Paraíso (IV)

Toni Morrison

toni morrison





Grace

El asfalto ardía o llevaba zafiros escondidos dentro de los zapatos. K. D., que nunca había visto a una mujer caminar con tanta afectación ni hacer quiebros de aquella manera, creía que sus andares eran la causa de todos los problemas. Ni él ni sus amigos, que haraganeaban junto al horno, la vieron bajar del autobús, pero, cuando éste se marchó, apareció de repente, al otro lado de la calle, vestida con unos pantalones tan ceñidos, unos tacones tan altos, unos pendientes tan largos, que olvidaron reírse de su pelo. Cruzó Central Avenue hacia ellos dando unos pasitos diminutos sobre unos altísimos zapatos de plataforma que no se habían vuelto a ver desde 1949.

Andaba deprisa, como si tropezase con carbones al rojo o le hiciera daño algún objeto que tuviera en la puntera del zapato. Algo valioso, pensó K. D., porque, si no, lo habría quitado de ahí.

K. D. cruzó el cuarto de estar con la caja del equipo. De una cesta situada en una mesilla auxiliar caían estrechas piezas de encaje. La tía Soane trabajaba con el hilo como si fuera una presa: a diario, metódicamente, a cambio de nada, produciendo más encaje del que nadie utilizaría jamás. Detrás, el jardín que bordeaba la casa por la izquierda estaba muy bien cuidado y no se veían malas hierbas en él. K. D. giró a la derecha, en dirección al cobertizo, y entró. Los collies se entusiasmaron al verlo. Tuvo que separarle las patas a Good, la perra, para que se echara. Tenía las orejas suaves y le pasó el trapo de algodón empapado en alcanfor con mano firme. Las garrapatas se desprendían como si fueran el poso del café. Puso la palma de la mano bajo la mandíbula; la perra le lamió la barbilla. Ben, el otro collie, lo miraba con la cabeza sobre las patas. La vida en el rancho de Steward Morgan hacía que los perros siempre estuviesen muy sucios. Necesitaban unos pocos días en Ruby, al cuidado de K. D., un par de veces al año. Cogió de la caja el cepillo de cerdas y lo hundió con suavidad en el pelo de Good mientras canturreaba con voz de falsete, a lo Motown, la canción que había inventado para ella cuando era cachorra:

—Eh, perrita buena; sé una perrita buena; mi vieja buena perra, mi buena perra. Todo el mundo necesita un buen buen buen perro. Todo el mundo necesita un buen buen buen perro.

Good se desperezaba con satisfacción.

Esa noche, sólo asistirían a la reunión los interesados. Todo el mundo, eso es, excepto quien había empezado aquello. Sus tíos Deek y Steward, el reverendo Misner, el padre y el hermano de Arnette. Discutirían sobre la bofetada, pero no sobre el embarazo, y, desde luego, tampoco sobre la chica con zafiros escondidos en los zapatos.

Si ella no hubiera estado allí, si su ombligo no hubiera asomado sobre la cintura de sus tejanos, o si sus pechos sólo los hubieran hecho callar durante unos pocos segundos, dándoles tiempo para pensar cómo actuar, qué actitud adoptar en público, pero sin chicas alrededor, habrían sabido qué hacer. Como grupo, habrían asumido de inmediato el tono adecuado; pero Arnette estaba por allí, lloriqueando, y también Billie Delia.

K. D. y Arnette se habían separado de los demás. Para hablar. Estaban cerca del chaparral, tras los bancos para comer al aire libre, para mantener una conversación: nunca había pensado que hablar pudiera ser tan desagradable.

—Bien, ¿qué vas a hacer? —preguntó Arnette. Lo que quería decir era: me voy a Langston en septiembre y no quiero estar embarazada ni abortar ni casarme ni sentirme mal ni enfrentarme con mi familia.
—Bien, ¿y qué vas a hacer tú? —repuso él, mientras pensaba: me has arrinconado en todas las reuniones sociales que puedo recordar y cuando al final cedí no tuve que quitarte las bragas, me obligaste, así que no es mi problema.

Acababan de empezar a velar las amenazas y desvelar su desagrado mutuo cuando el autobús se marchó. Todas las cabezas, todas, se volvieron. En primer lugar, porque nunca habían visto un autobús en el pueblo: Ruby no era una parada de camino a otro lugar. En segundo, para averiguar por qué se detenía. Cuando el autobús se hubo marchado, la visión que apareció de pie en el arcén, entre la escuela y el Sagrado Redentor, captó la atención de todos los que haraganeaban junto al horno. No llevaba los labios pintados, pero se le veían los ojos a quinientos metros. El silencio que descendió pareció permanente hasta que Arnette lo rompió.

—Si ése es el tipo de golfa que te gusta, adelante, negro.

K. D. examinó a Arnette, desde el pulcro vestido camisero al flequillo, para terminar en la cara —hosca, gruñona, acusadora—, y le dio una bofetada.

Alguien exclamó, «¡Oh!», pero la mayoría de sus amigos estaban calibrando las espléndidas tetas que se acercaban a ellos. Arnette se marchó corriendo; Billie Delia también, pero, como buena amiga que era, volvió la cabeza para ver cómo todos se veían obligados a mirar el suelo, el brillante cielo de mayo o el largo de sus uñas.

Terminó con Good. Tendría que recortarle un poco el pelo de la barriga, era imposible deshacer los enredos, pero estaba muy bonita. K. D. empezó con el pelo de Ben mientras ensayaba su línea de defensa con la familia de Arnette. Cuando describió el incidente a sus tíos, éstos fruncieron el entrecejo al mismo tiempo. Y, como una imagen especular, en los gestos, si no en el aspecto, Steward escupió el tabaco Blue Boy mientras Deek encendía un puro. Por disgustados que estuvieran, K. D. sabía que no negociarían una solución que supusiese un peligro para él o para el futuro del dinero de los Morgan. Por algo su abuelo había llamado a sus gemelos Deacon y Steward, diácono y administrador. Además, su familia no había levantado dos pueblos y luchado contra la ley de los blancos, los mestizos creek, los bandidos y las inclemencias del tiempo para ver cómo los ranchos y las casas, un banco con hipotecas sobre una tienda de alimentación, otra de artículos diversos y otra de muebles terminaban en el bolsillo de Arnold Fleetwood. Puesto que los huesos dispersos de sus primos habían sido enterrados dos años atrás, K. D., su esperanza y su desesperación, era el último varón de un linaje que incluía a un lugarteniente del gobernador, un auditor del Estado y dos alcaldes. Como siempre, era necesario seguir de cerca su conducta y reprenderlo. ¿O, a lo mejor, sus tíos lo verían de otra manera? Quizás Arnette tuviera un niño, un sobrino nieto de Morgan. ¿Su padre, Arnold, tendría algún derecho que los Morgan debiesen respetar?


Mientras acariciaba el pelo de Ben y le quitaba abrojos de los suaves mechones, K. D. intentó pensar como sus tíos, lo que no era fácil. De manera que dejó de intentarlo y se refugió en su sueño favorito. Pero esta vez incluía a Gigi y sus espléndidas tetas.

—Hola. —Hizo estallar el chicle con maestría—. ¿Esto es Ruby? El conductor del autobús dijo que lo era.
—Eh… Sí… Ah…, claro que sí. —Los chicos ociosos hablaron como uno solo.
—¿Hay algún motel por aquí?

Al oír aquello rieron y se sintieron lo bastante cómodos como para preguntarle a quién buscaba y de dónde venía.

—Frisco —respondió—. Y quisiera pastel de ruibarbo. ¿Tenéis fuego?

El sueño, entonces, estaría situado en Frisco, San Francisco.


Los hombres de la familia Morgan no admitían nada, pero se sentían incómodos por el lugar escogido para la reunión. El reverendo Misner había pensado que sería mejor seguir el protocolo e ir a ver a Fleetwood en lugar de insistir en el insulto dirigido contra la familia haciendo que los agraviados fueran a la casa del agresor.

K. D., Deek y Steward se habían sentado en el cuarto de estar del párroco, todo asentimientos y gruñidos conciliatorios, pero K. D. sabía en qué estaban pensando sus tíos. Observó a Steward mover el tabaco en la boca y retener el jugo. Hasta el momento, la asociación de crédito que había formado Misner no tenía afán de lucro y su función consistía en otorgar pequeños préstamos de emergencia a los miembros de la iglesia, sin penalizaciones por el retraso en los pagos. Como una hucha, había dicho Deek, pero Steward replicó que por el momento. La reputación de la iglesia que había dejado Misner para ir a Ruby flotaba tras él: reuniones secretas cuyo propósito era agitar a la población, enfrentamientos contra la ley de los blancos. No cabía duda de que había puesto sus esperanzas en un estado que en una ocasión había decidido construir una nueva facultad de Derecho para acoger a una estudiante —una chica negra— y, al mismo tiempo, mantener la segregación. No cabía duda de que se había tomado en serio la posibilidad de cambiar las cosas en un estado que también había construido un recinto abierto junto a un aula para que otro estudiante negro se sentara solo. Eso había sido en los años cuarenta, cuando K. D. era un niño pequeño, antes de que su madre, los hermanos de ésta, sus primos y todos los demás dejaran Haven. Ahora, decenas de años más tarde, sus tíos escuchaban todas las semanas los sermones de Misner, pero cuando terminaban se ponían al volante de su Oldsmobile y su Impala y repetían el lema de los Viejos Padres: «Oklahoma es indios y negros mezclados con Dios. Lo demás es forraje». Ante su consternación, el reverendo Misner a menudo trataba al forraje como si fuera comida. Un hombre como aquél podía fomentar conductas extrañas, ponerse al lado de una quinceañera, alinearse con Fleetwood. Un hombre así, deseoso de tirar el dinero, podía dar ideas a los clientes, hacerles creer que era posible escoger el tipo de interés.

Sin embargo, los baptistas formaban la congregación más numerosa del pueblo, así como la más poderosa. De manera que los Morgan clasificaban las opiniones del reverendo Misner para juzgar cuáles eran recomendaciones que podían desoír fácilmente y cuáles las órdenes que debían obedecer.

Recorrieron en dos coches los cinco kilómetros escasos que separaban el cuarto de estar de Misner de la casa de Fleetwood.

En algún lugar, en una ciudad de Oklahoma, las voces de junio están acompañadas por el agua de una piscina iluminada por el sol. K. D. había estado allí una vez. Había subido a la línea férrea de Misuri, Kansas, Tejas y esperaba fuera, en la acera, mientras ellos hablaban de negocios dentro de un edificio de ladrillo rojo. Oyó cerca unas voces excitadas y fue a ver. Tras una valla de tela metálica y hormigón vio el agua verde. Ahora sabe que era de un tamaño normal, pero entonces tuvo la impresión de que llenaba el horizonte. Le pareció como si en ella se sumergieran cientos de niños blancos cuyas voces eran una cascada de la felicidad más pura de este mundo, un júbilo tan intenso que hacía brotar las lágrimas. Ahora que el Oldsmobile cambiaba de sentido al llegar al horno, allí donde Gigi había hecho estallar el chicle, K. D. sintió de nuevo la anhelante excitación del agua brillante y las voces de junio de los nadadores. A sus tíos no les gustó tener que buscarlo por toda la zona comercial de la ciudad, y no pararon de reprenderlo durante todo el camino de regreso a Ruby en tren y en coche. De poco habría servido entonces y seguía sin servir de gran cosa. Los estallidos de: «¿cómo demonios haces para meterte en estos líos?; deberías ir con gente de tu edad; ¿y por qué demonios querías follarte a una Fleetwood?; ¿has visto a los hijos de ese tipo?; ¡maldita sea!», se produjeron sin hacer daño. Igual que había visto el agua brillar al sol, había visto a Gigi, pero, a diferencia de la piscina, a ésta volvería a verla.

Estacionaron los coches muy juntos al lado de la casa de Fleetwood. Cuando llamaron a la puerta, los hombres, excepto el reverendo Misner, empezaron a respirar por la boca para evitar percibir el olor a enfermedad de la casa.

Arnold Fleetwood no quiso volver a dormir en una tienda o en el suelo, de modo que la espaciosa casa que construyó en Central Avenue tenía cuatro habitaciones. Además de los dormitorios para él y su mujer y cada uno de sus dos hijos, había otro para los invitados, del que se sentían orgullosos. Cuando su hijo, Jefferson, volvió de Vietnam y se llevó a su cama a Sweetie, con quien acababa de casarse, la habitación de invitados siguió libre. Se habría convertido en el cuarto de los niños si no la hubieran necesitado como sala de hospital para los hijos de Jeff y Sweetie. Tal como habían ido las cosas, ahora Fleet dormía en un rincón del comedor.

Los hombres se sentaron sobre una tapicería impecable mientras esperaban a que el reverendo Misner terminara de ver a las mujeres en otro lugar de la casa. Las dos señoras Fleetwood dedicaban todo su tiempo, energía y afecto a los cuatro niños que todavía estaban vivos, por el momento. Fleet y Jeff, agradecidos pero ofendidos por tal devoción, disimulaban la vergüenza que sentían. Era difícil estar con ellos, sentarse cerca de ellos, y más difícil aún mantener una conversación.

K. D. sabía que Fleet debía dinero a sus tíos, y también que Jeff tenía ganas de matar a alguien. Ya que no podía matar a la Administración de Veteranos, otros tendrían que cargar con su rabia. Todos sintieron alivio cuando Misner bajó sonriendo por las escaleras.

—Bien. —El reverendo Misner juntó las manos y las movió en un ademán de victoria—. Las señoras han prometido traernos café y creo que han dicho que también servirían pudín de arroz. Es el mejor motivo que conozco para empezar.

Volvió a sonreír. Estaba muy cerca de ser demasiado guapo para tratarse de un predicador. No sólo su rostro y su cabeza, sino su cuerpo, muy bien formado, suscitaban la admiración de casi todo el mundo. Como era un hombre serio, tomaba su evidente belleza como un freno para la pereza que lo forzaba a tratar con cuidado a su congregación, a no dar nada por sentado ni la adoración de las mujeres ni la envidia de los hombres.

Nadie le festejó el comentario acerca del pudín.

—Permítanme exponer la situación tal como la entiendo —prosiguió— y corríjanme si me equivoco o me olvido algo. Por lo que sé, K. D. ha herido, gravemente por cierto, a Arnette. Así que, de entrada, podemos decir que K. D. tiene un problema con su mal carácter y una obligación…
—¿No es un poco mayor para enfadarse con una niña? —lo interrumpió, furioso, Jefferson Fleetwood, que estaba sentado en una silla baja, lejos de la luz de la lámpara—. Yo a esto no lo llamo mal carácter: lo llamo acto ilegal.
—Bueno, en ese momento, estaba fuera de sí.
—Con perdón, reverendo. Arnette tiene quince años.
—Jeff miraba a K. D. fijamente a los ojos.
—Es cierto —intervino Fleet—. Nadie le ha dado una bofetada desde que tenía dos años.
—Pues quizás ése sea el problema —dijo Steward, cuya tendencia a exaltarse era bien conocida. Deek le había aconsejado que mantuviera la boca cerrada y dejase que él, el sutil, hablara. Ahora, sus palabras hicieron que Jeff saltase de la silla.
—¡No tolero que vengáis a mi casa a insultar a mi familia!
—¿Tu casa? —Steward miró a Jeff y luego a Arnold Fleetwood.
—¡Ya me habéis oído! ¡Papá, será mejor que suspendamos la reunión antes de que alguien resulte herido!
—Tienes razón —convino Fleet—. Estamos hablando de mi hija, ¡mi hija!

Sólo Jeff estaba de pie, pero Misner se levantó.

—Señores, ¡basta ya! —Alzó las manos e, irguiéndose sobre los hombres sentados, recurrió a la voz que empleaba para los sermones—. Ésta es una reunión de hombres, hombres de Dios. ¿Van a denigrar así la obra del Señor?

K. D. observó que Steward luchaba contra la necesidad de escupir y también se puso de pie.

—Lo lamento —dijo—, de verdad. Si pudiera, desharía lo hecho.
—Lo hecho, hecho está. —Misner bajó las manos.
—Respeto a su hija… —prosiguió K. D.
—¿Desde cuándo? —preguntó Jeff.
—Siempre la he respetado. Desde que era así —respondió K. D. poniendo la mano a la altura de la cintura—. Pregúnteselo a quien quiera; pregúnteselo a su amiga, Billie Delia. Billie Delia se lo dirá.

El efecto de aquel golpe maestro fue inmediato. Los tíos Morgan reprimieron una sonrisa, mientras que a los Fleetwood, padre e hijo, se les erizó el cabello. Billie Delia era la chica más lanzada de la población, y cada vez iba más deprisa.

—Esto no va de Billie Delia —le espetó Jeff—; va de lo que le hiciste a mi hermanita.
—Un minuto —dijo Misner—. Quizá podríamos llegar a un acuerdo mejor si tú, K. D., nos dijeras por qué lo hiciste. ¿Por qué? ¿Qué sucedió? ¿Estabas bebiendo? ¿Te irritó de alguna manera?

Misner esperaba que aquella pregunta tan franca diera pie a un ambiente de sinceridad en el que los hombres dejaran de comportarse como osos y llegaran a un acuerdo. El repentino silencio que se produjo lo sorprendió. Steward y Deck se sonaron al mismo tiempo. Arnold Fleetwood se miró los zapatos. Misner advirtió que había algo que no funcionaba. En aquel incómodo silencio, podían oír por encima de sus cabezas el ligero taconeo de las mujeres al caminar, atender, coger, alimentar, hacer todo lo necesario para salvar a unos niños incapaces de salvarse por sí mismos.

—Nos da igual el motivo —dijo Jeff—. Lo que quiero saber es qué vais a hacer. —Al pronunciar la palabra «hacer» clavó el índice en el brazo de la butaca.

Deek se echó hacia atrás y separó los muslos, como si le diera la bienvenida a un territorio que le pertenecía.

—¿Qué has pensado acerca de eso? —preguntó.
—En primer lugar, que se disculpe —respondió Fleet.
—Acabo de hacerlo —dijo K. D.
—A mí no, a ella. ¡A ella!
—Sí, señor; lo haré —prometió K. D.
—De acuerdo —repuso Deek—. Eso es lo primero. ¿Lo segundo?
—No vuelvas a ponerle la mano encima —dijo Jeff.
—No volveré a tocarla, señor.
—¿Hay un tercer punto? —preguntó Deck.
—Necesitamos estar seguros de que habla en serio —dijo Fleet—. Hace falta alguna señal.
—¿Una señal? —Deck consiguió adoptar una expresión de desconcierto.
—La reputación de mi hermana está en entredicho, ¿verdad?
—Ah, ya veo.
—Nada puede devolvérsela, ¿verdad?
—El tono con que Jeff formulaba la pregunta combinaba el desafío y la interrogación.

Deek se inclinó hacia delante.

—Bueno, no sé… He oído que va a marcharse a estudiar fuera. Eso haría que todo se olvidara. Quizá podamos ayudar un poco.

Jeff gruñó.

—No sé. —Miró a su padre—. ¿Qué te parece, papá? ¿Eso sería…?
—Tengo que preguntárselo a su madre. Ella también está ofendida, ya lo sabes. Más que yo, quizá.
—Bien —dijo Deek—, entonces, ¿por qué no lo hablas con ella? Si está de acuerdo, mañana os pasáis por el banco.

Fleet se rascó la barbilla.

—No puedo prometer nada. Mable es una mujer muy orgullosa. Muy orgullosa.

Deek asintió.

—Y no le faltan motivos. Eso de tener una hija que va a irse a estudiar fuera y demás… No queremos que nada lo impida. Da prestigio al pueblo.
—¿Y cuándo empieza en ese colegio universitario, Fleet? —quiso saber Steward, ladeando la cabeza.
—Creo que en agosto.
—¿Estará lista?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que para el mes de agosto falta mucho —contestó Steward—. Estamos en mayo. Podría cambiar de opinión. Decidir quedarse.
—Soy su padre. Ya me encargaré de que piense lo que quiero.
—Bien —dijo Steward.
—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Deek.
—Como he dicho, tengo que hablar con su madre.
—Claro.
—Ella es la clave. Mi mujer es la clave.

Deek sonrió abiertamente por primera vez en toda la tarde.

—Las mujeres siempre lo son, Dios las bendiga.

El reverendo Misner suspiró como si el aire volviera a hacerse respirable.

—El amor de Dios está en esta casa —dijo—. Lo siento siempre que entro. Siempre. —Elevó la vista hacia el techo mientras Jefferson Fleetwood lo miraba fijamente con ojos afligidos—. Valoramos Su fuerza, pero no debemos ignorar Su amor. Eso es lo que nos mantiene fuertes. Señores, hermanos, oremos.

Inclinaron la cabeza y escucharon obedientemente las bellas palabras de Misner y el repiqueteo de los pasos de las mujeres que estaban fuera de su vista.


A la mañana siguiente, el reverendo Misner se sorprendió por lo bien que había dormido. La reunión con los Morgan y los Fleetwood la noche anterior lo había inquietado. Había un oso pardo en el cuarto de estar de los Fleetwood —callado, invisible, pero que imposibilitaba todo movimiento hábil—. En el piso de arriba, había conseguido que las mujeres rieran; bueno, al menos Mable. Sweetie sonrió, pero saltaba a la vista que no le había hecho gracia su broma. Siempre estaba pendiente de sus hijos. Un resbalón. Una pendiente. Una corriente de aire: se inclinó sobre una cuna y la arregló con rapidez y habilidad. Pero su expresión era algo condescendiente, como si se preguntara qué podía tener aquello de divertido y por qué intentaba él ser gracioso. Cuando dijo que se unieran a él en una oración, accedió. Inclinó la cabeza y cerró los ojos, pero cuando lo miró con un silencioso «Amén», tuvo la sensación de que su relación con el Dios con el que él hablaba era algo vago o nuevo, mientras que el de ella era superior, más antiguo y definitivo. Tuvo mejor suerte con Mable Fleetwood, quien se mostró tan encantada con su visita como para prolongar la charla innecesariamente. En el piso de abajo, los hombres que él había reunido, tras enterarse de lo que había sucedido en el horno, esperaban; igual que el oso pardo.

Misner se convenció de que el resultado era satisfactorio. Los enfados se habían encauzado, habían dado con una solución y se había llegado a un acuerdo de paz. O al menos eso esperaba. Los Morgan siempre parecían estar sosteniendo una segunda conversación, un diálogo inaudible paralelo al que mantenían en voz alta. Actuaban como un solo hombre, pero algo en la actitud de Deek hacía que se preguntara si no estaría encubriendo a su hermano, apoyándolo tal como se haría con un niño algo retrasado. En cuanto a lo ofendido que pudiese estar Arnold, era una fórmula que todos esperaban y a la que no concedían ningún valor. Jefferson no dejaba traslucir ningún sentimiento. Sin embargo, era K. D. quien más irritaba a Misner. Demasiado dispuesto a gustar. Una disculpa empalagosa. Una sonrisa taimada. Misner despreciaba a los hombres que pegaban a las mujeres. Pegar a una chica de quince años…, ¿en qué estaría pensando K. D.? Su parentesco con Deek y Steward lo protegía, naturalmente, pero costaba apreciar a un hombre que confiara en eso. Servil con sus tíos; brutal con las mujeres. Más tarde, esa misma noche, cuando Misner calentaba el filete frito y las patatas que Anna Flood le había llevado para cenar, miró por la ventana y vio a K. D. pasar a toda velocidad por Central Avenue en el Impala de Steward. Habría apostado que lucía su sonrisa taimada. Pensaba que aquellos fastidiosos pensamientos lo mantendrían despierto durante casi toda la noche, pero por la mañana despertó como si hubiera dormido apaciblemente. Supuso que se debía a la comida de Anna. Sin embargo, se preguntó por qué K. D. saldría del pueblo zumbando.


Un hombre y una mujer follando sin cesar. Cuando la luz cambia, cada cuatro horas, hacen algo nuevo. En el borde del desierto, follan bajo el cielo de Arizona. Nada puede hacer que paren. Nada quiere que paren. La luz de la luna arquea la espalda de él; la luz del sol calienta la lengua de ella. Es imposible no verlos o confundirlos, si uno sabe dónde están: a la salida de Tucson, en la interestatal 3, en una ciudad llamada Deseo. Crúzala; coge la primera a la izquierda. Donde termina la carretera y empieza el desierto de verdad, sigue adelante. Las tarántulas son venenosas, pero hay que continuar a pie porque no hay neumáticos capaces de ir por ese terreno. Una hora, como máximo, y verás a los amantes contra el cielo. Algunas veces son tiernos; otras, duros. Pero nunca se detienen. Ni durante las tormentas de polvo ni cuando el calor pasa de los cuarenta y dos grados. Y si tienes paciencia y los pillas bajo una de las escasas lluvias del desierto, verás que el color de sus cuerpos se hace más intenso. Pero siguen haciéndolo bajo la pura y poco frecuente lluvia: la pareja negra de Deseo, Arizona.

Mikey le contó a Gigi una y otra vez cómo eran y cómo podía encontrarlos a la salida de la ciudad donde él había nacido. Podrían haber sido una atracción turística, tendrían que haberlo sido, decía, pero a los del lugar los ponía nerviosos. Se organizó un comité de metodistas preocupados para volarlos o disfrazarlos con cemento, pero se disolvió tras las primeras investigaciones. Los miembros del comité dijeron que sus objeciones no se debían a que fueran contrarios al sexo, sino a las perversiones, puesto que algunos que habían examinado atentamente a la pareja sostenían que estaba formada por dos mujeres que hacían el amor en la tierra. Otros, tras un escrutinio igualmente cuidadoso (de cerca y con prismáticos), decían que no, que eran dos varones, osados como si estuvieran en Gomorra. Sin embargo, Mikey había tocado sus partes y sabía bien que uno era una mujer y el otro era un hombre.

—¿Y qué más da? —decía; al fin y al cabo, tampoco lo hacen en una autopista. Hay que alejarse mucho de la carretera para encontrarlos.

Según Mikey, los metodistas querían librarse de ellos, pero también querían que estuvieran allí, pues incluso aquel hatajo de paletos reprimidos, demasiado asustados como para tener sueños eróticos, sabían que necesitaban a la pareja. Aunque nunca hubieran estado cerca de ellos, decía, necesitaban saber que estaban allí. Al amanecer, explicaba, se volvían de color cobre y era evidente que habían pasado toda la noche haciéndolo. A mediodía eran de color gris plata. Azules por la tarde, negros por la noche y no paraban de moverse, de moverse, de moverse.

A Gigi le gustaba oír el modo en que decía esto último: «Y no paraban de moverse, de moverse, de moverse».

Cuando los separaron, Mikey fue condenado a noventa días. A Gigi la soltaron en la sala de urgencias con una venda Ace en la muñeca. Todo fue tan rápido que no tuvieron tiempo de planear dónde encontrarse. El abogado de oficio dijo que ni fianza ni libertad condicional. Su cliente tenía que cumplir los tres meses. Tras calcular la sentencia, restadas las tres semanas que había pasado en la cárcel, Gigi le envió a Mikey un mensaje a través del abogado. El mensaje era el siguiente: «Deseo quince abril».

—¿Qué? —preguntó el abogado.
—Dígale eso: «Deseo quince abril».

¿Y qué había dicho Mikey al recibir su recado?

—De acuerdo. De acuerdo.

Nada de Mikey, nada de Wish, nada de interestatal 3 y nadie follaba en el desierto. Cuando lo preguntó en Tucson, pensaron que estaba loca.

—Quizás el pueblo que busco sea demasiado pequeño para que aparezca en el mapa —sugirió ella.
—Entonces, pregúntaselo a la policía. No hay pueblo, por pequeño que sea, que no conozcan.
—Esa formación rocosa está lejos de la carretera. Parece una pareja haciendo el amor.
—Bueno, señorita, he visto algunas lagartijas haciéndolo en el desierto.
—¿Y no son cactos?
—Es posible.

Rieron por lo bajo.

Tras recorrer con el dedo las columnas de la guía telefónica y no encontrar a nadie en el estado con el apellido de Mikey, Rood, Gigi se rindió. A regañadientes. Sin embargo, se aferró a la idea de la pareja que se unía en el desierto eternamente. Por debajo de los apasionantes sueños de justicia social, de una policía honrada al servicio del pueblo, los amantes del desierto le rompían el corazón, con más fuerza incluso que el recuerdo del chico que escupía sangre en sus propias manos. Mikey no se lo había inventado. Quizá los hubiese situado mal, pero se había limitado a sacar a la superficie algo que ella siempre había sabido que existía… en algún lugar. Quizás en México, y hacia allí se dirigía. La droga era fuerte, los hombres siempre estaban dispuestos; pero al cabo de diez días despertó llorando. Llamó a Alcorn, Misisipí, a cobro revertido.

—Vuelve a casa, niña. ¿Ha cambiado el mundo lo suficiente para ti? En cualquier caso, todos han muerto. King, otro de los Kennedy, Medgar Evers, un negro llamado X. Señor no puedo recordarlos a todos desde que te fuiste para no hablar de los de aquí, te acuerdas de L. J. que trabajaba en el centro comercial de la carretera 2 alguien entró en pleno día con una pistola con una forma que nadie había visto nunca…

Gigi apoyó la cabeza contra la pared de yeso situada junto al teléfono. Fuera de la tienda de comestibles, un empleado agitaba una escoba contra unos niños. Eran niñas. Sin ropa interior.

—Voy para allá, abuelo. Me voy derecha a casa.

(Continuará...)

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