LA ESPAÑA NEGRA (IV)

José Gutiérrez Solana


MEDINA DEL CAMPO

A las dos de la mañana llego a esta estación, que resplandece por la luz fuerte y fría de los arcos voltaicos; por las aberturas que deja la cristalería, a derecha e izquierda, se ve el cielo obscuro de la noche, donde parpadean las estrellas, y a lo lejos, y como perdida, alguna lucecilla roja de los almacenes de la estación y casas del pueblo. En las salas de espera hay gente durmiendo, mujeres sentadas en las cestas con las faldas por encima de la cabeza y muchos segadores tumbados en el suelo encima de sus mantas, con los pies desnudos e inmóviles como los muertos: tienen sombreros de cáñamo, de alas muy anchas, y algunos llevan sandalias. Como hace mucho calor, están sin chaquetas; por debajo de las fajas se ve la cintura del calzoncillo, lo mismo que la camisa, muy sudada de no cambiarse estas prendas en mucho tiempo, y las culeras del pantalón las tienen llenas de remiendos y agujeros, donde se ve la carne; en la correa llevan calabazas grandes y rojas para el agua; de las espuertas que hay tiradas en el suelo asoman los mangos de las hoces. Se oyen muchos ronquidos y tienen echados los sombreros y las boinas por encima de la cara para resguardarse de la luz y de las picaduras de las moscas. De aquel montón de segadores sale un olor a rebaño. En el suelo hay muchos zuecos atados y útiles de labranza; arrimadas a la paredes están las guadañas.

Entro en el comedor de la fonda a pedir alojamiento; éste está desierto; por algunos lados está a obscuras y alguna que otra lámpara encendida alumbra el mostrador; cerca de él, en un camastro, duerme el portero de la fonda; las mesas tienen, algunas, los manteles quitados, donde hay restos de cena; un camarero echa café a un comisionista catalán muy petulante, con una flor en la americana; unas cajas de cartón colocadas en pila en el suelo están llenas de medias y corsés de señora.

Subo con mi maleta a los cuartos dormitorios de la estación; en un pasillo hay una habitación con la puerta abierta, pues están subiendo los equipajes; se ven dos mujeres vestidas de luto; los sombreros y los cabás están encima de la cama mientras se asean y peinan. En las otras alcobas, que tienen la luz encendida, tras los cristales se ven las siluetas de las botellas a contra luz encima de las mesillas de noche.

Como no tengo sueño, abro la ventana de mi cuarto; llega un tren. El estruendo que produce al pasar por la plancha de hierro tiene eco en las paredes; queda parado un poco lejano de la estación; en el último vagón brillan los ojos rojos de tres faroles; en el techo del coche está la caseta del guardafreno; al otro lado del andén un farol, colocado entre árboles, proyecta sombras en el suelo; su luz hace brillar el acero de la vía.

Una locomotora da grandes resoplidos y salen de su chimenea lenguas de fuego que llenan el cielo de nubes de humo que toma formas fantásticas; entre una empalizada suben los postes de hierro de señales con faroles de colores de luz vivísima. A ese lado cae el pueblo y se ve la mole obsesionante del castillo de la Mota; alrededor de sus torres vuelan los cuervos. Un hombre subido en el techo de los vagones renueva el aceite de los faroles y otros barren los coches; en el suelo hay cajas de pescado; los mozos se ocupan de cargar la mercancía en los vagones. En las puertas de mi cuarto oigo los ronquidos de algún viajero del cuarto de al lado; de vez en cuando le hace despertar a uno los silbidos y el paso de los trenes; esas esperas interminables que se suceden de uno a otro tren que llega retrasado varias horas, y en el sueño parece que se tiene muy cerca a esas grandes máquinas que, separándose del tren, hacen maniobras por la vía, alejándose y volviendo a la estación andando al revés; el escape del vapor de agua y su terrible y prolongado silbato concluye por despertarnos sobresaltados en nuestra cama.


El pueblo

Por la mañana bajo por la carretera y entro en las calles del pueblo; un pregonero vocea el precio de las gallinas y del trigo y anuncia algunas bodas.

Doy con una plaza como una inmensa explanada; en medio tiene una fuente, con una escalerilla a bastante profundidad de la tierra; a lo lejos se ve una iglesia; entro en ella, y veo un Cristo milagroso, lleno de ex votos su altar. Me siento en un café a desayunarme, y el camarero me entera que en esta plaza se dan capeas y se celebran las famosas ferias de ganado, las más importantes de España; al acabar la feria, los mozos hacen una barrera con carros y empalizadas de palos, y se dan corridas de toros; todos los mozos del pueblo bajan con palos y banderillas a torear; alguna vez se sueltan toros muy grandes y duros, de la tierra, que dan una tremenda cornada y dejan moribundo a algún mozo; todos quieren torear, y discuten y bajan, con las grandes botas de vino, a dar un quiebro a cuerpo limpio, y no es el primero que en estas discusiones ha clavado a otro una banderilla en el vientre.

Bajo los soportales de esta plaza, que están llenos de tiendas con los toldos echados, pasea la gente para resguardarse del sol; es la mayor de España. La gente que está en la acera de enfrente se la ve pequeña, por la distancia; yo, hasta la hora de comer, paseo por ella; es tal el encanto que tiene y tan distraída, que da ganas de no marcharse de allí.

Al medio día subo a la fonda del Castellano; en el comedor revolotean pegotes de moscas por el techo y nos andan por la cara y por el rapado de la cabeza. Hay muchos comerciantes almorzando, que no hablan más que del trigo y del vino; alguno se da un golpe en la calva y en las manos, con ánimo de aplastar a las moscas; los más sufridos son unos que comen en mesa aparte, tienen la cabeza redonda y frente saliente; están gordos, como canónigos, gastan coleta, y no hablan más que de toros y fuman grandes puros; uno tiene la mano hinchada como una bota de un golpe del cuerno del toro; pero dice que saldrá a picar esta tarde.

Cuando bajo a la calle veo debajo del balcón de la fonda los caballos de los picadores, esperando que éstos se vistan para llevarlos a la plaza; en los balcones se ve ya asomada alguna mujer, con traje llamativo, de color rosa, rojo, verde y amarillo, y mantilla blanca y alta peineta, ataviadas para ir a la corrida.

Paso por delante de la Audiencia: es éste un largo edificio, con un gran reloj en su torre; paseando por sus pasillos están los desocupados del pueblo hablando de política y leyendo el periódico; en un papel, pegado a una puerta, están señalados los juicios pendientes: hurtos, disparos, lesiones, muertos en riña, estafas e injurias. Los pasillos están muy obscuros y huelen muy mal a humedad y a retrete; los escribanos están copiando las causas criminales; en los estantes de una librería se ven gruesos libros y montones de folios atados; en una sala grande, como un teatro, bajo un dosel de terciopelo rojo, hay un Crucifijo y un retrato de la reina madre, hecho en cromo, muy rígido y tieso, vestido de gris perla y pasado de moda.

Debajo está la mesa de la presidencia y los sillones rojos donde se sientan los jueces: por los corredores van y vienen los secretarios, viejos, con las gafas caladas y la pluma tras la oreja; son tipos ridículos: uno con una gran joroba, otro con un lobanillo en la frente y una nariz llena de granos, y tan grande, que se le mueve al andar como la trompa de un elefante; por estos pasillos vemos correr las ratas y algún murciélago cruza como un rayo por el techo. Pasa el presidente de la Audiencia, y todos los porteros le saludan y hacen muchas reverencias; es un hombre muy alto, con un levitón, cuyos faldones le llegan hasta las puntas de los pies de lo agachado que está; de su bolsillo cuelga el rabo del pañuelo; este viejo carcamal anda tan despacio, arrastrando los pies, que suele tardar un cuarto de hora en recorrer el pasillo; como él va diciendo a los porteros y se sabe de memoria todos los escalones de su casa y de la Audiencia; este pajarraco, calvo y con patillas blancas, está pidiendo un ataúd muy largo y estrecho, como para su momia, y después de su defunción, su viejo levitón, vendido a un trapero, vaya a parar a las manos de a un prestamista de pueblo, que le tomará tanto cariño como el difunto, pues era como su pelleja.

Esta Audiencia queda en el centro de una plazuela, de la que arrancan cuatro de las calles más típicas de Medina del Campo, donde hay conventos de frailes descalzos. Éstos son tan holgazanes, que se levantan de la cama por la tarde; todo el día se lo pasan durmiendo y comiendo; tras las ventanas abiertas se los ve, con el pecho desnudo y en calzoncillos, lavándose en grandes pilones; sus barbas son tan largas que les llegan a la cintura. Enfrente están las casas de mujeres de mala vida, que les llaman mucho desde la calle; pero ellos no las hacen caso, porque para estos menesteres tiene la comunidad mejores mujeres entre las monjas. Anochecido, los cagones del pueblo, que salen de las casas de lenocinio, se ponen en fila, y bajándose las bragas, con las posaderas al aire, hacen del cuerpo bajo las rejas del convento; los frailes, que a esa hora suelen estar borrachos, se asoman por las ventanas y vomitan en las espaldas de los cagones y vuelcan sus pestilentes bacines.

Entro en una iglesia desierta; están desarmando unos altares barrocos, que los curas venden, para llevar a Madrid. Los vecinos de Medina no tardarán en ver nuevos altares de estilo gótico de bazar, en que brillará el blanco y la purpurina, para colocar un Sagrado Corazón y una Purísima comprados en la calle Mayor, de Madrid.

Pasamos por delante de una barriada de casas viejas; todas tienen en el alero del tejado una polea, a la que se ata una cuerda para subir y bajar los muebles por los balcones, por tener la escalera muy estrecha y no caber por ella. En alguna de sus fachadas se ve un santo metido en una hornacina o una cruz clavada; en un balcón bajo, tras un largo visillo echado, se transparenta al sol el cuerpo indeciso de una mujer cosiendo a máquina. Un hombre viene por esta calle cantando su mercancía y parándose en todos los portales; lleva en la mano una tabla de la que cuelgan muchos saquitos atados con las hierbas que pregona: ¡Llevo la raíz del traidor! ¡Llevo la hierbabuena! ¡También llevo la hierbaluisa! ¡Llevo la adormidera! ¡Llevo la flor del colirio! ¡Llevo la pulmonaria! ¡También llevo la ruda para las preñadas y la raíz del malvavisco! En las esquinas de estas calles se ven unas tablas pintadas: una es un carro lleno de trigo; el carretero marca la dirección con la tralla, y debajo dice:

«ENTRADA»

En la otra esquina, de un caballo de gran alzada, de color de pizarra, tira un hercúleo mozo, que extiende el brazo. Debajo dice:

«SALIDA»

En el callejón del Infierno hay varios mesones; las diligecias, llenas de baúles y arcas esperan a que bajen los últimos viajeros; en este estrecho callejón se ven algunas confiterías y varias tiendas de granos; un muñeco de madera cuelga de un gancho de la puerta; es un labrador con la cara y las manos muy tostadas y rojas, en las que resaltan el blanco de las uñas y los ojos; tiene unos gruesos zapatones de campo; anuncia este establecimiento dónde hay hierbas que crecen en las aldeas y al borde de los caminos, empleadas en ungüentos medicinales; en los pequeños departamentos de unos cajones vemos las plantas que curan y las plantas que matan: aquí está la hierba de los pordioseros; la emplean los mendigos, para producir sobre sus piernas y brazos llagas artificiales y simuladas y excitar la compasión; la hierba sardónica, que contrae los músculos de la cara y hace que nos riamos involuntariamente; las barbas de capuchino, vive como un parásito sobre varias plantas; esta hierba es la preferida para purgarse las monjas y las beatas; la Mandragora, los campesinos llaman a esta planta árbol con cara de hombre; cuando la arrancaban de la tierra, el hombrecillo encerrado en ella daba ayes lastimeros y agudos gemidos para librarse de maleficios; preferían que la arrancase un perro, y la envolvían en seguida en un sudario, y entonces adquiría la maravillosa virtud de duplicar las monedas que en él se envolvían. Sobre esta planta se han formado muchas leyendas y supersticiones; la empleaban mucho en las obras de magia y en las recetas los hechiceros. En los papeles en que estaban envueltas otras plantas tenían unos letreros con sus nombres: Espanta-Lobos, Dientes de león, Hongo asesino, Hierba piojera, Hierba belluda, Apocino o Caza-moscas. Al lado de esta tienda hay una peluquería con un letrero:

«SE APLICAN SANGUIJUELAS Y VENTOSAS»

En el escaparate está encerrado un muñeco de madera, un chico con el pelo y las piernas desnudas, a las que están pegadas muchos bichos verdes, parecidos a las orugas, que le chupan la sangre; tiene su cara una expresión dolorida y de miedo y lleva en las manos unas panojas.

De aquí salgo al campo donde está la plaza de toros; al llegar a sus puertas veo mucha gente, que entra en la enfermería, y me entero que un toro acaba de matar a un torero. En una mesa se ve al muerto con el traje de luces; la taleguilla está agujereada por las cornadas, y en el pecho, desnudo, tiene un gran boquete, por el que ha salido la sangre a borbotones y teñido su camisa de rojo; rodean al muerto algunos picadores de su cuadrilla, que se quedarán esta noche a velarle; desde aquí se siente el ruido de los aplausos y los silbidos, pues la corrida sigue como si nada hubiera pasado.

Al salir de aquí entramos en el patio de la plaza; en un carro hay un montón de cadáveres de caballos, con todo el cuerpo cosido a cornadas; en el suelo se ve alguno en la agonía estirar sus patas; la gente se sube a su panza y les dan patadas en los dientes y en las cabezas y les clavan sus navajas. En la pared, al lado de la polea para subir a los toros muertos en alto y depositarlos en el carro, estaba colgada la cabeza del toro que mató al torero; la habían cortado para disecar; la pared tenía un gran manchón de sangre que de su cuello salía. Tenía el testuz muy rizado, los ojos abiertos y redondos y los morros llenos de coágulos de sangre, que baldearon con un cubo, dejando con el agua más fiera su cara al rizarse el pelo, semejante al sudor cuando se vuelven locos por la rabia al luchar en la plaza. En el suelo, entre un río de sangre, estaba el cadáver decapitado de este toro.

Al salir de aquí subo al pueblo, pues me queda de ver: el castillo de la Mota; su mole, a pesar del abandono y la acción del tiempo, tiene una imponente grandiosidad; todo él es de ladrillo, con profundas grietas, taladrado por el boquete de las ventanas, donde anidan los cuervos. En la puerta de entrada hay un niño jugando con un perro; sale a mi encuentro el guardián, que me invita a visitar el castillo, dejando ordenado a su hijo que no se mueva de allí. Subimos por unas pendientes escaleras en la más completa obscuridad, muy de tarde en tarde, pues estos escalones no se acaban de subir; el hueco de una ventana que da al campo nos deja ver las habitaciones interiores; por encima de nuestras cabezas sentimos azotar las alas de un pajarraco, que debe ser algún cuervo calvo, y que se recrea en andar por las vigas al descubierto y entre los escombros de las salas, que antes tuvieron un gran lujo y riqueza.

«Para estos bichos —dice el guardián sonando las llaves del castillo— tengo yo esta buena garrota.» «Puede que sea —le digo yo— algún erudito o chamarilero con los lentes puestos que esté buscando algo que llevarse.» Subimos a una torre llamada el tocador de la reina, lo que todo es ruina y habitado por cuervos; hace años estaría lleno de muebles, tapices y sillones; cuantos reposteros y magnificencia había en su comedor lleno de criados y los frailes de todos los conventos de Medina se llenarían la panza al comer con los católicos reyes y las damas de su corte. Desde las altas torres de este castillo vemos el espléndido paisaje Castilla, desprovisto de árboles y llano como la palma de la mano; sopla un viento sano y agradable. Bajamos a la planta baja del castillo; las bóvedas y mazmorras están llenas de goteras y amenazando derrumbarse; el suelo tiene charcas de agua negra estancada de las lluvias pasadas; en estas cuevas desoladas parece que estamos viendo los potros, los tornos y demás aparatos de tortura. Aquí encerraban a los prisioneros de guerra; se veía en el muro una ventana donde se asomarían los desgraciados a la hora de darles la comida; las paredes conservaban alguna argolla donde colgarían las cadenas para estar atados por el cuello y brazos. Al bajar del castillo siento en mis piernas unas fuertes agujetas que casi no me dejan andar de tantas escaleras que he subido y bajado.

Entramos en el patio de Armas; las baldosas del suelo están arrancadas y se las han llevado para vender; hoy todo es un campo lleno de hierba; las columnas de granito están rotas por el suelo y todo es ruina y escombros; levantamos la cabeza a este patio y miramos recortada en el cielo la torre del homenaje, casi derruida. En nuestra fantasía parece que vemos colgar de sus ventanas banderas y magníficos tapices y que la tropa llena este patio; los guerreros, con sus armaduras que relampaguean al sol, vienen corriendo en sus caballos, los cascos y los bonetes llenos de plumas; se siente el estruendo de los tambores y el metálico y desgarrador sonido de las trompetas.



VALLADOLID

DE esta noble y vetusta ciudad castellana, uno de los sitios principales es la plaza Mayor, con su acera de San Francisco, formada de casas viejas y sin simetría, que parece que unas se sostienen en las espaldas de las otras; todas tienen soportales, y siempre están muy concurridas de curas y de señoritas, acompañadas de militares, que tanto abundan en esta población. Hay también muchos compradores, pues en estos soportales hay excelentes comercios, que se iluminan mucho por la noche: sastrerías, sombrererías, relojerías y librerías con objetos de escritorio, muy mal surtidas de libros, pues se ve que en este pueblo se lee poco. Dan animación también a esta plaza los kioscos de periódicos y revistas de la localidad y Madrid, que vocean mujeres y chicos. Enfrente está la Casa Consistorial con su reloj, que nadie mira, pues aquí venimos a matar el tiempo y ninguno tiene prisa. En uno de estos soportales hay un café con los divanes agujereados, pero que encuentran muy cómodos estos jugadores de chamelo, que se pasan las horas tomando el veneno del café y fumando tagarninas; discuten con el ceño fruncido, tomando como cuestión personal sobre si uno de los jugadores colocó mal una ficha. Mientras tanto, un timbre repiquetea sin cesar, porque en el cinematógrafo y teatro de al lado se pone una película americana de aventuras criminalescas.

Otro de los paseos más importantes de este pueblo es el Campo Grande; está cerca de la estación y es el más aristocrático y recogido; desde aquí se ven buenos edificios y tiene unos jardines con hermosos árboles y bien cuidado. Los domingos se ve muy concurrido; vienen por aquí muchas niñeras y soldados de caballería que toman cacahuets, castañas, y alguno se permite el lujo de fumar un puro; hay en este parque un estanque en que nadan patos, que son muy familiares de los chicos, que les echan migas de pan. A la entrada de este paseo hay una pretenciosa estatua de Cristóbal Colón, hecha por Susillo, que lo afea sobremanera.

La primera impresión de Valladolid es la de un poblachón grande y rico; tiene, sin embargo, pocos coches y los tranvías son anticuados y tirados por mulas. Nosotros dejamos las calles concurridas y de buenos comercios para internarnos por sus callejuelas y observar su vida trabajadora y pintoresca. Vamos recorriendo estas modestas y simpáticas tiendas de los quincalleros, las de paños que manda Segovia y las mantas de Palencia, colgadas de las puertas; también hay algunas de útiles de labranza, arados con la cuchilla brillante para abrir la tierra, tenedores, palas, hoces y otros utensilios. Al pie de estas tiendas están los aldeanos que vienen de los pueblos a hacer sus compras, con la manta al hombro y las alforjas, con anchos sombreros negros en sus cabezas y gruesos chalecos de algodón, que les sirve de abrigo y hace las veces de chaqueta, y las perneras de cuero y las alpargatas de piel, atadas a sus piernas por cruzadas correas. También abundan los graneros donde están almacenadas enormes cantidades de trigo que descargan de los carros que vienen de la trilla y con el que hacen este pan tan bueno de toda Castilla. Las prenderías tienen como muestra, lo mismo que las de Madrid, una falda pequeña; dentro se ve el armazón de un brasero de alambre para que quede ahuecada; cuelga esta faldeta de un gancho a la puerta y es el distintivo más característico de las prenderías. Entro en una; hay un patio lleno de hierros, butacas y sofás rotos, libros tirados por el suelo y cuadros agujereados. La prendera es una mujer con el pelo blanco y gruesa; la frente la tiene llena de bultos y descalabraduras, como si la hubiesen dado de garrotazos; dice que aquellas cicatrices fué cuando estuvo mala, de los dolores tan crueles de cabeza que pasó; cuando va a las casas a comprar, me dice que lo primero que hace es quitarse la falda de paseo y se queda con la bajera para poder trabajar más cómoda; me hace subir a la planta alta de su tienda; todos son cuartos negros, con montones de ropa que llegan hasta el techo y que ha hecho a préstamos; abundan mucho las gorras, pantalones y chaquetas militares que ya han cumplido el servicio; filas de botas viejas, en los estantes de un armario, y faroles de cementerio para el día de difuntos: cuelgan de las paredes muchas coronas de muerto, negras, con pensamientos morados, y otras blancas, de niña, que aún conservan, atada a sus alambres, la pequeña llave dorada de sus ataúdes; zapatos blancos y trajes de primera Comunión, amarillentos y empolvados; todo el suelo del pasillo está lleno de morteros de bronce y velones. Se abre una puerta, que es el comedor de la casa, y sale a nuestro encuentro un viejo muy alto, embozado en su capa y con gorra en la cabeza; tose mucho y dice que tiene frío. «Este es mi marido, dice la prendera; antes él hacía de criado: iba a las casas después que yo había cerrado el trato, desclavaba las alfombras, los relojes y espejos, y se traía todo a las espaldas, pues para comprar no servía; no entiende más que de ropa vieja y desperdicios; hoy ya no puede ni con los pantalones y todo lo tiene que hacer una.» Él me invita a pasar al comedor, donde hay varios cuadros; en una mesa redonda, tapada con un hule de esos que tienen un agujero donde está el brasero, está cosiendo una chica, vestida de negro, muy morena y chata; tiene el cuerpo muy grande y las caderas muy cortas, y parece un muñeco. «Es mi sobrina, dice el marido de la prendera; de tanto remendar la ropa al lado del brasero está llena de cabras». Cuando salgo de esta prendería bajo por una callejuela, donde tocan mucho los organillos tirados por un burro; estos pianos tienen una música bulliciosa y detonante de cascabeles y platillos. En un callejón muy estrecho y en cuesta, donde hay muchas tabernas, está asomada al balcón una mujer, con la toquilla y la falda encarnada, lo mismo que las zapatillas; luego se asoma otra, con una bata abierta, asomando los pechos y el vientre desnudo; es paliducha y tiene el pelo amarillo.

Esta calle está llena de mujeres de mala vida; de las puertas de sus casas cuelgan colchas rojas. Los mozos de este pueblo y las mujeres son más chulos que en Madrid; llevan gorras de plato y muchos rizos y tufos por debajo de ellas; las mujeres hablan con un tonillo muy redicho, taconean fuerte y se mueven con desembarazo por las calles; las gusta mucho la mantilla y las corridas de toros; los curas tienen también en esta tierra mucho de chulo, con el sombrero algo terciado y los manteos cogidos con gracia y andan contoneándose mucho. Aquí, lo mismo que en Madrid, se han cambiado los nombres de sus calles más pintorescas por el de los caciques y políticos, pues todos los pueblos de España tienen la estatua de algún ministro hijo de la tierra.

Tiene Valladolid muchas iglesias, algunas muy notables, como San Juan de Letrán y la fachada de San Gregorio, su Catedral; tiene unos amplios ventanales en sus torres, abiertos al aire; por ellos se ven correr las nubes; el redoble metálico de sus campanas baja a la plaza y calles estrechas, donde están las fondas y posadas.

Huelen mucho estas calles a cera e incienso, y se parecen mucho a Salamanca en la parte religiosa y jesuítica, pues hay varios colegios aquí y allí de esta casta y plaga nefasta.

La iglesia de San Pablo tiene la fachada de estilo gótico; en el pórtico hay un relieve, en piedra, del canalla cardenal Torquemada, primer inquisidor de Castilla; está este pájaro rezando de rodillas para ganarse la gloria, después de haber mandado quemar a tantos infelices dementes en la Inquisición; tiene unas manos sacerdotales con hoyuelos y cruzadas.

A la caída de la tarde, las campanas de Santa María la Antigua llaman al rosario; vemos bajar por estas sórdidas calles, donde hay cererías, muchas mujeres enlutadas y niñas que van a rezar el rosario; los hombres serios del pueblo, que han pasado toda la tarde en el casino, caminan por en medio de la calle, dejando la acera a las señoras, y se dirigen también a hacer sus rezos.

Al lado de la Capitanía general está la casa donde nació Felipe II; es toda de piedra, con pesadas rejas; en una de sus afiladas esquinas hay una ventana, por donde fué sacado éste de niño para ser bautizado en San Pablo. A su recuerdo están unidos todos los horrores de la Inquisición; este hombre, fanático y cruel, bajo de estatura, de cara descolorida, labios sensuales y barba rubia, siempre vestido de negro, apoyado en su bastón, con el libro de misa en una mano y en la otra pasando constantemente las cuentas frías de su rosario, en sus manos blancas con los dedos en punta y muy bien cuidadas, siempre escondiéndose en las habitaciones sombrías de su palacio, se sentaba a presidir los autos de fe del Santo Oficio. Se construía en la plaza de Valladolid para este lúgubre acto un tablado de enormes dimensiones, adornado con tapices y colgaduras de brocado; el primer suelo era muy elevado, rodeado de una baranda de madera; en el centro se alzaba otro segundo cuerpo más pequeño; en sus extremos había dos púlpitos muy altos, que habían de ocupar los Relatores para leer las causas, y otro más grande, donde los reos oían sus culpas y sentencias; se levantaron suntuosos doseles de brocado morado y telas escarlatas bordadas de plata y oro, donde se sentaba Felipe II y los príncipes, y otros puestos, que ocupaban los grandes del Reino, el Santo Oficio de la Inquisición, el Consejo Real, las damas de Palacio, el Ayuntamiento y la Universidad.

La procesión de la cruz verde se dirigía al tablado con acompañamiento de todas las Comunidades de frailes de Valladolid y los pueblos de los alrededores; seguían a éstos los oficiales del Tribunal, los secretarios, alguacil mayor y fiscal, llevando todos grandes velas encendidas. La cruz verde, cubierta con un velo negro, iba bajo palio y andas, con acompañamiento de música y canto de frailes: Velilla regis prodeunt, Exurge Domine et judica causam tuam. Ad disipandos inimicos fidei; llegaba la procesión a la plaza, subían al cadalso, se ponía la cruz verde en el altar, rodeada de doce hachas blancas que ardían en blandones, con acompañamiento de los frailes y de dos escuadrones de alabarderos que le hacían centinela.

Empezaba la ceremonia con el discurso del Prior de los Dominicos, Fray Melchor Cano, uno de los teólogos más famosos de la Universidad de Salamanca, contra la doctrina de Martín Lutero.

El obispo de Palencia, Inquisidor general, pronuncia un sermón, y al acabar tomaba en sus manos una cruz negra con adornos de oro y el libro de los Evangelios y se dirigía adonde el rey estaba, el que, puesto en pie y sacando una espada, escuchaba del dicho Inquisidor las siguientes frases: «Siendo por decretos apostólicos y sacros cánones ordenado que los reyes juren de favorecer la santa fe católica y religión cristiana. ¿Su majestad jura por la Santa Cruz donde tiene su real diestra en la espada, que dará todo el favor necesario al Santo Oficio de la Inquisición y a sus ministros contra los herejes y apóstoles y contra los que les defendieron, y contra cualquier persona que directa o indirectamente impidiere los efectos y cosas del Santo Oficio?»

Felipe respondía: «Así lo juro»

Luego venían los reos con sus sambenitos, todos con corazas y capotillos de llamas, en largas hileras, atados de un larga soga por el cuello. Estos pobres locos tenían un horrible color en sus caras, con los ojos turbados y casi brotando llamas; parecían poseídos del demonio. Otros caminaban con tanta humildad, sin darse cuenta de adónde les llevaban. Estos dementes parecían que estaban presenciando un fiesta muy divertida; algunos llevaban una mordaza en la boca y les acompañaban al quemadero los frailes, amonestándoles y predicándoles. Era el brasero de sesenta pies en cuadro y siete pies de alto; se subía a él por una escalera, con la capacidad que a convenientes distancias se pudiesen fijar los palos y al mismo tiempo sin estorbos ejecutar la justicia, quedando un lugar para que los religiosos pudieran asistir espiritualmente a los reos sin embarazo. Les ponían desnudos y atados a los palos, encendían los haces de leña y empezaban a quemarse por los pies.

Al día siguiente, 21 de mayo de 1559, día de la Santísima Trinidad, aparecieron en el Campo Grande trescientos tabladillos con sus argollas para los que en aquel día habían de morir agarrotados y quemados en la hoguera.

Por la mañana, muy temprano, salieron de sus calabozos los reos para pasearlos por las calles de Valladolid; sus sanbenitos tenían cruces pintadas y dragones entre llamas, lo mismo que los cucuruchos que llevaban en las cabezas; otros, desnudos hasta la cintura y con pantalones con grandes rayas, y los más con camisones blancos y las piernas desnudas; tenían grandes melenas y barbas muy crecidas en el calabozo. Las mujeres iban detrás; algunas llevaban corazas e insignias de casada dos veces y en trazas de penitente, con jubón negro, y otras en camisa y descalzas, con el cucurucho como el de los hombres, pintarrajeado, y el pelo suelto por las espaldas: todos los reos llevaban velas amarillas apagadas en las manos y sogas a la garganta: las mujeres, al pasar por las calles, se tapaban la cara, avergonzadas y llorando.

En la actualidad, Valladolid, a pesar de las reformas, conserva muchas calles tortuosas, con balcones de hierro con bolas y candelabros, donde meten los cirios en la Semana Santa para alumbrar las calles por donde pasa la procesión. Estas casas antiguas tienen pocas ventanas; el portal, en forma de arco, muy obscuro y espacioso, con un farol con una cruz. En estas casas siniestras, habitadas ahora por curas y antiguamente por jueces e inquisidores, existen calabozos, donde se daban los tormentos de la Inquisición más cruentos, para ocultarlos a la vista pública, donde presidían los frailes y jueces con un crucifijo en medio de la mesa. Todavía se conservan en ellos los tornos, los braseros, que colocaban delante de un cajón de madera con unos agujeros, donde el reo sacaba los pies, y un encapuchado con un fuelle avivaba el fuego. También están los hierros que, poniéndolos al rojo vivo, servían para dejar ciegos a estos desgraciados condenados por el Tribunal. Los aparatos de madera de los garrotes y la cabeza de hierro, donde se le echaba unas cucharadas de plomo derretido.

Huelen estas calles a clerical y a la cera de las cruces verdes de los autos de fe.

En medio de una plaza está el colegio de Santa Cruz, hoy convertido en museo. Es éste un edificio de una belleza de arquitectura magnífica; todo de piedra, con grandes balcones y grandes capiteles, que recorren su fachada, subiendo en agujas hasta el balcón de su techo; azotea espléndida, que ocupa todo el cuadro del edificio. Encima de su gran portal hay un balcón corrido, y encima de él el escudo, en piedra, de Valladolid. Este museo tiene la puerta cerrada.

Vuelvo a la fonda; al llegar de los pueblos de la ciudad el desaliento nos invade. Después de andar mucho y ver las tiendas, sentimos ganas de deshacer el viaje y volver a nuestra casa. Ya anochecido nos echamos en la cama, vestidos y con las botas puestas, como hemos venido de la calle. Sentimos los menores ruidos, cómo se agranda la conversación; de un cuarto de la fonda, al lado del nuestro, los gritos de los chicos que cantan en la calle. Tiene pendiente nuestra atención el paso de un coche simón, con su caballo muy cansado, sonando los cascos; al poco rato otro coche, que camina al trote y cuyo sonido desaparece instantáneo y que lo seguimos recordando largo tiempo. Los balcones del cuarto están entornados y un farol de la calle ilumina un poco la alcoba. Entonces vemos dibujarse la sombra de un coche que pasa de nuevo, esta vez muy de prisa, y la silueta de una rueda que cruza vertiginosa por el techo y las paredes.


El museo

Por la mañana, muy temprano, me vestí para ver el museo. Estuve esperando un rato a la puerta, y vi llegar a un viejo tranqueando y gargajeando, que abrió, sin hacerme caso, la puerta; cuando iba a volver a cerrar, algo distraído, la puerta, reparó en mí y me dejó pasar; él se dispuso a comer la tortilla que llevaba metida en una libreta y a calentarse en un brasero que encendió; yo le di un cigarro, que apartó para luego, y de un arca sacó una blusa, que cambió por su traje; luego desenvolvió de un papel sus zapatillas para ponérselas; yo comprendí que iba a tardar mucho en sus preparativos y que a aquella hora no haría el menor caso de nadie, por lo cual le quedé muy agradecido. Entré en un salón donde había cuadros de Rubens, de José Martínez, de Rafael y varios de Murillo; todos eran cuadros grandes y de asunto religioso y muy sospechosos, pues parecía que debieron estar en alguna prendería de Valladolid, al lado de los sacos de pan duro. Salí de aquí a una larga galería; el techo tenía vigas antiguas y el suelo, de baldosas de piedra, con largas fajas de sombra y sol, que entraba por unos ventanales que daban a un jardín; sobre la pared de enfrente había colgados muchos cuadros antiguos de medio punto y desgarrados. En las paredes estaban recostabas muchas figuras de madera y tablas con bajorrelieves. A aquella hora tan temprana sus dorados tenían un brillo extraordinario y se destacaban algo crudos sus colores con el sol.


Los bajorrelieves anónimos

Una de las tablas representaba una misa mayor; los dos sacerdotes, con sus casullas estofadas, arrodillados; a uno de ellos le caía sobre la espalda el sombrero de cardenal, atado con un lazo al cuello; otro levantaba la punta de la casulla al que oficiaba y tenía la hostia levantada en alto; el cáliz era todo de oro; las caras de los curas estaban talladas con gran dureza.

En otra talla se veían varias escenas: un monje leía en una mesa, apoyando en la palma de la mano su cabeza, y tan atento, que parecía se tragaba el libro con la vista. A su lado estaba Santa Lucía; en una bandeja traía dos ojos muy saltones. Y la escena de arriba era un martirio: un santo tirado boca abajo, descalzo; el Rey, que presidía su ejecución, tenía una colocación altanera y arrogante, que contrastaba con las demás figuras del grupo que tenían cara de viejo llenas de arrugas y con la humildad del verdugo, que parecía un portero.

Otra de las obras maestras que estaban en el suelo, sin colgar, era un tríptico, fin del siglo XV. En la parte más ancha y principal de en medio se veía el Descendimiento de la Cruz; todos los personajes estaban vestidos con gran lujo. El cadáver del Cristo tenía una colocación muy dramática: su pecho, sobre las rodillas de la Virgen; su cabeza casi no se la veía de lo escorzada que estaba, y sus piernas eran tan rígidas, que daban una impresión de que pesaban como plomo, por lo pegadas que estaban a la tierra. En el suelo se veía una calavera muy pequeña; se reía esta calavera con risa de conejo. Los trajes de las figuras del acompañamiento eran arbitrarios y del siglo en que vivió el artista que los ejecutara, eran damas del siglo XV, con un bolsillo en la cintura, y guerreros con espadas y flechas y grandes zapatones. Encima de sus cabezas se ven unas cuevas duras, como hechas con azada, donde descansa una ciudad amurallada, llena de castillos; las figuras que están asomadas en sus almenas son tan grandes, que llegan con sus pies a todo lo largo por dentro de estas construcciones.

Las esculturas de Berruguete, Juan de Juni y Gregorio Hernández

Aquí está la escuela española y estupenda de este Museo. Sobre una tarima vemos, con asombro, el Cristo muerto, de Juan de Juni, tendido encima del sudario, y de su arca, donde va a ser enterrado, su cabeza, con una melena como la de un león, descansa en una almohada; es demasiado grande esta cabeza con relación al cuerpo; pero tiene tan gran belleza y grandiosidad, que no se repara en este defecto; las piernas, llenas de cardenales; su mano, pegada a su pecho. En la herida de su costado la sangre es de bulto; gotas gordas y de peso bajan, manchando el lienzo que lleva amarrado al vientre para cubrir sus vergüenzas. El color tiene tal encarnadura en sus pies, algo hinchados, y pecho, que parece que tiene piel humana; los pliegues del sudario están tallados con más fuerza que en la realidad.

A su lado está el San Bruno, también de Juan de Juni. Este, como el Cristo, es tan persona, que asusta; parece un patán. La mano que tiene una cruz de palo, y que el Santo mira con los párpados bajos; en sus uñas parece que vemos la tierra encerrada de cavar; su barba azulada y los surcos de sus mejillas le dan un aire recio y enérgico. En la otra mano tiene abierto el modesto libro de sus oraciones.

Sobre un tablado están las siete figuras que forman el grupo del entierro de Cristo. La Virgen tiene una expresión atormentada y los ojos arrasados de lágrimas; se apoya en sus hombros María Salomé, con los ojos vueltos al cielo. San Juan está retorcido y con los brazos en alto, plañendo; María Magdalena tiene en la mano un tarro untuoso, con que unge los pies del muerto. Un discípulo y Nicodemus, el más viejo de todos, con unas largas barbas y botas de montar, tiran de las puntas del sudario; parecen que se sienten los gritos y lamentaciones de estas figuras, que dan a este Museo un ambiente trágico.


Gregorio Hernández

Tiene este escultor el paso de Semana Santa, La Piedad y Santa Teresa; está la doctora con una pluma de ave y un libro en la mano. En una habitación aparte, obscura y revestidas sus paredes de telas escarlatas, hay el Cristo de la Luz; es una hermosa obra de arte; cuando encienden una luz que ilumina de abajo arriba su cara, dicen que sus ojos se abren y parecen que nos mira. Pero el más grande de estos escultores es Alonso Berruguete, el Greco de la escultura; sus figuras, como las de este pintor, se alargan y retuercen; parece que les falta a sus cabezas largas cráneo por detrás.

El sacrificio de Abraham y el San Sebastián, son dos esculturas pequeñas, pero que se hacen gigantescas; sus actitudes retorcidas parecen raíces y enormes árboles centenarios; más que con gubia parece que están hechas a hachazos. Abraham tiene la cabeza levantada mirando al cielo y gritando para que le oiga Dios; en la boca, muy abierta, le faltan casi todos los dientes; sus largas barbas en punta y su cuerpo desnudo y arrugado de viejo; sus manos tiran con fuerza del pelo de su hijo, que tiene una expresión de dolor, con los brazos atados a la espalda y de rodillas sobre la leña en que va a ser quemado después del sacrificio.

En las tallas de esta sala se ven desfilar todos los pasos de las procesiones de Semana Santa, con todo su realismo; las lágrimas y rostros desmayados de las dolorosas con su pecho atravesado de puñales, los cristos chorreando sangre; los sudarios y ropajes tallados con más fuerza que en la realidad, todo el arte dramático y trágico español.

En otra sala había varias esculturas más decadentes e inferiores, tallas y columnas doradas. En dos peanas se veían hechas en bronce dorado dos esculturas orantes de León Leoni. El duque de Lerma estaba arrodillado sobre un almohadón, tenía las manos cruzadas; la armadura que llevaba puesta, lo mismo que su casco que estaba en el suelo, se ven los tornillos para desarmarse estas dos piezas. La duquesa de Lerma tiene también las manos cruzadas y un espléndido traje lleno de encajes y bordados que sorprende de lo bien ejecutados que estaban hasta los menores detalles.

En medio de esta sala había un esqueleto hecho de madera por Gaspar Becerra, que es lo mejor de todo lo que encierra el Museo de Valladolid; tiene todos los brazos llenos de agujeros como apolillados; de estos agujeros salían largos gusanos que se metían por otros que tiene en las caderas; por el costado le salen unos bultos blancos, que son las tripas; tiene envuelta su cintura en un sudario que le cae con gracia por encima del antebrazo; en su mano agarra una trompeta, un cuerno largo y retorcido, ancho por su boca; éste tenía un dorado y unos colores magníficos; la otra mano la lleva cerca de la nuez de la garganta y la tiene abierta como si se estuviera explicando y hablando consigo mismo; la cabeza un poco levantada y la boca muy desdentada; sus piernas largas, con el pellejo pegado a la carne y arrugado, lo mismo son de anchas por las pantorrillas que por los muslos, y abiertas y espatarradas como piernas de gallo viejo, lo mismo que los pies largos y aplastados en la tierra como patas de pollo; lo más estupendo de esta figura es que parecía oirse el ruido bronco y duro como el mugido de un buey de su cuerno del juicio final. Mirado por la espalda, este esqueleto todavía resultaba más ridículo y humorista: su cráneo, con algunos pelos adheridos al colodrilllo, la espalda llena de gusanos que se pegaban a los homoplatos y el trasero pelado y arrugado con un hueso en punta; luego el estupendo color con que estaba pintado este esqueleto, un amarillo obscuro y entonado junto al blanco de su sudario, hacía de esta talla lo más grande y grotesco del arte macabro. Así como en este Museo los cuadros no tenían valor ninguno junto a las tallas, este esqueleto de Alonso Becerra borraba haciendo desaparecer a las demás esculturas.

Otro esqueleto parecido a éste hay dentro de la Catedral de Salamanca; aquél sale de un boquete taladrado en el muro como hueco hediondo de sarcófago, donde se asoma este esqueleto y deja ver, tirando del sudario por encima de su cabeza, su cuerpo desnudo, donde se le ven los órganos genitales; sostiene en la otra mano, muy agarrado contra su cuerpo, un ataúd puesto en pie y apoyado en el suelo. En grandes letras talladas en la piedra se lee:

MEMENTO-MORI

Esta escultura, hermana de la de Valladolid, tallada quizá por el mismo Becerra; las sórdidas afueras de Salamanca, llenas de casas de mujeres de la vida y la parte vieja de la Catedral, constituye lo más interesante de la llamada la Roma chica.

Al salir de la sección de escultura, vemos otras salas en este Museo: colecciones muy pobres arqueológicas, arcas, retablos de altar, tapices, monedas y libros antiguos; en un cuarto muy obscuro, que huele a cementerio y calamidades, están colgadas de las paredes las coronas descoloridas de Zorrilla, entre tantos cintajos y banderas españolas que han envuelto a tantas medianías, sobre todo de poetas, de médicos y hombres de ciencias; salimos de prisa después de haber visto estas ridiculeces finales, y cuando salimos a la calle pensamos en lo malos que son los escultores contemporáneos, en aquellos académicos enmedallados que han pasado por este Museo sin enterarse de nada, y que todavía está por nacer el escultor que recoja la herencia de la tradición española que está encerrada en el Museo de Valladolid.

(Continuará…)

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