Carlos E. Luján Andrade

Ilustración de Harry Furniss (1854-1925) para Charles Dickens Library (1910)
“Algún día le diré personalmente mis sentimientos”, me lo decía con insistencia. Sin embargo, nunca llegó ese momento, pues las sílabas memorizadas con tanto cuidado se esfumaban al aproximarse usted a la distancia. Con frenesí ansiaba acercarme pero de mi cuerpo no había movimiento alguno. Y la recuerdo, sí, un martes, vestida con blusa de gasa nacarada, una mañana de setiembre a las 10 y 11 a.m. Sus labios esmeralda me interrogaban por el tiempo mientras yo, detenido en él, era el descreído por fijarse en mía existencia. Y sin saberlo, lo trascurrido, lo que en usted era movimiento para mí se transformaba en limbo estático de ternura al ver las sedas de cabellos largos descubriendo la estrella de sus ojos y el adornito de porcelana donde ellos descansaban. Quise repetir ese encuentro, pero como consuelo imaginaba pasos en su dirección, dos sílabas y una sonrisa, su respuesta y un risueño parpadeo sobre su rostro sonrojado. ¡Cuántas veces percibí cercana su presencia! para volver sobre el asfalto gélido en el que me posaba mientras se marchaba indiferente.
¿Por qué alguien, después de notarla e intercambiar una ínfima conversación, aún la recuerda? Tal vez porque su graciosidad y su mirada acogedora eran capaces de abrumar al más párvulo que aún no tenía una idea de que la belleza puede cobrar realidad. En esos días para mí usted era lo sobrenatural, el divino espectro que fija los ojos en mí y me dirige la palabra ¿Quién puede recobrar el aliento luego de tal experiencia? Luego, todo fue el silencio de un luto melancólico y esa dulce voz mi carcelero. Durante el tiempo que la tuve cerca, el temor a ofenderla con alguna impertinencia o descortesía agobiaba más mi angustia y vivía en un ensueño, explicándome cómo un mundo lineal podía desgajarse en un caos sentimental al divisar su dulce andar de delicado existir que seguían baldosas amarillas, para luego preguntarme si quebraba el viento porque apenas iba sobre flores amarillas perlas y paseaba por la vida como pluma perdida. Observarla, esperar su preocupación por el tiempo y soltarme su interrogante sobre mí, todo eso para mí fue alucinado. Le seré sincero, luego de todos estos años no he hallado algo similar, es usted la medida absoluta de todas las mujeres y si alguna se acercara a la belleza es porque en algo se le parecen. Rememorar su belleza y sus maneras me ocuparon maravillosas tardes de reflexión y sentimiento.
Hoy, la hondura de su recuerdo vibra en mi núcleo con instrumento que toca una pieza de Liszt, abandonándose en su melodía silenciosa bajo la compañía de ojos intensos, de boca de pequeños dientes y de manos que cobijan pétalos de flor. Tantos años, tantos firmamentos esperando tembloroso su llegar, observando entre gente desconocida alguna fábula de oro que narre el capítulo donde la princesa vestida de seda reclame su pañoleta extraviada. Más sólo irrumpía la realidad con historias mal contadas, consolando la visión alucinada que rescata a cualquier mortal de ríos salvajes y profundos. He degustado los días desmenuzando segundos intentando cual científico iluso reconstruir los minutos del primer encuentro, hallando sólo tristes viajes de retorno al encontrar al vuelo que las horas pesan y los mensajes juventud ya no caben en madura conciencia.
Más aún cuando me he enterado de su casamiento. En un instante los latidos se detuvieron, el flujo sanguíneo frenó sus ansias de llegar al corazón porque la musa protectora abandonó mi refugio y partió hacia el mundo real que aniquila lo iluso. Y es que esta misiva ya no tiene destinatario… ¿Quién podría leerla cuando está destinada hacia manos inventadas? Mi invención a la que usted le dio realidad. Adiós mi querida bienhechora.
Desde hoy, las primaveras han extraviado su colorida natura, la imagen del ayer es hoy un retrato estático al que ya no le reclamo dinámica, sin embargo; siempre serás mi nimbo paseante en el cielo, un hermoso capullo de rosa, una estival mariposa, un riachuelo de esmeraldas, el esbelto ángel protector, mi deseada especulación de eterna brevedad.
1978
