LA ESPAÑA NEGRA (II)

José Gutiérrez Solana




LA FERIA

UNA de las grandes distracciones del verano en Santander, y que todos esperan con impaciencia, es la inauguración de la feria. Comienza ésta el día de Santiago y coincide con las corridas de toros; por la noche hay una gran retreta, que parte del Ayuntamiento; la comitiva la forman una gran carroza alegórica, en la que van unas cuantas chicas guapas con trajes ligeros, vestidas de ángeles, envueltas en gasas, con el pelo suelto, con coronas de reluciente hojadelata y alas de trapo; detrás iban los bomberos, los municipales y los voluntarios con sus cascos romanos, botas de montar, un rollo de maroma a la espalda y el hacha y el pico a la cintura, llevando grandes hachones y bengalas en las manos; detrás una bomba, caprichosamente adornada, con una gran escalera. Luego venían los gigantones, la vieja Vargas y su marido, tambaleándose por el camino y volviendo mucho sus enormes cabezotas, mirando al revés, y las gigantillas, haciendo contorsiones, repartían vejigazos a los chicos que se acercaban a verlas de cerca, bailando al son de la dulzaina y el tamboril. Un hombre que iba a su lado disparaba muchos cohetes y se soltaban globos grotescos: uno era una vaca con dos cabezas y ocho patas, y algún enano barrigudo, que subía dando vueltas en el aire.

Cerraba la comitiva la banda municipal, tocando un pasodoble; todos llevaban gorra de bisera; los músicos iban muy derechos marcando el paso; tenían los carrillos hinchados de soplar y las caras congestionadas, mirando al público, orgullosos de su trabajo. Luego unos hombres tirando cohetes y detrás una porción de chicos y modistillas.

La comitiva, desde la plaza de Beceo, seguía muy despacio por la Alameda Primera hasta terminar en el Parque de bomberos; entraba la carroza y se daba por inaugurada la feria. La calle de Becedo estaba llena de pintorescas tiendas. Las primeras le entristecían: eran dos funerarias con los estantes negros llenos de ataúdes envueltos en grandes pliegos, viéndoseles las asas; otros estaban de pie, arrimados a las paredes, de los que colgaban muchas coronas; en una esquina había una escalerrilla de caracol que atravesaba el techo y daba a las habitaciones del dueño de la tienda; en el escaparate se veía, en una urna de cristal, el modelo de una carroza fúnebre de gran gala, hecha en aluminio y en miniatura. Otra era un establecimiento ortopédico. Esta tienda tenía en el escaparate varias muestras: una era la figura de un joven con un camisón rojo, con un aparato de metal en una de las piernas desnudas y el brazo levantado. Tenía esta figura una colocación parecida a la estatua de un emperador romano. Otra era un vientre muy abultado de una mujer, hecho en cartón y metido en un corsé-faja; una pierna enferma, colocada en un aparato de hierro, y un muñeco pequeño, los brazos apoyados en muletas y la cabeza y todo el cuerpo lleno de vendas, no viéndosele mas que la cara. En la casa de la esquina se veía, encima de un balcón, el farol rojo de la Casa de Socorro.

Pero luego, pasadas estas tiendas, se recreaba y se entrenía uno con las muchas boterías, donde se veía coser los pellejos en la calle; todo el techo de estas tiendas estaba lleno de botas de vino y cuernos con cantoneras para llevar a los toros. En una gurnicionería se veía de muestra un caballo blanco de madera, de tamaño natural, con la montura y todos los arreos; dentro de la tienda había varios coches. Una alpargatería tenía de muestra una alpargata gigantesca; dentro de la tienda se veían muchos hombres fabricando calzado. Una taberna tenía adornado el techo de cadenetas de papel, colgando del centro un barco de velas, que negreaban de la cantidad de moscas que andaban por ellas. En estas tabernas se vendía de todo: comestibles, pescado, telas, y hasta pájaros metidos en sus jaulas.

En grandes portalones que daban a otra calle estaban las herrerías de veterinario: en éstas siempre hay alguna mula o caballo a la que están herrando; un chico tira de un gran fuelle, avivando el fuego del hornillo, del que saltan muchas chispas.

Las cocheras, llenas de estos simpáticos coches santanderinos llamados cestas, con su gran tornillo del freno y el toldo y las cortinillas de hule negro; en algunas de estas cuadras se ve un coche de muerto, blanco, para niño, con cuatro ángeles en el techo, y diligencias llenas de barro, con los cristales empolvados, que vienen de los pueblos.

En la última cuadra están pegados en la pared carteles canallescos, llenos de la bandera española; los carteles de las corridas de toros de Santander, y las robustas mulillas que mañana enjaezarán llenándolas el rabo de cintas y la cabezada y el collar de borlas y banderas.

La feria empezaba en la Alameda Segunda: era éste un hermoso paseo en línea recta que terminaba al llegar a la Plaza de Toros. Este paseo, el más antiguo de Santander y el único que se conserva sin hacer reformas, tiene unos bancos de piedra y unos altos y centenarios árboles llenos de raíces que le sombrean. En la noche de la inauguración se encendían los arcos de la iluminación, que eran de hierro, pintados de encarnado, llenos de tulipas de gas de distintos colores, y que se perdían a lo lejos, en disminución, en un aspecto fantástico; en sus costados presentaban gallardetes con banderas cruzadas con los escudos de todas las provincias de España, incluyendo los de las perdidas colonias. Estos arcos, que iban en disminución, destacaban en el cielo azul de la noche, tachonado de estrellas; sus globos salteados tenían algo de juegos malabares de circo, de constelación de estrellas.

A su derecha e izquierda se encontraban, en barracas de madera, los puestos, que los había de todas clases.

A la entrada de la feria había sacamuelas, subastadores, rifas humildes de cajetillas y puros secos de 15 céntimos; en medio se veía un conejo dormido y viejo, que nunca tocaba a los que jugaban: otra de estas rifas era la de los caramelos: era un carrito con un tablero lleno de rayas de colores muy bonitos. Los caramelos tenían unos preciosos y brillantes colores: amarillos, rojos y verdes; representaban figuras y animales: un hombre y una mujer cogidos del brazo; los caballos tenían seis patas para que los chicos chupasen más caramelo. Los fotógrafos al minuto, que trabajaban de noche y retrataban a las criadas y soldados, tenían unos lienzos pintados con el cuerpo de una torera o una mujer en traje ligero, con pantalones y medias de rayas, botas altas, la chambra de mangas de jamón y la blusa abierta enseñando los pechos; tenía este lienzo un agujero donde asomaban la cabeza los retratados, y las fotografías, una vez hechas, daban la ilusión de que el cuerpo no era postizo.

Luego venían las barracas formales, donde dormían de noche los dueños, que echaban los encerados; eran verdaderas tiendas en que se vendían corbatas, lentes para la vista cansada, gemelos para teatro, pipas de madera y boquillas de espuma de mar, ligas, botones; en fin, todo lo que hacía falta. Las barracas de rifas, con sus cartones numerados: aquí había muñecas, relojes de pared, despertadores, lámparas, cuadros, floreros y esos cromos tristes de asuntos de caza, donde un jabalí devoraba a un cazador vestido de traje de pana y polainas; a su lado había una escopeta de dos cañones.

En otro unos leones hacían presa, en el desierto, a los camellos de una caravana de beduinos, y la caza del tigre; un tigre gigantesco se subía al castillo de paja de un elefante y se agarraba con las cuatro uñas para devorar a todos los cazadores.

Y el más sangriento era el de la lucha con unos jabalíes a machetazos.

Siempre en estos cromos había varios heridos y muertos: un hombre tirado en el suelo con la camisa llena de sangre; otro, mientras clavaba su cuchillo en el vientre a un león, que con sus garras tenía presa la cabeza de su matador y su frente y el cuello de la camisa empapada en sangre; el cazador tenía mucho de héroe en su colocación.

Mas allá estaban los tiros al blanco: uno era de patos nadadores, sobre los que se tiraban unas argollas de paja, que cuando quedaba dentro de la cabeza daba derecho a llevarse el pato, y también cuadros mecánicos de latón. Un pequeño circo de focas amaestradas y habitaciones con crímenes; los criminales arrastraban a una mujer por los pelos hacia la cama y a su marido le llevaban al arca donde tenía guardado el dinero para que la abriese, levantando los puñales amenazadores por encima de su cabeza. Cuando los tiradores daban en el blanco todas estas figuras se movían con gran ruido de resortes.

Otros de estos tiros eran más crueles: Se disparaba sobre una paloma que estaba metida en una caja de hierro y no asomaba más que la cabeza.

El tiro del tonel

Dos chicos metidos en unos toneles se ponen de pie y se agachan, desapareciendo en la cuba para que no les dé los pelotazos; la gente procura apuntarles a la cara; ellos bajan muy ligeros el cuerpo para esquivar los golpes; estas pelotas, tiradas con rabia, rebotan en el hierro de la pared como balas.

El pim pam pum de la risa

Es una rueda que da vueltas, a la que están sujetos unos doce monigotes de cartón, vestidos con trajes y sombreros viejos. Cuelgan atados por el cuello a una cuerda y parecen ahorcados al ponerse el círculo en movimiento: sus pies marcan en el suelo sombras trágicas; entran por una puerta y salen por otra; uno tiene uniforme de Caballería; en las manos tiene guantes verdes, y las piernas se bambalean con botas de montar; otro soldado, con gorro de cuartel y la guerrera azul, tiene una cabezota muy gorda y la boca abierta, donde le faltan muchos dientes; otro es un paleto, con la cara encarnada y sacando la lengua; va en mangas de camisa y con la manta al hombro. El que está vestido de negro resulta el más trágico cuando asoma por la obscuridad de la puerta y se ve el blanco de su camisa y la cara muy amarilla, con la barba crecida y el sombrero echado por la frente. Detrás de él le brillan los ojos a un negro, con los labios y la lengua muy rojos. Las pelotas rebotan alrededor de estos muñecos, que tienen algunos rota la nariz o una oreja de los golpes, y cuando les dan en la cabeza y les tiran el sombrero resultan más ridículos, pues, enseñan el cogote negro y barnizado y la cabeza de forma de vagón del que va vestido de levita. Alguno se queda del golpe con un brazo o una pierna levantada.
Venían luego la gran barraca del circo, la de las figuras de cera y algunas de fenómenos, la que adivinaba el pensamiento, el hombre pez, el hombre esqueleto y el gigante aragonés, nacido en Sallent, montañas del Pirineo aragonés.

El Museo de figuras de cera

Entramos en el gabinete sensacional; nunca podremos disimular la impresión de misterio que nos produce estas vitrinas de gente que parece muerta y que seguirán usando los mismos trajes que llevaron puestos en vida y que nos contemplan con sus ojos crueles, impasibles y fijos. En las paredes cuelgan espejos grotescos, donde la gente se mira un poco asustada; en uno aparece un enano, con una anchura descomunal de hombros, y en otros largo y delgado como una cerilla, o la frente muy grande y los ojos y las facciones en miniatura. El entarimado de este Museo está muy lustroso, y con el calor se pegan algo las suelas de las botas.

Aquí tienen ustedes —dice el explicador, que es un viejo con chaquet, botines y peluca postiza, con mucho acento francés— mi Museo, mi maravillosa y sorprendente colección de figuras de cera, todas de tamaño natural, visitadas por todos los reyes de Europa. Mi levita se llenaría de condecoraciones al no estar las medallas en esa vitrina encerradas. Este, el grupo del célebre Pranzini y sus víctimas. En este armario, el galante asesino de mujeres está en la prisión, de pie, delante de una mesa baja, con mantel, donde hay una botella de vino y los platos; se dispone a comer; viste un abrigo corto; el cuello de la camisa es muy bajo, por el cual asoma su robusto cuello; gasta patillas rubias y bigote; lleva un sombrero muy grande y alto, hongo; tiene un tipo de pasante de colegio; le rodeaban, un poco separados, los carceleros y abogados, y no hace el menor caso de un pliego que le presentan, notificándole que al otro día será ejecutado en la guillotina. Él, con la cabeza erguida y las piernas firmes, parece mirar a la otra vitrina, donde están sus víctimas. Se las da de caballero y de hombre elegante porque sabe que en su poder hay cartas de las mujeres más distinguidas parisienses. La otra vitrina tiene un cartel que dice: «Cadáveres, hechos con cera, de Madame de Motille, Anita Gremert y María, victimas del célebre asesino Pranzini. Estas figuras están fielmente copiadas del natural en la Morgue de París».

Delante de esta vitrina hay mucho público parado y es la que llama más la atención. Se ven tres cadáveres medio desnudos. El de la romántica señora de Motille tiene la camisa desgarrada y los pechos y las piernas al aire, con una enorme cortadura en el cuello. El de la doncella, Anita Gremert, tenía una herida muy profunda que le cogía todo el cuello y cortaba su garganta. Estaba en camisa de dormir; su cofia, tirada en el suelo, estaba llena de sangre. María, la infeliz niña, hija de la doncella, tenía el cuerpo muy encogido; su cabeza cortada, sólo se unía al tronco por algunas vértebras; su pelo rubio estaba rojo por la sangre, y en una mano tenía profundas cortaduras de haberse defendido. Estos cadáveres tenían el pelo suelto y enmarañado y denotaban que el asesino las había cogido brutalmente de ellos para degollarlas, y los ojos, muy abiertos, tenían una expresión de terror. En un estuche estaba el cuchillo con que cometió Pranzini su crimen: era grande como el de un carnicero y tenía el mango de marfil.

En esta vitrina verán ustedes la explosión de una bomba en el gran teatro del Liceo, en Barcelona, durante la representación de la ópera Guillermo Tell. La gente,vestida de frac, huye atropellándose; una mujer muy escotada, con un collar de perlas al cuello y en la mano un abanico de plumas, con la cara desencajada y los ojos cerrados como si estuviese durmiendo, tiene apoyarla la cabeza en el hombro de un caballero, que está con la cabeza colgando del respaldo de la butaca y la pechera de la camisa llena de sangre; ella tiene las piernas arrancadas y el vuelo de la falda y las enaguas chorrean sangre. En el suelo se ven colas de trajes blancos, arrancadas por las pisadas, y montones de zapatos, abanicos y chales, y muchos muertos de bruces; en las paredes del teatro hay estampadas huellas sangrientas de manos abiertas y sesos estrellados; ancianos calvos muertos, con los brazos en cruz y toda la ropa destrozada por la explosión, después de haber sido lanzados al aire. Estas figuras tienen grandes churretes de cola por la ropa; y los zapatos están de una manera grosera pegados. Algunas de ellas, por el calor, tienen despegados los brazos y las manos, y la cera se ha derretido en las orejas y parece que están llenas de miel; pero todas vestidas con gran lujo de alhajas y sedas.

En esta otra vitrina que tengo el honor de presentar a ustedes —dice el dueño de las figuras— está Juana Weber, la secuestradora de niños. Nos acercamos al cristal y vemos a una mujer ya de edad, con la carne fofa y muy blanca, vestida de negro, con los ojos bajos y la cara de gato, con algo de bigote rubio. En la guarida de este ogro encontró el Juzgado un saco lleno de costillas y tibias de niño, y los médicos forenses analizaron unos frascos con sangre y grasas de los niños, q ue vendía como medicamentos a los curanderos y echadoras de cartas. En una guardilla aparecieron unos niños desnudos aún con vida, con las piernas y el pecho como esqueletos, que la infame secuestradora les daba de comer carnes en estado de descomposición y salchichón con gusanos.

Las figuras mecánicas
POTOLOSCHY Y SU SORY

Tiene este clown una melena en punta de pelo rojizo, una gola al cuello y un traje muy lujoso de raso negro; la figura está cortada por la cintura y es de tamaño natural; sus ojos de cristal, pintados de rojo alrededor para que resulten más grandes; se abren y se cierran los párpados, haciendo guiños a un ratón que tiene en la mano, cogido por la cola; se le escapa y se le mete por el pecho por un misterioso agujero. El clown pone una cara muy afligida y mueve la cabeza, haciendo visajes y abriendo mucho la boca; saca de ella tirando de la cola al ratón; abre mucho los ojos; entonces, y con aire de satisfacción, se ríe y mueve los labios, pintados de bermellón, como si hablase.

Los clowns malabaristas

El fondo del armario es de espejos, que le sirven de marco anchas almohadillas de seda roja, y el suelo, de alfombra. Dos clowns cogidos del brazo vienen andando y se adelantan por unos railes al abrirse de golpe las puertas de su caja. Uno está vestido de negro; una gola roja recorta su cuello, donde destaca su cabeza pintada de blanco y los labios y arrugas de la frente de azul y encarnado; en el pecho tiene una gran estrella bordada con hilos de oro, y lentejuelas por todo el cuerpo. El otro clown viste malla de rosa y corpiño de raso blanco; el pelo, en tirante tupé, es de un rojo de fuego y la otra mitad negro; se agarran la punta del pie y empiezan a bailar. De la caja sale una música de órgano, y un palo que sostiene un plato que da vueltas se inclina sobre la frente de uno y pasa a la del otro.

Estas figuras aparecen triplicadas al reflejarse en el fondo de los espejos, y sus esbeltas piernas siempre están en alto.

Las demás figuras de cera

En un pasillo más sombrío vemos las últimas vitrinas. En una dice un letrero: Reproducción en cera de Julia Pastrana; nació en Méjico y murió en 1860, después de dar a luz un niño en Moscú. Los cuerpos de madre y hijo fueron embalsamados y se conservan juntos en el Museo de Prauscher; los colmillos y dientes de Pastrana han sido robados.

Vemos una figura algo despatarrada de una mujer enana, con cara de mono y con una larga barba; los brazos están llenos de pelo, lo mismo que la cara; tiene un traje de falda corta de una riqueza oriental, rojo escarlata, lleno de bordados, y su pelo sucio y caído, están llenos de brillantes, y el gran collar de perlas gruesas que lleva al cuello, del que cuelga una cruz, y unas botas de hule bordadas con los mismos adornos que la falda.

En la vitrina de al lado están los suplicios de los revolucionarios chinos. Una fila de chinos tenían la cabeza metida en tablas muy pesadas que les dejaban sin movimiento y poco a poco se iban aplastando contra el suelo.

Otros estaban en cruz, atados con cadenas que se les iban metiendo en sus carnes. Otros estaban con las manos atadas, y en un tajo el verdugo, con un sable muy afilado y pesado, cortaba las cabezas de varios golpes, hasta desprenderlas del tronco. A otro chino muy delgado le llevaban al suplicio por las calles. En un campo le ataron a dos estacas muy grandes clavadas en el suelo que le servían de cruz; el verdugo le estaba cortando las piernas con un cuchillo.

Los espectadores que contemplaban la ejecución estaban tan tranquilos como si no tuviera importancia.

Otro verdugo se subía a los palos, y en un momento le dejaba cortados dos grandes trozos de carne de ambos pechos; el reo contraía los brazos, y rechinándole todos los dientes hacía mover los maderos con el impulso de sus nervios. Se prolongaba mucho este suplicio, y con los ojos vueltos al cielo se iba desangrando hasta morir.

El dueño de las figuras, dice: «Señores, aquí verán todos los grandes criminales, los presidentes y reyes asesinados; pero ahora les voy a presentar a mi mujer, que está encerrada en esta vitrina, pero ésta no es de cera, aunque se lo han creído, dada su inmovilidad. Esta es de carne y hueso, duerme, come y habla».

En un almohadón rojo de terciopelo coloca el tronco de una mujer que no tiene piernas. La mujer abre su abanico, con una gran cinta, de la que cae un borlón, se da aire y contesta a varias preguntas que la hace su marido; es una francesa de cuarenta años, fea, pero muy bien peinada y vestida, que habla con una voz afónica y antipática y que a mí me da una impresión de macho, de coger una bandera, ponerse una banda de general y un bolsón a la cintura para pedir dinero y hablar de su patriotismo militar.

Al salir de este Museo, junto a un corral que hay detrás del circo, vemos patas de caballo y de asnos con sus cascos y herraduras y alguna cabeza de estas caballerías, cuyos despojos han servido para mantener a los leones del circo. A la terminación de estas barracas el paseo quedaba un poco más recogido, con menos luz; aquí había unas grandes filas de sillas, donde la gente se sentaba para escuchar la banda municipal o al orfeón, que desde un quiosco tocaba escogidas piezas; había también un café al aire libre, donde se despachaba refrescos, cafés y helados; un poco más arriba estaban los Tíos vivos, más o menos lujosos, y a la terminación del paseo las churrerías, apestando a humo y aceite; aquí venía la gente del bronce, que estaba http://www.lectulandia.com – Página 32 hasta las altas horas de la mañana bebiendo copas y tomando churros; dentro de estas barracas, que parecían tiendas de campaña, se veía la suciedad y los colchones de los que dormían en ellas; a veces había pendencias y riñas. En los campos de enfrente había bailes de «agarrao» y tiro al blanco, en los que se hacían apuestas.

En los días de corridas de toros la gente se aglomeraba en los andenes para ver la salida: primero desfilaban las carretas con los toros muertos, ya vaciados y moviendo su cuerpo, cubierto de sangre, al traqueteo del carro; luego los picadores, con el mono sabio detrás; algunos de estos caballos parecían como lavados y con heridas sangrando; eran las curas que les habían hecho, servían para la corrida siguiente. Luego venían, en coches de sus admiradores, los matadores de moda, Reverte, Montes y el Algabeño; luego, en coches descubiertos, vestidas de manola y con claveles en la cabeza y las mantillas de encajes, las muchachas de Santander eran caras conocidas, se discutía quién era la más guapa y si llevaba bien puesta la mantilla.

Luego la gente entraba en el circo, subía a los columpios o jugaba a las rifas, y los que estaban más cansados entraban a refrescar en la fábrica de cervezas de la Cruz Blanca; este establecimiento, que estaba desierto en invierno ahora se llenaba de gente.

En los días de corrida el espectáculo era más brutal: los que volvían a pie venían cantando, con las botas de vino ya vacías y las cestas de la merienda, con banderillas en las manos, arrancadas por su mano del toro al tirarse al redondel al terminar la corrida, y los más borrachos vomitaban donde podían, y los pendencieros se metían con algún tranquilo transeúnte y alguna pobre mujer embarazada, a la que daban un susto.


EL SAGRADO CORAZÓN

ESTA fiesta se celebra el 30 de mayo en Santander, con gran solemnidad; unos días antes de efectuarse reciben casi todos los vecinos unas circulares o recordatorios para su puntual asistencia, que se cuelguen en los balcones colgaduras, y los que tengan jardines o huertos manden la mayor cantidad de flores disponibles; por eso cuando llega ese día todas las medidas están tomadas: en los balcones lucen iluminaciones y cromos de los Sagrados Corazones de Jesús y María, y la fiesta resulta siempre muy brillante. En la iglesia que tienen los jesuítas en la calle de la Compañía empieza desde las cuatro de la mañana la Comunión general; apenas amanece y todavía están los faroles encendidos, en esa hora en que sólo vemos pasar algún marinero con sus recias botas, resonando por la calle, o algún jugador impenitente con los ojos hundidos y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, o algún borracho terco que se empeña en hacer equilibrios y que al final da con sus huesos en tierra, amenazando de muerte a los que cruzan a su lado, vemos pasar las devotas: son señoras que vienen del muelle, del río de la Pila, de la calle de San Francisco; procuran apartarse del que cruza a su lado, llevan mantilla negra y en sus manos enguantadas el devocionario y el rosario; detrás de alguna va la criada llevando debajo del brazo una silla plegable para que la señora se siente.

Luego suben una amplia escalera; en una plataforma se destaca sobre la blanca fachada y sobre su luz azulada, pues empieza amanecer, una enorme escultura del Sagrado Corazón, hecha en yeso; está colocada sobre una gran bola dorada que representa el mundo, con los brazos extendidos en actitud de predicar. La cabeza está erguida y con una raya en el centro, y el pelo le cae sobre las espaldas en melenas rizadas, y una barba también rizada y en punta. En un costado tiene una ancha herida y sobre ella un rojo corazón con rayas doradas; después sigue una escalera, y a la terminación encontramos la entrada de la iglesia; en cuyo portal hay unos pobres muy modestos y pulcros, son unos pobres educados, no molestan ni dan chillidos, sólo extienden la mano demandando una limosna. La iglesia es grande, de mucha altura, imitando el estilo gótico; pero quitándole toda su parte severa y grandiosa, aquí no hay piedra ni pátina obscura y venerable de los siglos; es ladrillo recubierto de yeso, todo muy blanco y limpio y los sillares se imitan con líneas negras pintadas. Están suprimidos los cuadros, esos cuadros negros y tristes de las iglesias; aquí sólo hay algunos frescos con colores muy brillantes pintados por algún padre jesuíta o algún joven precoz muy comedido, muy académico y protegido de alguna ilustre dama.

En cambio el órgano es soberbio, es la última palabra de la música: tiene muchas voces, imita la voz humana, la flauta y el oboe: es un órgano melifluo para ser tocado por un jesuíta con acompañamiento de violines y de jóvenes congregantes.

En los altares las imágenes son muy sencillas, son santos de yeso, santos de bazar llenos de purpurina y recargados de encajes: en uno principal está el del fundador de la Compañía, San Ignacio de Loyola; va vestido de negro; en una mano, pequeña y regordeta, tiene un bonete de forma anticuada; en su enorme calva brillan las luces de las velas y tiene una barbita rubia y recortada; su aspecto es algo repugnante, parece un redomado hipócrita. En este momento no deja de sonar la puerta, son nuevas devotas que entran; algunas se arrodillan ante un altar de su devoción y luego se acercan a los confesonarios; desde donde estoy se oye un cuchicheo de voces femeniles; una voz más gruesa y nasal las interrumpe de pronto, es el confesor que hace alguna indiscreta pregunta.

Estos altares de madera tienen forma gótica, son muy coquetones y en todos ellos hay una chapa esmaltada con el nombre del padre a que pertenece: Padre Lasaleta, padre Oramendi, padre Antón. En el centro de la iglesia hay unos bancos grandes divididos en dos series; en los primeros se sientan las mujeres, muchas de pueblo, algunas que van a confesar; detrás se sientan los hombres; éstos están menos concurridos, pero hay bastantes congregantes; se distinguen porque llevan colgado del cuello una cinta azul y blanca con una medalla de plata. Son los luises.

A las diez empieza una misa solemne, una misa a gran orquesta; en el altar mayor, entre cientos de luces, brilla el Santísimo Sacramento, expuesto en su custodia de plata sobredorada. La gente, que ha comulgado y oído esta interminable misa, empieza a retirarse; es necesario comer, cambiar de traje y prepararse para la procesión de la tarde.

La procesión

Empieza a la seis de la tarde y se organiza con el mayor orden en la iglesia de los jesuítas. Nosotros preferimos verla desde alguna bocacalle inmediata a la iglesia de los jesuítas. Todos los balcones están llenos de gente, desde donde esperan verla pasar. Están muy adornados con colgaduras, y algunos con arcos de flores y farolillos japoneses; pero donde se ha hecho un verdadero derroche, sobre todo, es en el muelle, donde vive la gente burguesa y comerciantes ricos.

Primero aparecen unos cuantos estandartes y pendones, detrás de los cuales caminan los cofrades y luises de arabos sexos; todos llevan del cuello medallas de plata, sujetas con unas anchas cintas de colores y en las manos velas encendidas; algunas las llevan rizadas, muy caprichosas, y que parecen banderillas; otras las llevan rodeadas de un papel que sirve de palomilla para no quemarse la punta de los dedos; van cantando un himno al Sagrado Corazón, y un jesuíta, alto y desgarbado, dirige la parte musical con aire autoritario. De vez en cuando desafinan mucho y sueltan gallos. El jesuíta los para en los momentos oportunos para que no alteren el orden de la procesión.

Las cintas de los estandartes las suelen llevar los luises más distinguidos; van todos muy acicalados y planchados; llevan guantes blancos de cabritilla. El que lleva el estandarte suele ser de mayor estatura, y lo sujeta en una especie de banderola que cruza sus hombros al estilo militar.

Detrás viene una imagen de la Purísima, de cartón piedra, vestida de azul y blanco y cubierta materialmente la peana de flores naturales; ésta la llevan en hombros los cofrades jóvenes y fuertes del Sagrado Corazón; de la peana parten una porción de cintas blancas, que tienen de la mano unas niñas muy pequeñas con trajes blancos y medias de color rosa, vestidas de angelito; de sus cuellos penden unos pequeños cestos llenos de flores; en sus espaldas, unas alas de papel dorado. Detrás van otras de más edad, que han hecho la primera Comunión y que llevan velas rizadas y encendidas en la mano; todas van vestidas de blanco, con velo de gasa y corona de azahar, parecen pequeñas novias; algunas, con el trajín del día y de tanto madrugar, van muy descoloridas; parecen muertas o figuras de cera. Después vienen las personas serias y mayores: el obispo, ya viejo y achacoso, anda muy despacio, viste de seda morada; en la mano, enguantada, fulgura una sortija de amatista rodeada de brillantes, y lleva una pequeña vela apagada. A su lado, el gobernador civil, con frac y bastón de borlas, y el militar, vistiendo el uniforme de general.

Caminan a su lado los canónigos, con sus vistosos trajes y mucetas, y una porción de curas, con sobrepellices. Detrás vienen los concejales y catedráticos; éstos con sus fajines y aquéllos con un cordón al cuello, del que pende una medalla.

Después vienen las hijas de María, entre las cuales hay muchas señoras de edad; casi todas van vestidas de negro; algunas son muy achacosas y tranquean al andar; otras son sumamente gruesas; vienen casi todas cantando, pero lo hacen con dificultad y trabucan la letra.

Finalmente, sobre una especie de navío, aparece el Sagrado Corazón de Jesús; es también una estatua de cartón pintada de blanco y purpurina, las manos extendidas y un gran corazón chorreando sangre en el centro del pecho; le rodean muchos curas y congregantes, y a su paso, desde los balcones, cae una verdadera lluvia de flores y papelitos con inscripciones.

Reinaré en España
y con más veneración
que en otras partes.

Daré a los sacerdotes
la gracia de mover
los corazones.

Las almas tibias
se harán fervorosas, etc…

Otros llevan en colores el signo de la cruz con un corazón en el centro y una leyenda en la parte superior de la cruz, que dice:

IN HOC SIGNO VINCES

Cierra la comitiva la banda municipal, tocando, y un piquete de la Guardia civil, que separa a la gente que se aglomera a su paso.

Durante todo el trayecto de la procesión hay un grueso cordón de gente que admira a las imágenes y saluda a las personas conocidas que van de congregantes en la procesión. Algunas suelen ser accidentadas, y hasta suele haber carreras; en una de las últimas, unos marineros holandeses presenciaban la procesión sin descubrirse al paso de la virgen; esto produjo tal indignación en un padre carmelita, que se abalanzó sobre uno de ellos, le pisoteó el sombrero y le dio tan fuerte bofetada, que le descoyuntó una mandíbula, haciéndole guardar unos días cama. Los marineros hicieron una enérgica reclamación ante el cónsul de su país; y se les dio una satisfacción. Por fortuna, estos sucesos desagradables ocurren de tarde en tarde.

(Continuará…)

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