Luis Romero

ESTÁ anocheciendo y todavía no ha regresado. Es inútil que intente engañarse a sí misma. Ha ocurrido alguna desgracia. Es preciso descartar la lejana esperanza, con que hace tres horas está intentando protegerse, de que ha ido a trabajar sin comer y sin avisarla. No existe ningún fundamento para suponerlo, y sólo el deseo de buscar una escapatoria a la tragedia ha podido hacer que de cuando en cuando pensase tal cosa. Hay un hecho cierto: él no ha ido a trabajar. Segundo hecho cierto: salió de casa con la pistola en el bolsillo. Y a pesar de que aseguró que volvería pronto, antes de comer, está anocheciendo y no ha regresado.
Se pone en pie. Nota un cansancio en todos los miembros, un miedo tremendo que le socava el ánimo. Si tuviese sueño, desearía echarse en la cama, dormir, esperar. También sería bueno hallarse enferma, gravemente enferma, dominada por la fiebre y el dolor. De esta forma no se enteraría de nada de lo que está ocurriendo, no se encontraría atemorizada, sin saber qué hacer y teniendo la sensación de que debe lanzarse a la calle a remediar algo, o por lo menos, a averiguar lo que ha ocurrido.
La lumbre se ha apagado hace rato. Deja encima de la silla los calcetines que tenía sobre la falda y que ha estado zurciendo para ver si así se distraía, aunque no ha conseguido dejar de pensar más que unos minutos. Nota un sabor amargo en la boca; no ha comido, ni siquiera ha bebido un sorbo de agua.
Enciende la luz de la alcoba y se peina ante el espejo. Tiene la mirada perdida, acobardada, y ella misma se compadece al contemplar su aspecto. Se pone la chaquetilla con el cuello de piel, deja bajo la cama unas alpargatas que lleva puestas en chancletas y se calza unos gastados zapatos de medio tacón.
Al cerrar la puerta del piso piensa que todavía puede volver, que tal vez no haya ocurrido la catástrofe; quizá se ha encontrado con unos amigos. Ojalá se hubiese, por ejemplo, emborrachado, aunque no acostumbra a beber; tal vez le han avisado de que su padre está muy enfermo, o de que a su hermana le ha ocurrido un accidente, o alguien le ha descubierto la pistola y le han detenido por llevar armas. En tal caso, aunque le metieran algún tiempo en la cárcel, no sería grave. Pero es inútil esperar males menores; presiente la tragedia, hay algo que la anuncia, ella lo ha experimentado varias veces ya en la vida. La tragedia se nota dentro de uno mismo, empieza a formarse, crece, crece; después estalla, atonta, enloquece, y en seguida, poco a poco, va disminuyendo y se disuelve en tristeza; más tarde, el tiempo la convierte en recuerdo más o menos doloroso, pero recuerdo. Así evoca a su padre, y aquellas flores dejadas en el suelo junto a una pared cualquiera. Y así recuerda a su madre, vomitando sangre sobre las sábanas sucias y agarrándose a su mano violentamente… Él tiene la llave; si viniese, que no vendrá, podrá abrir la puerta, pues guarda su llave en el bolsillo.
El farmacéutico le pone mala cara cuando pide permiso para utilizar el teléfono; pero ella, humildemente, le dice que se trata de un caso urgente, de una desgracia.
Le sudan las manos, y los dedos se pegan a la baquelita del aparato. Aprieta el auricular contra la oreja y observa, asustada, a la gente que está en la farmacia, como si temiera que averiguaran lo que le está sucediendo.
La persona que ha atendido al teléfono no sabe nada, pero ha ido a preguntar; ella espera ansiosamente, como si los hechos no se produjeran por sí mismos, como si lo que le contesten tenga un valor superior al de los propios hechos, como si el saber ella fuese equivalente a modificar los acontecimientos. El corazón le late apresuradamente en la garganta y desvía los ojos del farmacéutico, que, desde lo alto de su tarima y su bata blanca, la contempla desabridamente.
—No, no ha venido en todo el día; el sábado pasado tampoco vino. ¿Quién es usted?
La pregunta le sorprende y no sabe qué contestar; vacila y por fin contesta evasivamente:
—Una amiga… quería darle un recado. Muchas gracias. Adiós, gracias…
Y cuelga. Está asustada, desalentada; se empieza a confirmar cuanto temía.
Al hallarse en la calle no sabe qué hacer. Tiene que actuar de alguna manera, tomar una resolución, comenzar gestiones de algún género; no sabe qué es lo que debe hacer, dirigirse abiertamente a la policía, recorrer las Casas de Socorro, preguntar en el Hospital Clínico por si le ha ocurrido un accidente. Podría también ir a buscar al padre, que estará a estas horas a punto de llegar a la taberna; porque, fuera del padre, no sabe a quién recurrir. Está perdida y desamparada en esta ciudad en que nació y en que vive, pero que le es completamente extraña, hostil.
En la esquina se detiene llena de duda y temor. En el cruce de las calles los niños juegan al fútbol con una pelota de trapo y gritan animadamente, mientras el cielo se oscurece cada vez más de prisa.
Conoce la taberna que frecuenta el padre porque está en los barrios en que ella vivió durante la guerra, y porque un día fueron a que el padre le firmara unos papeles que necesitaban para algo. Pero está muy lejos y no sabe si la encontrará; y en su apresuramiento se ha olvidado de coger dinero y no lleva ni para tomar el tranvía. Y volver a subir al piso la asusta, la deprime. Es evidente que ha ocurrido algo, y sólo atolondrándose en la acción podrá escapar al terror y a la desesperación.
Comienza a andar resueltamente en dirección a los barrios viejos del centro. Los albañiles y otros obreros han terminado ya la jornada, y solos o en pequeños grupos, regresan a sus casas. Al pasar junto a ella, que anda apresuradamente y como alucinada, lejos de fijarse en su expresión lo hacen en sus formas que el viento ciñe; la piropean. Ella no les escucha, apenas les ve, y si alguno más osado le cierra el paso con grosera galantería, ella se despierta como asustada y le esquiva para continuar su camino.
No piensa en nada; no puede pensar en nada. Miles de imágenes, todas ellas dolorosas y espantables, se atropellan en su cabeza; no queda ni un resquicio para la ternura, para los recuerdos gratos, para la esperanza o la fe. Avanza encarada a la desesperación, al dolor brutal de la catástrofe, de la soledad.
Esta noche todavía era un cuerpo vivo a su lado; un cuerpo vivo con olor y con calor, con movimiento. Todavía esta noche pudo arrimarse a ella, y abrazarla, y todo lo demás. Y ahora, ¿dónde está? Sea lo que sea, habrá ocurrido algo que les separe —muerte, cárcel, huida— y eso es lo único que sabe, lo único que percibe con claridad instintiva. Estos dos años han terminado, esta pequeña paz, esta estrechez económica que le parecía desahogo, porque tal era con respecto a otras épocas, este sentirse protegida, amparada, fuera de la necesidad de tener que entregarse a un hombre porque llovía y la acompañaba en el coche y así no se mojaba tanto, fuera de la necesidad de sentir aquel aliento febril y sucio a cambio de dos mil pesetas, casi un año de jornal.
Y todo ha debido de ocurrir por culpa de eso. Hizo mal en explicárselo a él, porque no se lo ha perdonado nunca. Estaba ansioso de dinero porque no confiaba en ella y debía temer que cualquier día en que no tuviese bastante para cenar o para comprarse unas medias o ropa interior, haría lo mismo que hizo entonces. Pero no lo hubiese hecho por nada del mundo, aunque la matasen, aunque se estuviese muriendo de hambre, aunque se viese obligada a andar eternamente bajo la lluvia. No lo hubiese hecho nunca, porque desde que le conoció le pertenecía, porque cuando lo hizo no sabía que él existiera y por tanto no se sentía obligada a nadie. Sería horrible que todo haya sucedido por culpa de ella, sería horrible. Aunque, ¿por qué iba a suponerla capaz de nada malo? Se ha portado con él como debía portarse; le ha cuidado la casa y la ropa, le ha tenido preparada la comida a su hora, no se ha quejado jamás, ha sido tan fiel como puede serlo la mejor de las esposas, no le ha importunado como hacen otras. No; él no ha podido suponer que el día que le faltase algo se fuese con otro hombre. Tenía que estar seguro de que no era capaz de una ingratitud semejante.
Va caminando por los viejos barrios. Las luces de gas iluminan desde lo alto de estos faroles que salen como brazos de las antiguas fachadas, desconchadas y sucias. Las tiendas alumbradas y bulliciosas ofrecen sus mercancías agresivamente. A veces hay que subirse a la acera porque circulan carros o bicicletas que hieren con sus timbres acuciantes. Las mujeres compran; llevan cestas o bolsas de malla de las que se asoman los paquetes y las viandas.
No piensa en nada, no recuerda nada; ha llegado hasta aquí como una sonámbula, pero sin vacilar se detiene a la puerta de la bodega, llena de humo y de hombres. No se atreve a entrar; desde la puerta ya le ve. Está allí, viejo y derrotado, con el rostro arrugado y sin afeitar. Bebe con los amigos, discute; tal vez ni siquiera ha ido hoy a trabajar inventando cualquier pretexto. Como la ve parada a la puerta, frente a él, la mira, pero tarda un momento en reconocerla. Hace una mueca de asombro, se levanta trabajosamente y se acerca a ella:
—¿Qué pasa? Di, Carmela, ¿qué es lo que ha sucedido?
Ella sigue como atontada. Al viejo (tal vez no es viejo en edad aún) le ha visto tres o cuatro veces solamente. Él está asombrado, con los brazos caídos, descuidado, vencido. Y este hombre es la única ayuda con que ella cuenta en toda la ciudad.
—No lo sé… No ha vuelto a casa.
El rostro del viejo parece tranquilizarse. Por un instante piensa que se trata de alguna desavenencia. Se había asustado ante la cara de tragedia de Carmela, pero ahora piensa que no merecía la pena de que le viniera a molestar por cuestiones que pudieran llamarse conyugales.
—Salió de casa a las diez de la mañana; llevaba una pistola en el bolsillo. No ha regresado y no sé nada más. Algo, algo espantoso ha debido suceder. Llevaba una pistola en el bolsillo.
El viejo crispa los dedos sobre el brazo de ella. Algo ha sucedido, sí; algo cuya magnitud es imposible momentáneamente considerar. Pero es mejor que baje la voz aunque aquí todos son de confianza. La saca a la acera; los dos están aturdidos, acobardados, sin saber qué hacer. Por la calle pasa mucha gente y hay mucho bullicio.
HA entrado en el despacho, sin pedir permiso, un individuo de mediana edad que debe ser también policía. Se ha acercado a la mesa, y sin saludarle siquiera, ha entregado al Comisario un documento escrito a máquina. Éste lo ha leído atentamente, después ha cambiado algunas palabras sobre el asunto y ahora están charlando de lo que uno de ellos piensa hacer mañana domingo.
Le parece intolerable que actúen con esta falta de consideración hacia su persona. Se diría que le han olvidado; y él está aquí, sentado en esta silla vieja, ante la mesa del Comisario, que le presta una atención secundaria porque continuamente penetra uno u otro en el despacho o le llaman por teléfono.
Cuando ha llegado, ha creído oportuno preguntar por el Jefe Superior de Policía, ya que suponía que sería el Jefe en persona quien le habría citado y quien iba a recibirle e interrogarle, si es que su colaboración era precisa para esclarecer los hechos o detener al delincuente. Le han llevado de un lado a otro, se ha visto obligado a explicar a varios subalternos de qué se trataba, y por último le han tenido diez minutos esperando en un pasillo oscuro, sentado en un banco sucio. No le parece forma de comportarse con una persona de su categoría social; en cuanto entra uno en la Jefatura de Policía, se diría que le están tratando como si fuese un delincuente. Y él es propietario y director de una importante industria, y se considera persona de relieve en el mundo social de la ciudad; y, por si fuera poco, a uno de sus empleados le han atracado y herido esta mañana. Menos mal que el dinero ha sido recuperado rápidamente y con escasos trámites burocráticos.
El empleado que estaba en pie se marcha sin saludarle y él le mira severamente; pero el otro no parece darse cuenta de la mirada. El Comisario se dirige otra vez hacia él y le dice:
—Ya me perdonará usted todas estas interrupciones. A usted le debe ocurrir lo mismo en su despacho…
(No, no le ocurre lo mismo. Y por otra parte, es un funcionario que cobra del presupuesto, que se nutre con las contribuciones que pagan los industriales —contribuciones abusivas, ciertamente— y él no vive de otra cosa que de su trabajo.)
Le alarga otro retrato al pie del cual figura un nombre y algunas señas personales. A éste sí le conoce… Se turba y su turbación aumenta cuando se da cuenta de que el Comisario lo ha notado. Se trata de un tal Bautista González Cerradelos, un individuo que en la época de escasez de hierro le vendió algunas partidas a muy buen precio por cierto. Operaciones ilegales, claro, de las cuales no desearía hablar, y menos con la policía; pero tal vez negar sea peor.
—Sí, le conozco… Es decir, hubo una época en que le traté; pero sólo en el terreno comercial, pequeñas operaciones sin importancia. No he vuelto a verle desde entonces, desde 1948, creo recordar.
—¿Sabía usted que se trataba de un delincuente?
La forma en que le mira el Comisario le intimida; de pronto, en su expresión ha aparecido una severidad que hasta ahora no podía sospecharse. No irán a pensar que él mismo… Se siente acobardado. Debió de hacer venir con él a su abogado, porque esta gente, acostumbrada a tratar siempre con malhechores, es tan suspicaz que da miedo.
—No, desde luego que no. Escuche… no sé cómo explicárselo… ya sabe usted… En aquella época escaseaban algunas primeras materias… Pero no sé nada de este individuo que una vez se presentó en mi industria y entregó una tarjeta en la que decía que era almacenista de hierros…
—Bueno. Estraperlo, ¿no es eso?
Se sobresalta. Le inquieta el cambio que ha notado en el policía; hasta ahora se mostraba amable, pero se ha endurecido desde que ha notado que se turbaba ante el retrato de este hombre. Ahora son capaces de apretarle los tornillos, de hacerle cantar, de obligarle a firmar un atestado y meterle en un buen lío.
—Verá usted, señor Comisario… Hicimos alguna operación entonces. De no hacerlo así, corría el peligro de tener que cerrar la fábrica, y mis obreros se hubiesen muerto de hambre. No había primeras materias y era imprescindible buscarlas.
—¿Qué sabe usted de este individuo?
—Nada, muy poco. Apenas le vi tres veces. Le pagaba en metálico, al contado. Seguramente tengo anotado un teléfono adonde llamarle en alguna ocasión. Sería su despacho, o un bar… No sé…
—¿Podía él estar enterado de que esta mañana se iba a retirar una fuerte suma del banco?
—Yo no sé… Yo creo que no. Pero ¿usted cree que ha sido él el atracador que…?
—No, él no ha sido; el atracador es un muchacho joven, según coinciden en afirmar todos los testigos.
Desearía preguntar detalles. Saber si le han detenido ya. Pero el gesto adusto del Comisario (todo por culpa de ese maldito Cerradelos que le vendía hierro a buen precio) le cohíbe. Por otra parte está deseando terminar de una vez con todos estos trámites enojosos. Él ya ha recuperado su dinero, que era lo importante; ahora que se arreglen los policías. Para eso cobran.
—¿Sospecha usted de alguno de los obreros de la fábrica, aunque sea como cómplice, ya que a la hora del atraco trabajaban todos ellos? ¿O ha faltado alguno? ¿Sabe usted si ha faltado alguno esta mañana al trabajo?
Otra vez se desconcierta ante tanta pregunta. Está seguro de que el Comisario desconfía de él y por eso trata de confundirle. Pero ¿cómo puede este hombre desconfiar de él? Decididamente, si le vuelven a citar aquí se hará acompañar por el abogado.
—No. No es que responda de todos ellos, claro. Pero no desconfío particularmente de ninguno; para una cosa de esta gravedad, se entiende. A veces, pequeños hurtos… Ya sabe usted cómo están los obreros; desde la guerra… En esa ocasión demostraron lo que eran la mayor parte de ellos…
—¡No diga usted tonterías! Ladrones los hay en todas las clases sociales; aquí tenemos experiencia sobre eso. Y buenos ficheros, se lo aseguro.
No cabe duda. El Comisario está contra él. Le mira de muy mal talante y ahora le ha hablado casi agresivamente.
—Sí, tiene usted razón, señor Comisario; y que lo diga…
—Ese señor Portaló hace muchos años que trabaja con usted y hemos recibido de él las mejores referencias; por otro lado su médico nos ha certificado que es cierto que su mujer está expirando. ¿Tiene algo que añadir sobre él?
—Nada. Es persona de mi confianza. Muy cumplidor y nunca protesta.
Ante esta última palabra, el Comisario le mira con ironía.
Luego prosigue:
—¿Recuerda usted si ha tenido empleado algún obrero joven a quien faltara una falange del índice izquierdo?
—No creo… No recuerdo bien. Tendría que preguntarle al Jefe de taller, porque yo no conozco a todos los que empleo. ¡Son tantos! Usted ya comprende que…
—Bien. ¿Algo más que nos pueda ayudar a aclarar este asunto?
No, él no sabe nada más. De saberlo, lo diría. No sospecha de nadie, no está enterado de nada. Es al atracador a quien han de buscar; él no es policía. Claro que está dispuesto a colaborar en lo que sea, incluso a ofrecer alguna pequeña recompensa a quien lo detenga; pero él no sabe nada. Y habiendo recuperado ya el dinero, su misión ha terminado.
—Si recuerdo algo ya se lo vendré a comunicar…
El Comisario se levanta y le acompaña a la puerta. Le estrecha la mano y él se siente aliviado, pues parece que de nuevo haya vuelto la cordialidad al rostro del funcionario. Se ve que se ha dado cuenta de que está tratando con una persona decente.
—Me he anotado su teléfono y su dirección particular. Si le necesitásemos para algo urgente, se lo comunicaríamos. Le ruego que si se ausenta de su domicilio, deje dicho donde va.
En el pasillo mal iluminado se pasea una pareja de guardias sin armas. Al pasar les saluda deferente, pero ellos, que deben estar muy preocupados o cansados a juzgar por su aspecto, ni siquiera se dan cuenta del saludo y no le corresponden.
Cuando se halla en la calle, respira. Todo en esa casa le da horror; y eso que ha acudido a ella como víctima y no como delincuente. No comprende cómo hay gente que roba en lugar de vivir honradamente de su trabajo. No comprende cómo hay personas que se arriesgan a ser detenidos y conducidos a Jefatura con las muñecas esposadas. Si además, trabajando como Dios manda, se puede ganar muchísimo dinero. Eso sin hacer daño a nadie y con la conciencia tranquila.
Tiene aparcado su automóvil cerca del Palau de la Música Catalana. Poco a poco se va tranquilizando. Ya es de noche. Su mujer habrá ido al cine con alguna amiga, a pesar de que ha repetido una y mil veces que se quedaría en casa. Su mujer no comprende los problemas con que él ha de enfrentarse a cada instante; querría que, además, los sábados y los domingos se los dedicase exclusivamente a ella y a sus amistades que, en el fondo, le aburren. Lucía es intransigente y tiene mal genio.
Mientras el coche arranca, se acuerda de que todavía no ha visitado al herido. Pero ya no le queda tiempo. El gerente le espera otra vez en la fábrica y se está haciendo tarde. Llamará por teléfono al hospital. Además, como su empleado estará seguramente sin conocimiento, ¿para qué va a visitarle? Basta con que pregunte por teléfono. Tiene que interrogar al contable sobre si el Seguro corre o no con los gastos de operaciones, estancias y demás. De todas maneras, si hay que satisfacer alguna pequeña suma para que el muchacho esté mejor alojado o atendido, ya ha dado la orden de que se haga constar.
Enfila, entre una riada de coches, por la Vía Layetana arriba; adelantando a los demás, toma por la calle Junqueras a cuyo extremo se ven los reflejos de colores de los anuncios luminosos de la plaza Urquinaona.
YA había cerrado la noche y aún continuaba tumbado en los desmontes del solar. Le faltaba la voluntad; un cansancio imposible de dominar le tenía clavado a la tierra. Él mismo buscaba excusas para justificar aquella demora, pero bien veía que la noche se había cerrado sobre él.
Ha tenido que apelar en su ayuda a toda la voluntad —escasa voluntad— que le quedaba en las venas. Con una sacudida nerviosa y un intensísimo dolor, ha conseguido levantarse. Ha ido dando tumbos hasta la pared y se ha apoyado en ella, pero ha caído de rodillas. Se ha hecho un vacío en su cabeza, y cuando iba a desmayarse, unas bascas dolorosas y unos calambres en la cintura, le han despertado. Entonces ha estado vomitando angustiosamente sangre, o lo que fuera, durante un rato. Después ha quedado jadeando, y tan débil, que ha creído que le sería definitivamente imposible incorporarse.
Pero otra vez ha conseguido ponerse en pie, y ahora va por esta calle oscura por donde pasa muy poca gente. Si se fijan en él, lo tomarán por un borracho, pues anda apoyándose en las paredes y tambaleándose; de cuando en cuando, escupe grumos sanguinolentos.
Antes de salir a la calle, ha procurado limpiarse el traje de polvo y hasta peinarse un poco. Sin embargo, sabe que su aspecto llamará la atención a la primera persona que se fije en él; y ésa puede ser su perdición, porque al verle herido, intentarán auxiliarle y llevarle a un hospital o casa de socorro; o por lo menos a la farmacia. Y si tal cosa hacen, ya no tendrá escapatoria.
Todavía lleva la pistola en el bolsillo, pero cada vez es más inútil el arma, porque, salvo que asustara tanto a la persona contra la cual la utilizara que huyera a mucha distancia sin pedir auxilio, ya no puede servirle para nada más. No puede correr, no puede escapar; un niño sería capaz de reducirle a la impotencia.
Había por aquí una taberna. Este lugar no está lejos de la ebanistería donde trabaja; donde trabajaba, porque pase lo que pase, no cree que la vida continúe por el mismo camino que hasta ahora. La sangre es una mala cosa, y el hombre del traje oscuro quedó tendido en el suelo, y él, cuando se volvió para amenazar al otro, vio que había sangre en la acera y en el traje oscuro también; ahora huele a sangre, nota sangre seca por el cuerpo y también sangre húmeda, porque la herida debe sangrar de nuevo a pesar del pañuelo y del dolor que le causó meterse el pañuelo empujándolo con el dedo. Como este lugar no está lejos de dónde él trabaja, lo conoce y sabe —no recuerda bien si una travesía más allá o más acá— que hay un pequeño bar oscuro con teléfono público; ese teléfono está instalado en una trastienda tan mal iluminada, que si consigue localizarla podrá llamar a Pascual y éste venir en seguida; allí nadie le vería porque hay muy poca luz. Pascual le auxiliará, encontrará la manera de esconderle. Se dedica a la acción clandestina y siempre conocerá un truco para huir de la policía; a veces se consigue, a veces no. Pero tiene medios para intentarlo; no es como él que está desamparado cual un perro rabioso a quien buscaran los laceros; y lo peor es que se desangra y no tiene fuerzas ni para caminar.
Parece que los pies no le obedecen y por eso anda con tanta dificultad. No siente los pies, es como si no los tuviera. La sensación de su cuerpo termina en las rodillas y en ellas nota una gran flojera e inseguridad. Para descansar, se apoya en el quicio de la puerta de un almacén. Tiene la frente llena de sudor frío. Se pasa la mano y nota que, sin embargo, le arde. Cierra un instante los ojos y procura pensar dónde está situada exactamente esa taberna con teléfono.
Cuando se da cuenta, la mujer ya está delante de él. Es una mujer de cierta edad, vestida de oscuro, que lleva una cesta al brazo. Se ha detenido y le contempla con asombro y susto:
—¿Qué le pasa, muchacho? ¿Está usted herido? ¡Dios mío, si es sangre!
La voz le suena distante y la mujer es una figura borrosa.
Mira angustiadamente en torno suyo. Afortunadamente no hay nadie más. Hace horas que no habla, la voz le sale vacilante, enronquecida.
—No es nada… Es que me he mareado. Me he caído de un andamio y me he hecho una herida superficial y aparatosa…
—Pero está usted muy pálido. Voy a por un taxi, puedo ir a buscar a un médico… Espere aquí, pediré a alguien que me ayude.
—No, gracias. No es nada, no vale la pena. Ha sido sólo un mareo, pero ya me ha curado el médico… Gracias. Sí, estoy bien.
Nota un gran dolor en la espalda y en el estómago, pero se yergue y procura sonreír. La mujer le mira recelosa y compasiva.
—Vivo ahí mismo… No quiero asustar a mi mujer. He sangrado un poco, pero la herida no es de cuidado. Tengo mala cara porque me he mareado…
—Bueno, le acompañaré a su casa, no vaya a caerse por el camino.
—Gracias, señora; no merece la pena. Gracias… Ya estoy bien. Vivo ahí mismo, en esa casa… ahí… Gracias y adiós.
Procura andar lo mejor que puede. Fuerza terriblemente todos los músculos para marchar en línea recta y tieso. Todavía la voz de la mujer le sigue. Adivina que se ha quedado parada mirándole, vigilándole, caritativa, pero amenazadora.
Y él no puede más, otra vez se derrumbará, porque andar bien unos metros le exige un esfuerzo extraordinario. No se ve a nadie en el portal que ha señalado a la mujer como el de su casa. Entra en él. Se apoya en el picaporte y vuelve el rostro. Borrosamente, distingue a la mujer que, unos metros más allá, sigue observándole. Levanta la mano y la saluda, mientras procura hacer una mueca, algo así como una sonrisa cordial de agradecimiento. Por si vuelve la mujer, entra hasta las escaleras. No hay nadie, nadie le ve, pero no puede detenerse aquí ni un instante, pues el zaguán está muy iluminado, y con esta luz es imposible todo disimulo. Si estuviera seguro de que nadie iba a verle, alcanzaría los primeros escalones y se sentaría un momento. Pero aquí todo amenaza; oye un portazo en algún lugar, y unos pies cuyo resonar le golpea la cabeza desde los escalones altos de la casa. Sale apresuradamente, porque si le sorprenden no podrá escaparse y antes de una hora estará en los calabozos.
Al llegar a la esquina se orienta. Aquí reconoce esta casa nueva donde hace unos años, cuando la construían, trabajó Javier, un muchacho de su barrio que había asistido con él a los comedores de caridad cuando, después de la guerra, su padre estaba preso y el de Javier había huido a Francia o no se sabía dónde. Algunas mañanas —todavía vivía su madre y él habitaba en su casa— Javier y él venían juntos a mediodía; Javier comía en esa taberna del teléfono, pues se traía la comida en un hatillo. Alguna vez él se quedó a comer con su amigo y luego, por la noche, también estuvieron juntos en ese bar. Después terminaron la casa, y a Javier hace mucho tiempo que no le ve; pero un mes atrás todavía estuvo en el bar una tarde que, al salir del trabajo, vino a comerse unas sardinas escabechadas, porque tenía mucha hambre.
Cruza de acera, pues aquí hay demasiada claridad y la marcha se hace más peligrosa. Teme equivocarse de calle y no encontrar nunca más la taberna que para él, ahora, es el único lugar donde cree que puede existir una posibilidad de salvación.
Pascual vendrá inmediatamente y él todavía tiene dinero en el bolsillo para poder tomar un taxi o lo que sea. Javier no le abandonará. Pero no es a Javier a quien tiene que llamar por teléfono, sino a Pascual. Y como está cerca del taller donde trabaja, puede venir a buscarle en unos minutos y entonces llevarle a un sitio donde le acuesten y le curen; luego, con las debidas precauciones —Pascual ya sabe de estos menesteres—, puede avisar a Carmela, y Carmela hará lo necesario ya que en el piso aún tienen cosas que pueden venderse o empeñarse; o si no, alguien le prestará una pequeña suma de dinero hasta que a él se le cure la herida y, si nadie sabe nada, pueda reintegrarse al trabajo y en una semana ya ganará algo de dinero; pero si le persiguen todavía, tiene la pistola en el bolsillo, y no siempre va a darse la mala suerte de que el tipo vestido de oscuro tire la cartera al suelo y le pegue una patada y, al derribarle, le apriete el cuello y no le suelte hasta que él presione el gatillo. Con una pistola, una vez que esté curado y pueda valerse de sus piernas y de su brazo izquierdo, no les faltará dinero; así Carmela podrá devolverlo si alguna vecina se lo prestó. No será necesario que ella haga lo que ya hizo una vez para que la pagaran con dos mil pesetas, pues mientras él esté vivo, y todavía lo está, es muy hombre para encontrar el dinero donde se halle; a las buenas o a las malas.
Ahora había que torcer por esta calle; pero si se equivocara y no fuera ésta, sino la otra, nunca más podrá encontrar el bar oscuro que tiene teléfono, ni podrá llamar a Pascual para que venga a auxiliarle; estará indefenso y la policía vendrá y le atrapará. Entonces la cosa ya no tendrá remedio y le pasará como a aquel tipo que vino en el periódico y cuyo final le asustó tanto porque el artículo explicaba cómo le dieron garrote vil; había hecho un atraco en la ventanilla de un Banco, pero a los cuatro días le cogió la policía cuando quería escaparse a Francia. Allí se explicaba todo lo… Ese letrero «Vaquería», con una vaca en colores y unos prados y una casita, él lo recuerda; la taberna o bar no puede estar ya muy lejos; casi seguro de que está antes de llegar al otro cruce de calles.
Anda tambaleándose y encorvado. A veces consigue enderezarse. Por estas calles no circula mucha gente; algunos ni se fijan en él y otros le suponen borracho, así lo desastrado de su aspecto no les llama la atención. Las manchas oscuras de la espalda y el polvo le dan una apariencia lamentable, pero en un borracho, nada extraña demasiado.
El tabernero le mira con asombro y susto. Él atraviesa hacia el fondo tras un saludo rápido. Había dos o tres clientes en el mostrador que, por estar de espaldas, no han tenido tiempo de volverse a mirarle. Nota que hablan de él, pero no entiende lo que comentan.
En un recodo oscuro está el aparato telefónico. Se apoya en la pared. Si se acerca el tabernero le dirá lo mismo que ya ha dicho anteriormente: que ha tenido un accidente, que el médico le ha curado, pero que está un poco mareado y por eso llama a un amigo, para que le acompañe. Se oyen las voces de los que hablan en el bar. Probablemente no se han fijado en él o ya le han olvidado; mejor.
El número, el número del taller. Es preciso hacer un esfuerzo; si piensa le será posible recordarlo; lo peor es que sabe que la necesidad de recordarlo es tanta, que va en ello su propia vida; el miedo a haber olvidado ese número, le imposibilita de recordarlo. Tiene que serenarse, evitar que el dueño del bar venga a importunarlo y se fije en las manchas de sangre y en el temblor de las manos, y ponga aquella cara de susto que puso la mujer que se le acercó para auxiliarle.
Descuelga el aparato y vacila con él en las manos, apoyado en la pared, respirando anhelosamente. Ya está… ya recuerda el número. Con la mano izquierda no puede sostener el aparato, que se queda suelto, balanceando, colgando del hilo y golpeándole suavemente los muslos. Le cuesta lograr que los dedos le obedezcan, pero consigue marcar el número deseado; con la mano derecha recoge el aparato, a pesar de que un dolor agudísimo le empuja por la espalda al agacharse.
—Desearía… ¡Oiga! ¿Me oye usted? Desearía hablar con Pascual, Pascual el de la tupí.
Al otro lado de la línea responde una voz agria, desconocida. ¿Será el amo? Puede que sea la voz de Ramón que por teléfono se vuelve rara.
—Pascual se ha ido; todos los obreros se han marchado ya.
—¡Ah!… Perdone…
Pero de pronto, al otro lado, salta la voz agresivamente interrogante:
—¿Quién es usted? Oiga, oiga, ¿quién es usted?
Se asusta y cuelga el aparato. Ya no hay remedio. Pascual ha salido del trabajo; ni siquiera irá a su casa. Es sábado y se reunirá con los compañeros, y él no sabe dónde se reúne con los compañeros, porque Pascual es muy callado y prudente para esas cosas. Le retumba en los oídos la voz inquisitiva. ¿Sería un policía que ya está esperándole en el taller como en una ratonera? Tiene que huir de aquí, tiene que escapar cuanto antes; le vendrán a buscar.
Sale apresuradamente, dando traspiés. Ni siquiera mira hacia el mostrador, como si no viendo, tampoco le pudieran ver a él. Cierra tras sí la puerta con precipitación y oye que le gritan, seguramente el dueño del bar: «¡Eh, eh!». Por la calle intenta correr, pero no puede. Dobla por la primera esquina y tiene que detenerse a tomar aliento. Un quiosco de periódicos cerrado crea un espacio de sombra suficientemente oscuro. Se oculta en él apoyándose en la madera y siente ganas de llorar; ahora está acorralado y completamente solo. Ha agotado las fuerzas. Ya no podrá escapar, ya se le han ido cerrando, una tras otra, las puertas de la salvación. De buena gana se tumbaría en el suelo y esperaría que vinieran a recogerle; le mandarían al hospital y luego que hicieran con él lo que les diera la gana. De momento le echarían en una cama; y por una cama donde descansar, puede darse la vida.
No, no puede ceder; es preciso seguir, seguir a alguna parte. Con la pistola en el bolsillo y unas horas por delante, puede salvarse aún. No debe ceder, no debe rendirse. Aún ha de quedar algún lugar donde le acojan, donde exista una persona que le proteja, que le esconda, que le cure.
Decide volver al mismo bar. Junto al teléfono estaba el retrete y también había un lavabo. Allí podrá arreglarse, remojarse la cara, limpiarse, mejorar este aspecto que constituye una amenaza continua para él, porque llama la atención a quien le ve.
Cuando pasa otra vez ante el mostrador, oye la voz del dueño que le interpela:
—¡Eh! ¿Qué es eso? ¿A dónde va usted?
Nota que le sigue, pero no le alcanza hasta que están en la parte oscura de la trastienda, junto al teléfono otra vez. Aquí se siente más defendido.
—Perdone… Es que he tenido un accidente y no me encuentro bien.
—¡Pero si está usted hecho un diosnoslibre! Hay que avisar a un médico…
—Gracias. Ya me han curado. Un poco escandalosa la herida, pero no grave. Una caída y mucha sangre… Pero no es nada. Telefoneé a un amigo… Quisiera arreglarme un poco… un poco… si usted me permite… Para no asustar a mi mujer al llegar a casa, ¿sabe?
—Bueno, haga lo que quiera… La toalla está un poco sucia, pero así no importa si acaba de ensuciarla. Si quiere algo, me avisa. Puedo telefonear a la Casa de Socorro.
—No se moleste. Me lavaré un poco y luego me iré a casa. Lo que necesito es descansar. ¿Puede dejarme ahí un doble de coñac? Tenga, no me devuelva el cambio.
—Está bien. Ahora le traigo…
En el retrete vuelve a vomitar, presa de unas angustias que le nublan la vista. Después se siente algo mejor. La camisa está empapada de sangre por la espalda, pero con la chaqueta abotonada no se ve. Se desabrocha los pantalones. Todo el calzoncillo está húmedo rojo de sangre. Ya empieza a calar el pantalón; si la sangre le ensucia el pantalón, no podrá ir por la calle sin riesgo de que alguien se dé cuenta. Con la mano derecha agarra el calzoncillo y tira con toda su fuerza. Es un calzoncillo viejo, y al tirón, la tela se rasga. Los dedos se le untan de sangre debido a la presión que hace con ellos sobre el género empapado. Todo el cuerpo le duele a causa del esfuerzo. Saca a trozos el calzoncillo por la cintura y los arroja a la taza del water. Luego tira de la cadena y el agua se tiñe de rojo y amenaza rebasar el recipiente; pero la tela manchada queda ahí, sin que sea posible hacerla desaparecer.
Con dificultad, se abotona los pantalones. Sumerge ambas manos en el lavabo y el agua se tiñe también de sangre. Después se lava la cara y se moja el pelo. Al inclinarse está a punto de perder el sentido, pero el frescor le alivia y parece que le espabila.
En el lavabo hay un peine mugriento al cual le faltan la mitad de las púas. Trabajosamente, con la mano derecha, se peina. No hay espejo, pero como se siente mejor, supone que su aspecto debe haberse normalizado mucho.
Se acerca el dueño con un vaso mediano de coñac. ¡Ojalá no entre en el water y vea los calzoncillos sanguinolentos!
—¿Se encuentra mejor?
—Mucho mejor. Ahora me marcho a casa.
Procura apoyarse en la pared para que no le vea la espalda; bebe el coñac de un trago. Luego, sin decir palabra, se lanza de nuevo a la calle.
Otra vez solo; otra vez tiene que buscar la salvación en estas calles oscuras, en una casualidad, en sus escasas fuerzas que de un momento a otro van a abandonarle. Pero ha hecho su último esfuerzo y se encuentra mejor. De nuevo se apoya en el quiosco de periódicos; para descansar un instante, para reflexionar.
(Continuará…)
