por parte del Gobierno mexicano. Que haya un representante del Gobierno cuando un equipo cinematográfico extranjero rueda exteriores es ahora una práctica común en todo el mundo.

El director del periódico que escribió aquellas historias falsas sobre nosotros fue asesinado dos o tres semanas más tarde. No por lo que nos había hecho a nosotros, sin embargo. Un marido celoso le encontró en una cama que no era la suya.

Volvimos a México en abril de 1947 con los tres protagonistas —Bogart, Tim Holt y mi padre—, contratamos al equipo mexicano y empezamos la filmación principal en Jungapeo. Hal Croves estuvo con nosotros desde el principio del rodaje. Yo nunca le interrogué respecto a su identidad. Respeté su reticencia. Otros fueron menos discretos. Él siempre sacudió la cabeza y se negó a contestarles.

El equipo mexicano era maravilloso y emprendió su trabajo con desenfrenada energía. Trasladaban grandes cactus de acá para allá, como si fueran macetas de palmeras, para que sirvieran de elementos en primer plano. Transportaban las cámaras y otros pesados instrumentos por las montañas o por la jungla, siempre de excelente humor. Los indios mexicanos bajaban de los montes; algunos para trabajar de extras, pero muchos sólo para ver el rodaje. Se les explicó que cuando se diera la orden de ¡Silencio!, debían permanecer totalmente callados. Durante la próxima toma el silencio era tal que se oía el zumbido de los insectos. Luego miré a mi alrededor y vi que la mayoría de los indios se habían tapado la boca con las manos.

Entre los muchachos mexicanos que servían cervezas y refrescos al equipo, estaba un chiquillo sonriente que se llamaba Pablo. Siempre estaba cerca, dispuesto, deseoso de hacer lo que se le pidiera. Una noche hubo un diluvio tropical y, cuando yo iba a entrar en el hotel, me fijé en una cara que me observaba desde debajo de un camión. Era Pablo. Le llamé, me lo llevé a mi habitación y le puse a dormir en el sofá. A la mañana siguiente, desayunamos juntos, y a partir de entonces no hubo medio de quitármelo de encima. Descubrí que era un huérfano sin hogar, así que cuando llegó el momento de marcharme de México, no tuve más remedio que adoptarle y traérmelo a casa.

Cuando llegamos a Los Ángeles, Evelyn vino a recibirme al aeropuerto y yo le presenté a nuestro nuevo hijo. Su reacción inmediata fue el horror. Puso buena cara, sin embargo, y luego trató de ser una buena madre. Pablo se educó en Estados Unidos y acabó casándose con una encantadora chica irlandesa que le dio tres hijos. Después su vida se agrió. Abandonó a su familia, volvió a la Ciudad de México y se hizo vendedor de coches usados. Quizá debería haberle dejado en Jungapeo.

En los exteriores venía con nosotros un joven médico mexicano, por quien llegué a sentir gran admiración. Cuando llegábamos a un pueblo, hacía correr la voz de que había un médico; al poco tiempo había una larga cola de enfermos y heridos esperando pacientemente a que los atendiera, y él los atendía a todos. Extirpaba tumores y realizaba todo tipo de cirugía. Recuerdo que uno de sus pacientes era un joven que había sufrido terribles quemaduras en el cuello. El tejido de la cicatriz se había formado de tal manera que le dejaba la barbilla unida al pecho y no podía mover la cabeza. El médico le hizo un trasplante de piel cogiendo piel del muslo y, por primera vez desde que era niño, el hombre pudo levantar y volver la cabeza. Muchas veces los electricistas del equipo ponían en marcha el generador grande por la noche para que el médico tuviera luz para una operación. Cuando éste no estaba disponible, usaba lámparas Coleman, sostenidas por ayudantes voluntarios, para operar a un paciente sobre una mesa al aire libre.

Para expresar su afecto y admiración por este hombre a su manera machista, el equipo mexicano le bajó los pantalones y le pintaron los testículos de mercurocromo. Este ritual se convirtió en símbolo de alta estima. Luego me llegó el turno a mí, y finalmente le tocó a Hal Croves. Se resistió con tal furia que el equipo renunció inmediatamente. Todo el mundo quedó asombrado por la reacción de Croves. Era evidente que consideraba este ritual como una ofensa directa a su dignidad. A partir de entonces le dejaron un poco al margen.

A esas alturas yo estaba seguro de que Hal Croves no era B. Traven. Después de que yo me marchara de México y se exhibiera la película, la cuestión de su identidad se convirtió en un tema de controversia pública. Todo el mundo hablaba del misterio de B. Traven. En 1948 una revista mexicana envió a dos reporteros a espiar a Croves en un intento de comprobar los hechos. Le encontraron al frente de un pequeño almacén al borde de la jungla, cerca de Acapulco. Vigilaron el almacén hasta que vieron salir a Croves camino de la ciudad, entonces entraron forzando la puerta y registraron su escritorio. En el escritorio había varios manuscritos firmados por B. Traven y pruebas de que Croves utilizaba otro nombre: Traven Torsvan. Al parecer, Hal Croves y Traven eran el mismo hombre, después de todo. Posteriores investigaciones han descubierto pruebas de que tenía un cuarto nombre: Ret Marut, un escritor anarquista y antibelicista que desapareció en Alemania en 1922. B. Traven apareció en México en 1923, y varios expertos han afirmado después de examinar el estilo literario de estos dos hombres que hay pocas dudas de que se trata de la misma persona.

Otra investigación que se publicó posteriormente asegura que este extraño personaje utilizaba varios nombres y que Croves era Traven. Croves murió en 1969, algunos años después de casarse con su colaboradora, Rosa Elena Luján. Un mes después de su muerte, su viuda confirmó que B. Traven era Ret Marut. Puede que así sea, pero yo sigo teniendo mis dudas respecto a que Croves y Traven fueran el mismo hombre. Creo que B. Traven era el nombre de dos o más personas que trabajaban en colaboración. Muchos se han preguntado cómo era posible que Ret Marut hubiera salido de Alemania en 1922 y que tres años y medio más tarde ofreciera al mundo tres novelas que no trataban en absoluto de los asuntos políticos y sociales alemanes —su especialidad—, sino, por el contrario, narraban las experiencias de un americano, Gerard Gales, en la Europa occidental, en el mar y en México: El barco de la muerte, Los recolectores de algodón y El puente en la jungla. Hal Croves podía haber vivido esas experiencias, pero Ret Marut, difícilmente.

Conocí a la hijastra de Hal Croves en México después de la muerte de éste. Hablamos bastante sobre él. Me quedé sorprendidísimo de la descripción que hizo de él: cortés, sociable, impecablemente vestido; personaje distinguido en la Ciudad de México. Ella recordaba las cenas en casa de Croves como ceremoniosas y etiqueteras, incluso cuando no tenían invitados. Todo esto tenía escasa relación con el hombrecillo reticente que había aparecido a los pies de mi cama en la Ciudad de México muchos años antes, con sus anchos tirantes y sus ropas de «paleto». ¿Una transformación completa? ¿Un intento de estar a la altura de su idea —o la de otra persona— de lo que es un autor famoso? Interesante especulación.

Para el papel de Sombrero de oro, el jefe de los bandidos en el guión, elegí a un actor semiprofesional mexicano que se llamaba Alfonso Bedoya. Uno de los otros dos bandidos mexicanos que contratamos había sido una bandido de verdad. Esos dos mexicanos le cogieron manía a Bedoya enseguida y le atormentaban continuamente. Bedoya les tenía pánico, aunque abultaba el doble que ellos. Siempre que había algún jaleo, dentro o fuera del rodaje, se aliaban contra él, y Bedoya acababa invariablemente con la nariz sangrando o un ojo morado, por no hablar de su amor propio herido. En cierto modo, Bedoya se lo buscaba. Le daba por presumir. Una muchacha americana se arrojó por la ventana de un hotel en la Ciudad de México mientras rodábamos la película. Bedoya no la había visto en su vida pero se puso un brazalete negro y se iba por los bares fingiendo que estaba de luto. Quería que la gente pensara que ella se había suicidado por él.

Era dificilísimo entender la pronunciación de Bedoya, y yo tenía que preparar minuciosamente con él cada escena. «A lomo de caballo» siempre sonaba como «a lomo de puta» por ejemplo. La suya era una interpretación de bravura, pero a veces era incapaz de hablar en inglés; no le salían las palabras. Cuando le sucedía esto, trataba de compensar su incapacidad con gestos, que se hacían cada vez más exagerados y violentos. A menudo estaba tan absorto en sus gesticulaciones que ni siquiera me oía gritar: «¡Corten!».

Bogie se volvió a mí un día y me dijo:

—John, ¿estás seguro de que esto va bien? Yo tengo mis dudas.
—Estoy seguro, Bogie.

Salió bien. Bedoya consiguió varios papeles buenos después de El tesoro e incluso estuvo bastante de moda. Luego empezó a beber mucho, y sospecho que ésa fue la causa principal de su muerte pocos años después.

Durante el rodaje de esta película, Bogie y yo tuvimos nuestra única pelea. Bogie estaba deseoso de que su barco, el Santana, participara en una regata a Honolulú. La regata iba a tener lugar pronto, así que él estaba siempre tratando de obligarme a fijar la fecha de terminación de la película. Yo no estaba dispuesto a permitir que la regata de Bogie interfiriera con mi película y así se lo dije. Bogie se puso de mal humor y cada vez se mostraba menos dispuesto a cooperar.

Un día estábamos haciendo una escena de diálogo entre Bogie, Tim Holt y mi padre. Pensé que mi padre podía estar mejor, así que les pedí que repitieran la escena.

—¿Por qué? —preguntó Bogie.

Yo no deseaba explicar por qué.

—No tiene nada que ver contigo, Bogie.
—Bueno, no veo por qué quieres que la repitamos. Yo creo que estaba bien.
—¡Por favor! ¡Hazlo!

Bogie, refunfuñando, la repitió, y esta vez salió bien. Pero esa noche, durante la cena, Bogie empezó de nuevo a darme la lata, con lo de la regata a Honolulú. De repente me harté. Bogie se inclinó sobre la mesa hacia mí insistiendo en algún punto, y yo tendí la mano, le agarré la nariz entre el dedo índice y el corazón y cerré el puño. Hubo un silencio en la mesa. Finalmente, Betty Bogart no pudo resistirlo.

—John —dijo—, le estás haciendo daño.
—Sí, lo sé. Es lo que quiero.

Le retorcí la nariz un poco más y le solté. Bogie vino a verme más tarde y me dijo:

—John, por Dios santo, ¿qué estamos haciendo? Volvamos a poner las cosas en su sitio entre nosotros.

Y todo volvió a ser como siempre.

Una de las razones por las que yo tenía tanto interés en hacer esta película era que el papel del viejo cascarrabias, Howard, me parecía perfecto para mi padre. En cuanto me dieron el visto bueno para hacer la película, le llamé.

—Papá, van a pedirte que hagas este papel en El tesoro. Quiero que lo aceptes. Estarás sensacional. Y… quiero que te quites la dentadura para este papel.
—¡Coño! ¿Tengo que quitármela?

Le dije que pensaba que el viejo Howard tenía que ser sabio, astuto y desdentado. Lo aceptó, pero sin gran entusiasmo.

Había escenas en las que mi padre tenía que hablar en español. Él no sabía el idioma, así que hice que un mexicano grabara su diálogo y mi padre lo memorizó. En la película hablaba el español como un nativo. Era ciertamente la mejor interpretación realizada en ninguna película que yo haya dirigido. Theatre Arts, que en aquella época era la Biblia del arte dramático, la calificó como la interpretación más perfecta que se había hecho en la pantalla americana. Yo estaba de acuerdo y me sentí inmensamente orgulloso y complacido cuando mi padre obtuvo el Óscar al mejor actor secundario. El tesoro es una de las pocas películas mías que cuando me la encuentro en televisión no cambio de canal. Cuando mi padre baila esa danza triunfal delante de la montaña, lanzando insultos a sus compadres, se me pone la carne de gallina y los pelos de punta: un tributo a la grandeza que, en mi caso, se ha producido en presencia de Chaliapin, del pura sangre italiano Ribot, de Jack Dempsey en su momento culminante, y de Manolete.

Al día siguiente de que mi padre bailara esa danza recibimos un telegrama diciendo que Alec Huston había muerto. Detuvimos el trabajo, volvimos al hotel y mi padre y yo pasamos el resto del día y buena parte de la noche hablando de Alec. Antes de marcharme de la Costa Este la última vez, fui a Canadá a presentarle mis respetos. Alec vivía en Orangeville, cerca de Toronto, en una casita con su mujer, Phoeme, y su hija Margaret. Había tenido un ataque al corazón y estaba muy delicado. Su mandíbula parecía más pronunciada que nunca porque el cuello se le había reducido. Nos sentamos en la sala con las dos mujeres. Nos prepararon unas copas. En el vaso de Alex apenas había suficiente whisky para dar color a la soda. Al cabo de un rato, me dijo:

—Ahora, John, subamos tú y yo a mi estudio.

Al subir las escaleras tenía que sentarse y descansar cada tres escalones. No bien entramos en su estudio, cerró la puerta, se volvió hacia mí ansiosamente y me dijo:

—Bueno, John, ¡cuéntamelo todo!

Pensé que quizá se refería a la guerra. Pero no era eso. Quería que le contara mi pelea con Errol Flynn, golpe por golpe. Se lo conté, y entonces quiso que le hablara de todas las chicas con las que me había acostado. Luego sacó sus últimos cuadros. Su pintura no había mejorado en absoluto. Uno era un retrato de mi padre en The Bad Man, que me regaló. Aún lo conservo.

Recientemente supe por mi prima Margaret algo que sucedió en sus últimos días. Alec estaba en la cama, de la cual no volvería a levantarse ya, cosa que todos sabían. Una tarde llamaron a la puerta, y Phoeme salió del dormitorio para ir a abrir. Volvió al poco, diciendo que Alec tenía una visita, una prima segunda de Toronto.

—No quiero verla —dijo Alec.
—¿Por qué no?
—Porque es una pelma.
—Alec, ha venido desde Toronto para verte. No puedes negarte a recibirla.
—Claro que puedo. Estas son las últimas horas de mi vida, y no voy a pasar ni una de ellas con alguien que me aburre. Mi tiempo es demasiado precioso. Phoeme se echó a llorar.
—¡Alec, tienes que verla!
—¡No tengo que verla! La última cosa que deseo hacer es ver a esa mujer. ¡Dile que me he muerto!
—¡No puedo decirle eso! Si fuera verdad, se lo habría dicho cuando le abrí la puerta.
—Dile que me he muerto mientras tú fuiste a abrirle.

Phoeme se puso a llorar desesperadamente. Alec se volvió a su hija y le dijo:

—Margaret, ¡ve y dile a esa mujer que me he muerto!
—¡No puedo, papá! ¡Entonces entrará aquí!
—¡Déjala que entre! ¡Me haré el muerto! Haz lo que te digo. ¡Dile a esa mujer que estoy muerto!
—Pero no podrás contener el aliento tanto tiempo.
—¡Ya lo verás!

Así que Margaret hizo lo que él le ordenaba. Alec permaneció con los ojos entrecerrados y contuvo el aliento. La mujer le miró y rompió a llorar. Ahora las tres mujeres lloraban. Salieron de la habitación y luego la mujer se marchó. Cuando Phoeme volvió a entrar, Alec abrió los ojos y le sonrió con picardía. Murió pocos días después.

(Continuará…)

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