José Gutiérrez Solana

Autorretrato
PRÓLOGO DE UN MUERTO
O, lector, tenía anunciado hace seis años, pero en proyecto más de quince, escribir un libro llamado LA ESPAÑA NEGRA; tenía ya empezados los primeros artículos, por los que tuve que emprender muchos viajes y no pocos sacrificios y molestias, y más tarde, a fuerza de trabajo, pues todo cuesta trabajo, casi terminado el libro, me encontré con el rabo por desollar: me faltaba lo principal, me faltaba el prólogo. ¿Sería incapaz de hacerlo? ¿Tendría que recurrir a otro?
Esto me tenía atrozmente preocupado, pues yo, desde chico, había oído decir que sólo los dementes y los niños están incapacitados, y la sola cosa de ir a casa de Esquerdo o ponerme la chichonera de una criatura en la cabeza a mi edad, agriaba mi carácter, me ponía fuera de sí. Además oía continuamente una voz escalofriante, una voz que me producía calambres y que me repetía a todas horas: tú no verás publicado tu libro; si lo llevas a un editor, te lo rechazará; tienes que tener en cuenta que todos los editores y libreros son muy brutos, y que la mayoría, antes de serlo, han sido prestamistas o mulas de varas, y si lo llegaras a dar a la estampa por tu cuenta, no dejaría de ser un atentado a la Academia de la Lengua; esto no te debe preocupar, porque todos los académicos no son más que idiotas, mal intencionados.
Pero te veo muy mal; tu salud está muy resentida; cada día bebes más vino, más cerveza, más alcoholes y fumas más, y el día menos pensado haces crac, como una bota vieja; en fin, tú verás; lo mejor que puedes hacer es acostarte temprano y cuidarte.
Estas fatídicas palabras parece que se han cumplido. Yo me he muerto, lector, creo que me he muerto; este libro quedará sin prólogo.
Aquel maldito dolor de cabeza, aquel resonar de huesos, aquella distensión de los tendones que parecía arrancar la carne, tenía que terminar en tragedia, y así ha sucedido.
¿Era yo el que estaba metido en un ataúd muy estrecho, con unos galones amarillos y unas asas y cerraduras que tenían puestas las llaves pintadas de negro como los baúles del Rastro, y la tapa que iba a encerrarme para siempre, arrimada a la pared, con una larga cruz amarilla y con mis iniciales J. G.-S. en tachuelas tiradas a cordel, y una ventana encima de estas letras con un cristal?
Así ha sucedido; soy yo el que me veo entre cuatro velas, que proyectan fantásticas sombras en la habitación y que es lo único que me distrae en esta soledad; tengo los brazos rígidos a lo largo del cuerpo; en las mangas se me han hecho algunas cortaduras, lo mismo que en el pantalón, por las que asoma el blanco de la camisa y el calzoncillo. Un pañuelo negro, que seguramente subió la portera, oprime fuertemente mi mandíbula y deja marcada una raya en el pelo, que tengo algo crecido, seguramente lo puso para que no se desarticulara mi mandíbula y no me desfigurara; para mí es un tormento; varias veces he intentado chillar, abrir la boca; pero este pañuelo parece de hierro, me oprime con tal fuerza que me impide hacer el menor movimiento; la lengua la tengo seca, como de papel, y siento las venas de mis sienes hacer tic tac al compás de un viejo reloj de caja alta que tiene un ventano tapado con un cuero por el que se asomaba a cantar un gallo al dar las horas; su péndulo daba de vez en cuando en los costados de la caja con un ruido seco parecido a los huesos de una calavera muy pesada. Los ojos los tengo cerrados, pero veo tan claramente la habitación como cuando tenía vida. Los balcones están abiertos de par en par y corridas las persianas; de vez en cuando llega distante hasta mí el ruido de las ruedas de algún carro o el taconeo de algún transeúnte sobre las losas. Lo que más me inquietaba y me producía verdadero horror es el no oir pasos en toda la casa; parecía ésta desierta, nadie me velaba, se habían olvidado de mí; una mosca se posó en mi mano y la recorrió durante un largo tiempo; yo la notaba, pero ella hacía su recorrido sin la menor preocupación sobre una cosa inerte como una mesa, un trapo; sentía muy cerca el olor de los cirios, que chisporroteaban y que con el viento que entraba por los balcones daban siniestros bandazos a lo largo de las paredes, y creía adivinar a través de los cristales de una larga vitrina pintada de negro, cuyos estantes estaban llenos de figuras góticas de maravillosos policromados, la sonrisa burlona y casi humana de una virgen primitiva a la que yo tenía gran cariño, con la cara muy brillante y blanca como un «clonws»; era la única nota optimista entre tanta tristeza; corría la cera y caía en gruesas gotas sobre la alfombra con un ruido seco y desagradable; de pronto el viento hizo que rodara un candelabro hasta mi caja; sentí el terrible pánico de ser quemado, quise gritar, pedir socorro, pero fué en vano; ni un grito salió de mi garganta; quise mover mis brazos, pero fué inútil, estaban rígidos; hice un supremo esfuerzo por incorporarme, pero no pude conseguir ni moverme una línea; la luz fué disminuyendo por momentos; sólo veía pequeñas lucecitas por el techo parecidas a estrellas; luego nada, estaba muerto…
Una brusca sacudida dada a mi ataúd debió despertarme; luego un hombre, grotesco como un enano, me cogió del cuello de la americana, me sacó de la caja, y quitándome el maldito pañuelo me hizo poner de pie como un muñeco. ¿Dónde están los baúles, que llevo dos horas esperándote a la puerta con el carro? Estás borracho, eres tonto. ¿No decías que te llamase temprano?
Este enano había coincidido con la hora de mi entierro, cuando estaba el coche fúnebre a la puerta de mi casa y todo el acompañamiento esperándome para llevarme a enterrar en el cementerio de hombres ilustres. Al entrar tiró a un cura de bruces en la habitación, que venía a echarme el responso; atropello a los viejos del asilo, que estaban en el portal con sendos cirios en las manos, y discutía a grandes voces con un hombre que tenía nariz de porra y el sombrero calado hasta las orejas, el dueño de la funeraria, que con cuatro criados, vestidos con delantales negros hasta los pies, se empeñaban en meterme dentro del ataúd y echar la llave a la cerradura; el dueño daba órdenes para que me bajasen al coche de muerto; que si yo no estaba contento con aquel ataúd irían a por otro mejor; pero que me tenían que llevar al cementerio, pues ellos no querían quedar en ridículo. Pero mi hombre me zarandeó de lo lindo, y gracias a esto recobré el conocimiento y evitó el triste fin de que fuera enterrado vivo.
Poco después sentía que me quitaban las botas, y que entre él y mi criada me metían en la cama, con una botella de agua caliente a los pies; me pusieron sanguijuelas y me tomé algunas medicinas que él mismo preparó.
Yo no sé el tiempo que estuve durmiendo. A la mañana siguiente me encontré con el traje y las botas llenas de polvo; me puse a cepillarlos como sacudiendo el polvo del cementerio; mi baúl, con cantoneras y mis iniciales en tachuelas doradas, estaba sin hacer.
Me volví a acostar, y cuando me disponía a dormir, una cortina se levantó y entró un hombre muy bajito sin dar los buenos días, con cara de besugo, todo boca y orejas, y dijo: «¡Levántate, hombre, y anda! ¡Yo esperando abajo con el burro y tú sin levantarte y como un muerto en la cama! Haz la maleta, que vas a perder el tren como ayer.» Me tiró de las piernas y me hizo salir de la cama y ponerme de pie, y sin darme casi tiempo para arreglar mis cosas, me encontré en el portal, luego en la estación, y un poco más tarde estaba perfectamente acondicionado en un vagón de tercera; sonó el pito del jefe de la estación, se cerraron las últimas portezuelas de los coches y el tren emprendió su marcha camino de Santander. Yo, desde la ventanilla, un poco conmovido, mandé un último saludo a este pequeño hombre, a quien tan agradecido tenía que estar.
SANTANDER
Ha progresado mucho. Hoy está haciendo un magnífico edificio de Correos, un Banco de España, un flamante teatro. El antiguo se quemó; era un venerable teatro, en el que cantó Tamberlik. Sus paredes, hoy arregladas, sirven para almacén. Ha hecho también un gran hotel a la moderna, con todos los adelantos, y una gran avenida con el nombre de una ilustre dama, y un palacio, estilo inglés, en la península de la Magdalena, que ha regalado a los reyes. Ha cubierto de tierra el muelle, formando un bulevar bordeado de plátanos. Ha derribado el antiguo Casino del Sardinero para construir uno más grande y más blanco, en el que unos señores, vestidos con chaquetas encarnadas y pantalones cortos, salen a tocar a la terraza.
Hay también un real tennis en la Magdalena, con premios; un real Tiro de Pichón, con premios también, donde se fusila impunemente a estas aves, mientras las damas, vestidas con trajes ligeros y vaporosos, toman el té, y unas reales carreras con muchos más premios. Pero nosotros sentimos más admiración por el viejo Santander de hace algunos años. Todavía no estaba hecha la estación del ferrocarril de Bilbao; lo que son hoy los jardinillos del muelle era entonces agua; los barcos anclaban hasta muy cerca de las casas del muelle, y en lo que hoy son paseos y hay estatuas y fuentes, veíamos en seco y varados, cuando la marea era baja, los pataches, traineras y algunos barcos de vapor. A lo lejos, alguno de alto bordo, que hacia el viaje a la Habana, a la Argentina, a Veracruz, aquellos barcos en que ponían sus ojos los que les parecía la Montaña pequeña, los que querían medrar.
La orilla del muelle la constituía una hermosa calle de fincas altas y macizas, todas patinadas por la humedad y la lluvia, algunas venerables por su antigüedad, como la del Gobierno civil y la que hoy sirve de albergue al Banco de España; pero entre todas se destacaba la que mandó construir mi tío D. Antonino, llamado el Pasiego, a su regreso de Méjico; es una enorme y cuadrada casa de piedra sillería, desde los cimientos al tejado; en la azotea tenía un juego de bolos, que hubo que suprimir por temor a que alguna bola perdida fuera a caer sobre la cabeza de algún transeunte.
Estas viejas casas del muelle tenían unas hermosas vistas: por un lado la bahía en toda su extensión, y por la parte posterior la plaza de la Libertad, en cuyo centro había un quiosco de música, que no tardará en ser sustituido por la estatua de los héroes de la libertad, Daoiz y Velarde, que ya desmontada de la plaza del Pescado espera su colocación. Aquí tocaba la banda municipal y cantaba el Orfeón Montañés trozos escogidos de los valses de Baudofil, sobre las olas, los aires montañeses, trozos de ópera y zarzuela ya en desuso; en fin, toda esa música que ha oído una generación de santanderinos durante las mañanas y tardes de los días de fiesta y en las noches de verano y de ferias. Las plantas bajas de las casas del muelle las constituían en su mayoría oficinas de comerciantes que habían hecho el dinero céntimo a céntimo y pulso a pulso, o comercios más o menos ricos; en éstos se podía tomar el pasaje para la Habana, Veracruz, Buenos Aires, y los marineros podían adquirir redes, aparejos, trajes de hule, anzuelos y toda clase de menesteres para la pesca.
También había antiguas tiendas de comestibles, en donde se hablaba inglés y en las que se vendía la dura galleta para los barcos, pues entonces no había los refinamientos de hacer pan en ellos. Entre éstas se distinguía la de Charles.
En algunas de estas oficinas se sentaban por la tarde los señores graves con grandes levitones, hablando de política, de las oscilaciones de la Bolsa y de la entrada y salida de los barcos mercantes. La mayoría eran ingleses, que venían de Glasgow, Liverpool, Newcastle y Cardiff. Los capitanes de estos barcos tenían la cara roja y el cuello curtido por el mar; mascaban unas pastillas de un tabaco prensado muy duro y negro; era gente de mucha sangre fría y valor, que a veces se hacían a la mar en plena tormenta por haber dado su palabra de que en tal fecha se hallaría en el punto de su destino. Por la noche salían a pasear por el muelle y a beber copas de aguardiente en los cafés. Los marineros cambiaban el tabaco inglés de pipa por el de cajetillas españolas, por gustarles mucho; eran de una generosidad tan grande, que al pisar tierra gastaban todos sus ahorros y daban muchas propinas; alguna vez ocurría un suceso trágico; uno de estos marineros, que se había perdido de sus compañeros y estaba borracho, iba dando traspiés por los muelles a altas horas de la noche, cuando estaban apagados los faroles, y andando a tientas buscando su lancha para ir a su barco, dándose una costalada se caía al agua y se ahogaba. En las plantas bajas de las casas del muelle había antiguos cafés: El Ancora, El Suizo, donde había reuniones de comerciantes y militares y se jugaba desaforadamente al chamelo y metían un gran ruido con las fichas, como si quisieran romper el mármol de las mesas. En estos cafés parecía prohibida la entrada a las señoras, pues no se veía más que, como cosa exótica, alguna extranjera o forastera.
Las señoras tenían su reunión en sus casas, tomaban chocolate elaborado en los conventos y hecho por las monjas a toda confianza, y luego se iban a rezar el rosario y a oir el sermón a la Catedral, a San Francisco, al convento del Prado de Viñas otras optaban por la iglesia de los padres jesuítas; en ésta cada padre tenía un confesonario con su nombre para que pudieran elegir.
Hoy el muelle se ha convertido en un hermoso paseo, sus andenes se han ensanchado, tomando terreno al mar a su derecha; se ha construido un espacioso jardín, en el que hay un templete de música muy sólido, pues el antiguo se lo llevó el viento Sur, y en que está también la estatua de Pereda. Por la noche este paseo toma un aspecto fantástico, se iluminan los farolas de sus andenes y sentados desde cómodas sillas o en bancos, y al son de la música, vemos desfilar por ellos todas las muchachas de Santander, entre ellas algunas verdaderamente guapas, y las modistillas, muy dicharacheras y compuestas. Durante la estancia de los reyes, el Giralda o algún barco de guerra lanza sobre las fachadas de las casas, a lo lejos del Sardinero o sobre las montañas colindantes, los potentes rayos de sus reflectores, que la iluminan con una fuerte línea de luz y que al cesar parece quedar todo más obscuro, como la pantalla de un cinematógrafo que se fuera apagando. Por el bulevar suben tranvías eléctricos, que van al Sardinero y al paseo de Menéndez y Pelayo. Éste es uno de los más importantes de Santander, arranca desde el sanatorio del doctor Madrazo y termina en Miranda, desde donde se divisa una hermosa vista: el mar en toda su extensión, hasta perderse a lo lejos, en el que se ven unas lanchas de pesca y hay un barco que parece como de juguete y que va dejando a lo lejos una estela de humo. También hay aquí un banco de piedra en forma de herradura, donde se sientan los viejos con las calladas entre las piernas.
El paseo de la Concepción arranca un poco en cuesta; a su derecha e izquierda está lleno de simpáticos hotelitos; en sus andenes, de trecho en trecho, hay álamos y está asfaltado en toda su extensión.
En una de estas casas pasé parte de mi infancia; este paseo estaba entonces poco poblado y todavía existía la antigua Plaza de Toros, que no tardó en ser derribada para llevarla a sitio más lejano. Desde los balcones de mi casa se veía una vista admirable: la terminación del muelle y la gran explanada de Puerto Chico; se veían entrar y salir los barcos y el ruido de las sirenas llegaba claro y quejumbroso, como si lo tuviera uno al lado. Se veía la enorme animación de Puerto Chico; las mujeres, con las piernas desnudas, abrumadas por el enorme peso de los capachos llenos de plateadas sardinas, por cuyas rendijas iba escurriendo todavía agua y escamas que se les pegaban en el pelo; otras iban cargadas con bonitos azulados y con reflejos metálicos, con las agallas todavía chorreando sangre, enormes y panzudos. Luego cruzaban marineros con trajes pintorescos, las boinas, sus vestiduras de hule y sus enormes botas con suela de madera, que metían mucho ruido en el empedrado, llevando a cuestas las redes llenas de plomos y corchos y los remos de las traineras.
Al mediodía veía, desde las ventanas de casa, en el mar, grandes explanadas de arena, donde estaban las barcas tumbadas con las velas puestas a secar al sol, que arrancaba miles de puntos al agua, tan brillantes, que cegaban la vista; hombres y mujeres, con los pantalones y las faldas arremangados, cogían vericuetos y demás mariscos; cuando subía la marea se daban mucha prisa en entrar a sus botes; éstos empezaban a cabecear, y al poco tiempo estaban a flote.
Después de cenar me asomaba a la ventana: era una cosa fantástica el cielo, cómo ocultaban a la luna los nubarrones y cómo corría ella hasta verse en medio del cielo; entonces el mar relucía como un espejo y los barcos se veían negros y recortados. En las noches en que el cielo estaba muy obscuro se veían parpadear a lo lejos las luces de los barcos, y ya un poco avanzada la hora se oían voces varoniles y robustas que despertaban a los marineros para ir a la pesca; otras, una voz chillona de una mujer, que se prolongaba con un aire de angustia y que acababa por indignarse por la tardanza de su marido para bajar; luego resonaban los pasos de unas fuertes botas y las discusiones y blasfemias de un malhumorado a quien habían sorprendido en pleno sueño.
Luego volvía a oirse la voz prolongada de una mujer y la de un chico que llamaba por otro barrio, y los ladridos de algún perro, esos perros pequeños y sucios, de lanas amarillentas, con los ojos colorados como un tomate y sin pestañas, que estornudan mucho y tosen bronco, que huelen a pescado y que llevan en todos los barcos de pesca, amigos de los grumetes y fieles compañeros de los marineros.
Por algún balcón que se abría se veía una mujer en paños menores y el correr de una vela que proyectaba sombras alargadas en las paredes de las casas vecinas. Luego la luz de las ventanas se iba apagando, se hacía el silencio, que de pronto era turbado por el ruido ronco y estentóreo de una sirena, que luego se hacía más agudo y penetrante, como el de una voz sobrehumana que clamase y pidiese auxilio.
A la caída de la tarde, Puerto Chico presentaba una gran animación; era la hora en que las traineras traían el pescado, y la gente conocida de la ciudad, que volvía del paseo para ir a rezar el rosario a la iglesia de Santa Lucía, se entretenía, para hacer tiempo, viendo llegar a las barcas. Las mujeres de los pescadores se metían las faldas entre las piernas, bajaban con los pies descalzos unas escalerillas de piedra, y con un cuchillo abrían las entrañas a los pescados, y metiéndoles las manos tiraban las tripas al mar; al concluir la limpieza quedaba un gran trozo de agua al lado de las barcas teñido de sangre. Las campanas de la Almotacenia repicaban sin cesar; aquí se pesaban en grandes básculas los bonitos y los capachos de sardinas; muchas veces había discusiones y peleas; dos pejinas se pegaban con saña y ferocidad, se arrancaban el pelo y concluían por arañarse la cara. Estos insultos y discusiones interminables los oía con frecuencia. Enfrente de la huerta de mi casa estaba el barrio de Tetuán; a los hombres se les oía poco, pues dormían o estaban en la taberna; pero las mujeres no había día que no riñeran y discutieran con una riqueza de palabras que para sí la quisiera la Academia de la Lengua.
El día de los Santos Mártires, que eran los patronos de Santander, San Emeterio y San Celedonio, era de gala para todo el pueblo; pero preferentemente para los que vivíamos en el paseo de la Concepción, por estar al lado de Miranda, que era donde se celebraba la fiesta con toda alegría y animación. Por la mañana había gran misa cantada en la Catedral, en la que oficiaba el obispo; dentro de la iglesia se hacía una pequeña procesión, llevando en una bandeja los relicarios de plata en que estaban encerradas las verdaderas cabezas de los santos Emeterio y Celedonio, que llegaron a Santander en un barco de piedra de no se sabe de qué lejanas tierras, pues esto todavía no se ha podido aclarar.
Asistían a esta procesión el gobernador civil y el militar; el alcalde y todo el Concejo en masa, con frac y levitas algo pasadas de moda y unas chisteras enormes. Llevaban por encima del chaleco los fajines de concejal, con las armas de Santander bordadas en seda. Detrás iban, muy graves y tiesos, los maceros, con sus dalmáticas de terciopelo rojo, las armas del Ayuntamiento bordadas en el pecho, sus pelucas blancas y amarillentas y unos bonetes llenos de plumas; las piernas muy delgadas y torcidas, con grandes arrugas en las medias, pues generalmente todos eran viejos, y en las manos, con guantes blancos, unas grandes y pesadas mazas de plata.
Toda esta vestimenta les daba un cierto aire porteril y pendejo de modelo de un cuadro de historia.
Los catedráticos llevaban colgado del cuello un cordón con una medalla. Daban una vuelta muy despacio alrededor de la iglesia el obispo con unos curas que llevaban en unas andas el brazo de San Germán, que era una canilla encerrada en un frasco de plata y cristal, y las cabezas de los santos bajo palio, y otros curas que echaban alrededor grandes nubes de oloroso incienso. Detrás todo el elemento civil y los catedráticos. Y la iglesia llena de bote en bote.
Mientras tanto, las campanas de la Catedral repicaban alegremente y estallaban bombas y cohetes. Los balcones de todas las casas estaban adornados con colgaduras, con la bandera española o colchas de la cama, y en ellos asomada mucha gente. Todos los sitios inmediatos a la Catedral, así como el antiguo puente de Atarazanas, estaban llenos de animación; pero la fiesta de los Mártires, donde presentaba un aspecto más pintoresco y alegre, era a la terminación del paseo de la Concepción en Miranda.
Era ésta una pequeña capilla rodeada de un campo, desde el que se veía el mar. Desde por la mañana temprano llegaban mujeres y viejas desde Cueto, Peña Castillo y Santander con capachos llenos de manzanas, peras, ciruelas, higos, avellanas, nueces… y se instalaban enfrente de la ermita para vender su mercancía. Luego, a las primeras horas de la tarde, empezaba un baile muy concurrido de romeros a lo alto, a lo bajo y a lo ligero, acompañado por el tamboril y el pandero; y muchas devotas, poniéndose la falda por encima de la cabeza o un pañuelo, entraban en la ermita.
UN ENTIERRO EN SANTANDER
Es una tarde desapacible del mes de noviembre; de vez en cuando cae un chubasco, que no tarda en ser barrido por el viento Sur, tan fuerte, que deja limpias las carreteras; un puñado de pequeñas piedrecitas vienen disparadas a nuestra cara; las ráfagas de aire nos quieren arrancar de cuajo el sombrero hongo que llevamos, por prevención, muy metido en el cráneo; nos vuelve el paraguas al revés, hace que nuestra capa salga arrastrando por el suelo, y hasta dar con nuestros huesos contra una pared no para.
El cielo azulea durante algunos momentos de una manera vergonzosa y no tarda en obscurecerse, tomando un color amarillo y desagradable. Una porción de gente se amontona cerca del portal de una casa modesta, esperando con impaciencia que bajen al finado, que parece que se hace de esperar. Enfrente de esta casa está el convento de las Hermanitas de los Pobres, y en el soportal están ya los viejos de los entierros, que esperan cachazudamente acompañar a este muerto, como nos acompañarán a nosotros y como se acompañaron ellos, pues esta es su misión y para esto parece que han nacido. Son ancianos que ya no sirven ni para sostenerse los pantalones; pero que en estos casos tienen un aspecto decorativo y se hacen imprescindibles; todos llevan grandes hachones encendidos en las manos, y casi todos visten de negro con levitones y gabanes dejados por inservibles. Poco tiempo después se oye el ruido de gente que baja las escaleras y llena el portal; los pobres dejan paso y se llevan la mano al sombrero; aparecen unos señores vestidos de negro, los parientes del difunto, llevando a hombros una pesada caja que colocan en el coche de muerto, resbalando por su rodillo para evitar los golpes. Después la comitiva empieza a organizarse: detrás del coche, que arranca con lentitud, los parientes con grandes gasas en el sombrero y guantes negros; luego los curas, que empiezan a cantar con voces de buey, entre ellos el señor Marcisidor, bajo profundo de la Catedral, vestido de negro y con un aspecto muy clerical; lleva una enorme capa que le cae hasta las puntas cuadradas de sus descomunales botas, buena peana para sostener tal capa, que se tendría sola de pie en el suelo; sus pliegues son tan duros y pesados, que azotan las piernas de los que caminan a su lado. A continuación se colocan los viejos de los entierros con sus grandes velas y un estandarte negro, donde unas ánimas en pena se retuercen entre las llamas. Luego seguimos todos los amigos y conocidos del muerto; detrás marchan unos coches en que irán hasta Ciriego los parientes y allegados del muerto. En los balcones hay asomados unos cuantos vecinos y curiosos.
Pasamos por enfrente del Parque de Bomberos, y que hoy con la lluvia parece más desteñido y presenta un color sucio de sangre de toro; en su portal, que forma un gran arco, hay sentados unos viejos bomberos, que saludan muy respetuosos el paso del muerto y a los curas. Cruzamos la calle del Martillo y entramos en el bulevar; a lo lejos vemos unos barcos carboneros, que están descargando unos hombres metidos en una capucha de saco que les tapa la cabeza; parecen negros, pues el carbón con el sudor forma churretes en sus caras como si saliesen de una mina. Pasamos bajo el puente nuevo de Vargas; desde abajo se ve la calle de encima; en una cuesta sobresale la torre de piedra negruzca de la Catedral y el túnel de la cripta del Cristo, y entramos en la calle de Atarazanas: ésta es la calle más típica de Santander; a su entrada hay un mercado, que fué el antiguo café del Brillante, donde los más famosos cantadores de flamenco y las mejores bailadoras trabajaban; un poco más allá está el mercado de pescados; a su paso notamos un fuerte olor a mar; fuera hay siempre unas cuantas mujeres pesando el pescado en el suelo, y en unas mesas bajas hay muchos capachos y cestos con langostas, amalluelas, percebes y caracoles: estos caracoles negros, que son tan feos y que metidos en vinagre se convierten en nácar y los pegan en las cajas de costura donde pone «Recuerdo de Santander» y las venden a los forasteros; también venden estas pescadoras los fantásticos caballos de mar, que se conservaban como una curiosidad. En unas estacas, atados de una cuerda para secar al sol, cuelgan largas colas de patas de pulpo, y en las tablas se pega una masa blanduzca de calamares, con un olor penetrante y muy agradable.
En una rinconada, que huele a podrido por los muchos restos de pescado tirados en medio de la calle, se ven unas altas escalerillas de piedra y un montón de casas sórdidas, con figones y cafés en la planta baja, y en los balcones muchos letreros de casas de huéspedes, comadronas, hospedajes para embarazadas en el portal, que decía: «Agencia de colocación de criadas y amas de cría»; se ven muchas mozas que vienen de los pueblos a servir y duermen allí hasta que son colocadas. Estos portales estaban llenos de equipajes de comerciantes y de gente que viene de América, gente viciosa que va por la calle con la chaqueta al hombro y sombreros de paja en pico, como los de los segadores; hombres cetrinos y de caras poco recomendables.
Esta calle da salida a la cuesta de Gibaja, donde están las casas de mujeres de mala vida; cuelgan de los balcones muchas colchas; desde la calle se ven empinadas escaleras de estas casas; en los portales hay pozos para subir el agua y un bombillo metido en una alambrera; la mayoría de los cristales están rotos por las piedras; por eso a la caída de la tarde cierran los portales, porque es cuando recorren la calle los grupos de camorristas y llaman a la puerta; una mujer desgreñada se asoma a mirar por el balcón para ver qué clase de gente son. A derecha e izquierda todas las casas de la calle de Atarazanas están llenas de tiendas, camiserías, mercerías y sastrerías; en los escaparates hay alineados unos cuantos muñecos o maniquíes vestidos de niños, con las piernas, los calcetines y las botas pintadas en el cartón; unos son rubios y otros muy morenos, y no falta algún negrito travieso que guiña un ojo y tiene en la boca una colilla: la cabeza de cartón de éste tiene mucho brillo y un negro azulado. Estos muñecos son un anuncio muy llamativo, y nos miran con sus ojos de cristal y nos invitan a pararnos y ver sus trajes de marinero; otros con cazadoras de pana y otros serios, vestidos de largo como los hombres. De los balcones de estas tiendas cuelgan a la calle muchas blusas de mujer y camisas de hombre. Hoy el viento los agita sin cesar; parece que quisiera llevárselas; otras veces las infla como si fueran globos, y al hincharse estas camisas y blusas parece que las da forma humana; las mangas parece que se mueven y nos amenazan, y otras veces caen flácidas a lo largo, como desfallecidas y cansadas. Luego entramos en una plaza, en cuyo centro hay una pretenciosa farola; enfrente está el nuevo Ayuntamiento, macizo y amazacotado, construido la mitad y esperando la demolición de la vieja iglesia de San Francisco para tomar la mitad del cuerpo que le falta a este noble y austero edificio. En este Ayuntamiento, la mayoría de los días de sesión, los ediles se insultan como pejinas y se tiran los tinteros a la cabeza. Luego cruzamos la Alameda Primera: es una hermosa calle ancha, con andén en el centro, que tiene bancos y árboles a derecha e izquierda; en este momento un timbre repiquetea sin cesar; es el cinematógrafo Narbón que llama al público, pues va a empezar una nueva película de series. Algunos acompañantes del muerto se separan sigilosamente como si le hicieran una nueva traición y se dirigen al teatro. Por encima del cinematógrafo y a lo lejos, encima de una montaña, se ve la cárcel; fué antiguamente convento y hoy amenaza ruina; es un edificio triste y lóbrego, lleno de humedad y miseria.
Por unas ventanas pequeñas enrejadas vemos asomar de vez en cuando una cabeza o un brazo que agita un pañuelo y que no sabemos para qué; por aquel sitio hay muchas cuestas con unas casas misteriosas; las vallas de algunos solares están tumbadas por el viento y los faroles torcidos y rotos los cristales, que por las noches proyectan sombras fantásticas como de llamas en las fachadas de las casas.
En un talud lleno de sombras se abre un trozo de cielo descolorido encuadrado entre las fachadas de un patio; por bajo de los cimientos se siente ruido de agua; un gato, asustado y perseguido, que le ha tocado en la cabeza una piedra tirada de lejos, sale disparado y hace muchos esfuerzos por meterse en el primer agujero que ha encontrado y por el que no cabe; después que se ha logrado escurrir como una serpiente, se siente un ruido dentro de la pared de la casa como si se hubiera caído a un pozo. En una esquina hay una tienda muy pobre de comestibles, siempre cerrada la puerta, y en el techo cuelgan unas vejigas amarillas y un trozo negruzco de tocino. Hay una fila de casas alquiladas para dormir la gente miserable. En un portal, lleno de humo porque el hornillo tarda en tirar, hay mujeres sentadas en unos bancos esperando la comida. El patrón, que es ciego, envuelto en una manta, anda metiendo la vara por debajo de los asientos y golpeando con ella los rincones para despabilar a los que duermen y que se marchen si no quieren pagarle otro día de hospedaje.
En otros portales se ven mujeres con botas y abrigos de hombre, con el pecho y las canillas llenos de arañazos de rascarse la sarna; llevan en el bolsillo un trozo de pan mugriento; una está sentada en el quicio de la puerta, con la barbilla tan pegada a las rodillas, que más que forma de persona parece un montón de trapos; otra tiene rapada con un capacete de costras y pecas en la cara arrugada y sucia y parece un hombre. Más arriba de estos barrios está la Fábrica de Tabacos y el viejo y soportalado Hospital Provincial, que tiene un Depósito donde hacen la autopsia a la gente asesinada y a los suicidas.
Tras los cristales de una ventana baja se ve una ancha cama de hierro con una colcha roja; en la cabecera tiene cruzado entre los hierros un rosario muy grande, como esos que traen de Lourdes, y un cuadro del Purgatorio. Algunas mujeres llevan niños enfermos a operar, y salen de esta casa de dolor tristes o alegres, según el diagnóstico médico.
A la terminación de la Alameda Primera hay unas casas bajas de enormes portales, fábricas de pan; se respira un baho muy caliente de olor a masa; se ven dentro varios burros cargados con cuévanos llenos de libretas; una mujer pone un pie en un poyo de piedra del portal para subirse al burro, y después que se sienta cómodamente en las ancas, con un bergajo arrea al burro.
Luego entramos en la Alameda Segunda: magnífico paseo de los más antiguos de Santander. El coche para en la ancha carretera para emprender el largo camino hasta el cementerio de Ciriego, el más romántico de todos, porque en los días de resaca llega hasta él el ruido de las olas y en el fondo se pierde a lo lejos la inmensidad del mar.
Hemos llegado al fin: aquí se despide el duelo.
Los concurrentes se acercan a los enlutados parientes del difunto, que están descubiertos, se quitan también el sombrero, y dándoles la mano les dicen: «Salud para encomendarle a Dios»; y al retirarse dejan paso a otros, que hacen lo mismo, mientras tanto los curas rezan un responso y cantan. Los pobres aprovechan este pequeño descanso para recoger un amarrado de tabaco que les reparten desde el coche del duelo, que al poco tiempo marcha a paso largo a Ciriego: este coche lleva los faroles encendidos, velados por una gasa. Los amigos se retiran y forman grupos, hablan del tiempo y de la salud, y algunos se van a un juego de bolos que está al lado, donde están jugando los indianos en mangas de camisa; todos tienen la cabeza blanca de pensar en el dinero y hacer números; juegan en mangas de camisa, aunque haga mucho frío, para dárselas de pollos; son petulantes; llevan un pedruzco de brillante en la sortija y cadena de oro, gastan faja y tienen todos tipo de patán y tendero; algunos prefieren entrar dentro de la taberna a jugar a la baraja y beber vino. También los viejos de los entierros se retiran y apagan las velas, guardándoselas en los bolsillos; para mayor comodidad, la mayoría marchan juntos, llevando al más viejo de la mano, pero otros quieren ir solos, están cansados de la sujeción, quieren ser independientes, tener un rato de libertad. La vejez, las enfermedades y la lucha por la vida los ha deformado; algunos van mirando a la tierra, la cabeza les pesa, tienen muchos años; otros son jorobados de nacimiento, y uno no se explica cómo han podido vivir tantos años; los hay tan desmemoriados que no saben a qué han venido ni adonde van; pero todos son buenos; a esta edad no existe la malicia y todos son tímidos y serviciales; los hay con un aspecto muy ridículo, que se acrecienta con las ropas prestadas: esas ropas inservibles, esas ropas que les dan de los muertos, que la familia ya no quiere y que sólo les trae recuerdos tristes, pero que a ellos a veces les sienta bien.
Me acerco a uno de ellos: es un viejo campechano y conocido, todavía algo fuerte; le invito a tomar café y lo acepta muy gustoso. Después de meterse el cabo de la vela en el bolsillo del gabán, entramos en un viejo café de marineros. Mientras tomamos el café y unas copitas, me dice: «Mire usted, mire usted; en el asilo no estamos del todo mal; las hermanitas son buenas y nos quieren; pero a veces nos falta el tabaco y el aticuenta, y esto no debía de suceder, porque lo necesitamos, y al fin y al cabo, ¡para los que vamos a vivir! Esto no debía de suceder, y esto nos obliga a recoger colillas de la calle, lo cual es denigrante, y ya ve usted, ¡qué hará esa gente que tiene tanto dinero, que parece que no se entera de nada!»
(Continuará…)

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