Janet Frame

11
Desayuno sabatino. Equivocándose de hora, como siempre demasiado pronto, Grace bajó las escaleras y se encontró con Anne dando de comer a los niños sus sugar-puffs. Extrañamente incapaz de disculparse por su intrusión, sintiéndose impotente y hechizada y como una niña, también ella se sentó a la mesa, a la espera, con la boca abierta cual pájaro, de su ración de sugar-puffs; y naturalmente, como si efectivamente Grace fuera una niña, Anne le preparó su sitio, adjudicándole a Grace cuchara, cuchillo, plato, taza y platillo, mientras Grace miraba el aspecto matutino de las cosas que había a su alrededor, siempre tan distinto, tan ineludible, sin sombras, en comparación con el soñoliento recuerdo que tenía de su llegada nocturna.
Grace sintió un escalofrío. El día que tenía por delante parecía tan largo, tan infinita e intolerablemente provisto de luz; no tenía dónde esconderse; incluso la gris luz norteña que entraba en la cocina delimitaba sin piedad el contorno de los objetos, confiriendo a los muebles y a la ropa un deje invernal de pobreza, y a la cara de Anne y de los niños una incongruente apariencia de vejez y derrota. Las paredes y las ventanas, y los tejados de las casas del norte, observó Grace, carecían de defensas contra los intrusos; el severo invierno subyugaba a los muebles y a la gente, así como a los árboles y a los setos y a la hierba. De pronto comprendió cuál debía de ser el motivo de alarma de sus padres cuando de pequeños iban a jugar por los prados y al regresar a casa su madre o su padre los recibían casi con miedo:
—¡Espero que no traigáis con vosotros nada de fuera!
De repente comprendió ese pavor a lo de «fuera», las batallas entabladas en su contra, el confort y la profunda bendición que sintieron quienes pasaron la primera noche en la primera cueva; y sin embargo incluso esos tuvieron que vérselas con criaturas y «cosas» de fuera; no es de extrañar que un hombre se pudiera volver loco por miedo a que su último puerto, sus pensamientos y sueños privados, ya no le pudiera ofrecer cobijo alguno.
—Sarah, ve arriba y dile a Papá que son las diez menos cuarto; dile que Grace está esperándolo para desayunar.
—Por favor, no despertéis a nadie por mí.
Grace dijo «nadie» en vez de Philip, pues le resultaba difícil dirigirse a Philip y a Anne por sus nombres, y hasta ahora había solucionado el problema refiriéndose a ellos como «tú», «él» y «ella».
—No, no lo molestarás. A Philip le gusta mucho dormir, pero luego se enfada si nadie lo despierta. Ve a despertar a Papá, Sarah.
Obedientemente Sarah subió las escaleras y quince minutos después apareció un soñoliento Philip, con cara de tener un mal sábado.
—Hola. ¿Has dormido bien?
—Sí, gracias —dijo educadamente Grace.
Él se la quedó mirando como a la espera de que le ofreciera detalles de la noche que había pasado. Apresuradamente ella contestó:
—La cama es muy cómoda.
—Una invitada educada —dijo él con una sonrisa, esperando.
Ante la persuasión de su mirada ella casi empezó a decir:
—Oh, sí, he dormido muy bien, gracias, he tenido algunos sueños extraños, he soñado…
—¿La cama era cómoda, pues?
—Sí, gracias.
—Cuando vuelvas y Papá esté aquí descubrirás que la otra habitación es más espartana.
—¡Oh! —exclamó Anne de repente, consternada—. ¡Oh! Espero que no te importe que haya semillas de patata en tu habitación.
(Grace se preguntó si la paternidad incrementaba el miedo a las cosas que «venían de fuera»).
—Le enseñé las patatas —dijo Philip.
—No me molestan lo más mínimo —les aseguró Grace, que no fue tan completamente idiota como para añadir: de hecho me gusta tener semillas de patata en mi habitación cuando paso el fin de semana en casa de alguien, aunque le extrañó no realizar algún comentario idiota de ese estilo.
Sarah y Noel ya habían terminado de desayunar. Philip, Anne y Grace estaban inmersos en su adulta fiebre del oro, seleccionando y escogiendo sugar-puffs con la cuchara mientras, entre bocado y bocado, Philip explicaba que las semillas de patata eran de una nueva variedad y que esperaba que le crecieran bien.
—¿Cuál es su característica particular? —preguntó Grace, ruborizada por esa manifestación de profunda inteligencia, recordando vagamente que cuando compraba patatas siempre pedía «King Edwards, por favor», pero que también había otras variedades, Arran Chief… cultivaban patatas casi como criaban perros de distintas características… ¿no? Ella nunca se había molestado en descubrir por qué algunas se llamaban King Edward; un buen truco para ser famoso, eso de ponerle a una patata el nombre de uno.
—Creo que saben como kumaras.
—Ah —dijo Grace.
De vuelta a Nueva Zelanda. Recordaba las kumaras, doradas, cremosas y dulces, y la cesta de lino que el viejo Jimmy le había dado a su padre, una cesta de kumaras especiales; y a su madre hablando de kumaras, las irritantes alusiones que hacía a las kumaras, como si pertenecieran a un mundo que solo ella conocía y que sus hijos no podían compartir: el mundo de los maoríes, y el maorí pa, y los viejos balleneros y cazadores de focas de los estrechos. Grace sabía que aunque su madre había sido una mujer generosa que nunca había rechazado compartir sus posesiones, otorgaba un valor especial a sus experiencias, y cuanto más hablaba de ellas y las compartía, más parecía esconderlas dentro de sí, como el tesoro de un avaro, dándoles vueltas y más vueltas, estudiándolas, deleitándose con ellas, envolviéndose egoístamente en sus sueños.
—¿Has probado las kumaras?
—Oh, sí, sí.
Así que iba a plantar una parte de Nueva Zelanda en su jardín de Winchley. A la mente de Grace acudieron más imágenes de su tierra natal: hábilmente las cogió y las apartó de sí. Cogiendo una página del periódico de la mañana de la silla de al lado fingió que la leía, pero era incapaz de asimilar las palabras o su significado. Sarah se le acercó con una pequeña muñeca desnuda envuelta en un trozo de toalla, y le explicó que su muñeca era el niño Jesús. Anne levantó a Noel del orinal y comenzó a vestirlo como un astronauta para su siesta matutina en el cochecito, sobre el césped.
Todo estaba en silencio a excepción de los murmullos de los niños. Quizá debería comentar alguna noticia, pensó Grace. Desafortunadamente, Grace era una de esas personas que podían llegar a aburrir e irritar a los demás, además de ser una angustia para sí mismos, porque sus vidas están dominadas por el «debería». «¿Qué debería hacer? ¿Crees que debería?…». Jamás se quedan en paz; tienen que forzar la situación, ajustarla, cambiarla, imponerle la inmediata inquietud del «debería».
—Me temo que no entiendo una sola palabra de este periódico —dijo tratando de que su observación sonara como una disculpa.
—¡Sarah! —dijo Anne bruscamente—. Apártate. Grace quiere leer el periódico, no la molestes.
Cuando Grace dijo «no entiendo una sola palabra», Philip se la quedó mirando con una leve expresión de inquietud; la advertía en sus ojos, parecía que hubiera perturbado un pensamiento o sentimiento durmiente y ahora motas de inquietud revolotearan a su alrededor, como si de polvo se tratara.
Grace deseó no haber dicho nada.
—A mí también me resulta difícil concentrarme —dijo Anne con convicción.
—Los periódicos son lo único que puedo leer los fines de semana, y aun así me suponen un esfuerzo —ratificó Philip.
Era como si, al hacer su observación, Grace se hubiera desmayado, y Philip y Anne, preocupados por ella, se hubieran apresurado a ayudarla, ansiosos por decirle que también ellos tenían la costumbre de desmayarse.
He de tener cuidado de no hacer otro comentario parecido, pensó Grace.
—En Sudáfrica están sucediendo cosas terribles —dijo alegremente mientras señalaba un titular.
—¿Qué cosas? —preguntó Philip.
Philip y Anne permanecían con los ojos alerta, la cabeza entre las patas, a la espera para abalanzarse sobre sus palabras. Presa del pánico, las ideas y palabras en las que Grace se debería haber apoyado se escabulleron hacia el follaje protector de la incoherencia.
—Oh, lo de siempre —dijo ella tontamente, señalando un párrafo del periódico.
De repente le pusieron el niño Jesús sobre el regazo. Cogió la muñeca y la dejó con la cabeza apoyada contra la pata de la mesa; no tenía ojos; se los habían sacado y le habían agrietado las cuencas como si fueran diminutas canteras de piedra caliza; tenía la barriga regordeta y al ombligo (la única y orgullosa inmodestia aceptada por los fabricantes de muñecas, que decidieron entonces sacarle el máximo provecho a esa parte de la anatomía) le sobresalían los bordes, y era profundo como una pequeña piscina hinchable; no tenía sexo, pero Sarah le había asegurado a Grace que el niño Jesús se trataba de una niña.
Tímidamente Grace mantuvo la muñeca apoyada contra la mesa; resistiendo la alarmante tentación de sostenerla entre sus brazos, contra su pecho. Tal y como suele pasar con los niños, cuyas sensibles antenas no dejan de captar las emociones de los adultos, Sarah advirtió que Grace deseaba quedarse su niño Jesús. Así, de repente alargó el brazo y lo reclamó, rodeándolo con sus brazos de manera protectora y colocándole el trozo de toalla contra la cabeza.
Se quedó mirando a Grace directa, pero amablemente.
—Es mi niño Jesús —dijo, levemente desafiante.
Grace miró alrededor con aire furtivo. «Espero que nadie haya visto esto», pensó. Espero que nadie me lea la mente. Desearía no estar tan expuesta; desearía que fuera hora de ir a dormir; no es la noche sino el día que «tiene mil ojos». Desearía…
—¿Te gusta el arroz?
Anne ya estaba pensando en preparar la comida.
—Oh, sí —dijo Grace con firmeza.
Anne le podía haber preguntado si le gustaba la poesía o el teatro o el campo. Sí era la palabra favorita de Grace; le ahorraba muchas explicaciones; normalmente cuando decías No la gente te pedía explicaciones, esperaba que hablaras, discutía contigo para demostrar que tu No debería haber sido un Sí.
—Papá es divertido —dijo Anne. Hizo una pausa y dirigió la mirada hacia Philip, traspasándole con cuidado a él la responsabilidad de comentar las peculiaridades de su padre.
—Sí —se rio Philip—. Papá dice que el arroz es un postre. Se niega a comerlo de primer plato; simplemente lo rechaza. Pero sí se come el mismo arroz al día siguiente si lo llamamos postre.
—Bueno, nunca lo ha tomado como primer plato —dijo Anne, defendiendo a su padre ahora que estaba siendo criticado—. Para él, el arroz siempre ha sido un postre.
Se rio suavemente, sin quejarse, simplemente exponiendo el hecho con sorpresa.
—He de cocinar platos especialmente para Papá. Es muy maniático. ¿Qué ocurre, Grace?
—Nada, nada.
¿Están hablando del padre de Anne?, se preguntó Grace a sí misma. O de Jimmy, mi hermano, y ese día de hace dos años en el que me dijo:
—No puedo comer huevos, nunca he sido capaz de comerme un huevo, y me di cuenta de que en los aproximadamente treinta años que hacía que lo conocía, no había sido consciente de que no «comía huevos»; no era una revelación tan simple como parecía; durante treinta años debió de tener un pacto especial con mi madre, un acuerdo para que le cocinara platos especiales; ¿por qué no me había hablado de él? A la gente le gusta hablar de la comida que no le gusta. Una vez, obtuve prestigio y fama en una familia por «odiar la piña»; todo el mundo quería mi trozo; hasta el día que decidí probarla y descubrí que me gustaba y ¡tuve que librar una continua batalla contra la tradición, tan firmemente establecida, de mi aversión por la piña!
Me pregunté si habría más cosas importantes sobre mi hermano que no sabía. Recuerdo la consternación que sentí cuando lo dijo: No como huevos… La rebelión, los celos; el vacío, como si se me hubiera escapado algo por mi falta de atención.
—Lamento no haber podido conocer a tu padre.
—Tendrás que venir otra vez para charlar sobre distomas hepáticos y riñones pulposos —le dijo Philip a Grace con una sonrisa.
Ella se sentía avergonzada al recordar la nota que le había escrito a Philip en respuesta a su invitación. ¡Ah, si pudiera vivir para siempre en el mundo de la correspondencia, escribiendo cartas (pensaba ella) atrevidas, imaginativas e ingeniosas que no revelaran su estupidez social!
—Sí —dijo ella tontamente—. Sí, he de volver. Me gusta esto.
Oh, Dios.
Su mirada vagó por la cocina.
—¿Un cigarrillo?
—No, gracias, no suelo fumar. Bueno, cogeré uno, gracias. No fumo a no ser que lo haga en compañía.
Cuando notó que los acontecimientos, que previamente habían formado un perímetro sin escapatoria, se desglosaban siguiendo el guion típico de un sábado por la mañana, se escabulló entre dos de esos puntos: murmuró una excusa y huyó a su habitación. Hizo la cama. Sacó lo que necesitaba de la bolsa. Había traído demasiadas cosas, engañándose a sí misma con sueños de: «Toma un jerez». «Esta es mi esposa, Anne. Anne, esta es Grace Cleave».
Vi demasiadas películas cuando era pequeña, pensó Grace. Sabía que nunca podría escapar de la influencia de las «películas» de los sábados, cuando ella y sus tres hermanas y un hermano acudían desordenadamente a su diversión «de balde» en el Majestic o el Opera House. Todas las esposas de las «películas» bebían jerez. Mae West también. En la familia de Grace la invitación «Toma un jerez», era una invitación a tomar parte en alguna depravación moral.
Grace sonrió para sus adentros; su imaginativa ingenuidad era increíble. Todos los periodistas son sofisticados, displicentes, sus esposas les ponen los cuernos y beben jerez; sus casas son sueños norteamericanos; suben a —no, se meten en— veloces coches rojos o blancos que van a toda pastilla por las carreteras campestres, salpicando de barro a los lugareños, haciendo sonar el claxon en los estrechos senderos…
Grace cerró la cremallera de su bolsa. Se sintió avergonzada por haber pasado tanto rato intentando decidir qué llevaría el fin de semana. Solo había salido a pasar fuera el fin de semana una o dos veces en toda su vida, y la última había sido una experiencia terrible pero también una revelación, y Grace volvió a casa obsesionada con su última adquisición de su conocimiento sobre los seres humanos —las mujeres que pasaban el fin de semana fuera llevaban un bolso con el pañuelo dentro, y cuando querían sonarse la nariz abrían la bolsa y sacaban el pañuelo.
¡Grace no lo supo hasta ese momento! Ella solía llevar el pañuelo metido en la manga y nunca llevaba el bolso arriba y abajo dentro de una casa; le habría parecido que desconfiaba de la gente.
Le estaba costando mucho hacerse a las costumbres del mundo; Grace no creía que algún día las llegara a aprender todas.
Inspeccionó el jersey y la falda que había colgado en el respaldo de una silla. Es cierto, pensó. Parezco una ama de casa desempleada. Había trabajado de asistenta y le parecía un disfraz efectivo, pero ahora que quería deshacerse del disfraz descubría que se había convertido en una parte de ella. Estaba tan acostumbrada a él que, mientras paseaba por Earls Court Road unos pocos días antes de su viaje a Winchley, una mujer de mediana edad a quien le había preguntado el camino le dijo:
—Está ahí mismo, yo también voy hacia allí, y en los cien metros del camino que hicieron juntas, la mujer aconsejó a Grace, tras juzgar su apariencia, que debería visitar una agencia en Kensington High Street si quería conseguir un buen trabajo en el servicio doméstico; le pagarían cuatro chelines la hora y la comida, y tendría un lugar moderno entre gente rica que, si trabajaba bien, puede que le trajeran huevos frescos y crema de su casa de campo.
—Los huevos y la crema hay que pagarlos, claro está —dijo la mujer—. Pero son frescos. Hágame caso y vaya a esta agencia de Kensington High Street.
—Gracias. Lo haré —le prometió Grace.
12
Grace sintió que su pánico iba en aumento ante la idea de bajar y unirse a la familia. Cuanto más tiempo permanecía en la habitación, más miedo tenía. Decidió que si se iba a dar un paseo evitaría la incomodidad de intentar ser sociable. Se puso el abrigo y un pañuelo en la cabeza, cogió los guantes y el pequeño monedero, y bajó con decisión a la cocina.
—Grace-Cleave se va a dar un paseo —dijo, empleando la forma que tenía Sarah de referirse a ella.
—¿Todavía paseas por Londres? —preguntó Philip.
Durante la entrevista que le había hecho en Londres, cuando él le preguntó: «Qué haces cuando no estás escribiendo», ella había respondido: «Paseo por las calles. Paseo y paseo».
—Sí, todavía paseo.
—¿Y vas muy lejos?
—Oh —dijo ella desafiante, recordando que solo había ido verdaderamente lejos durante la huelga de autobuses—. Voy de, digamos, Kentish Town a Camberwell.
—¡De Kentish Town a Camberwell!
—Sí.
Como si lo hiciera casi diario.
—Normalmente (modificó su fanfarronada), paseo solo tres o cuatro kilómetros.
—A Papá le encanta pasear. Pero no está acostumbrado.
—Oh, sí que lo está, en una granja hay que caminar mucho.
—¿No conducía?
—Sí, pero hay que caminar para inspeccionar cercas, buscar ovejas…
—Pero en general eso lo hacen a caballo, ¿no, querida?
—Sí, supongo que sí.
Philip soltó una gran carcajada.
—Papá pasea sobre todo por culpa de sus intestinos.
—Sí. Le da mucha vergüenza, ¿no, Phil?
—Creo que le gusta pasear, pero en general lo hace pensando en sus intestinos.
—Pero le proporciona algo que hacer, ¿no, Phil?
—Sí, amor.
Grace se dirigió hacia la puerta. Mareada por el subtexto de la conversación.
En tono de invitada dijo:
—Estaré fuera un par de horas.
Anne, que estaba en la lavadora preparando la colada semanal, se inclinó y sacó un pequeño zapato mojado.
—Oh, Phil, aquí está el zapato de Noel. ¿Crees que se secará?
Se volvió hacia Grace.
—Habíamos pensado en ir a Winchley esta tarde para enseñarte los alrededores e ir a cambiar el libro de Sarah a la biblioteca. ¿Te gustaría venir?
—¡Oh, sí!
—Hace un muy buen día.
—Almorzaremos sobre la una —dijo Philip, ejerciendo de anfitrión, mientras Grace salía por la puerta trasera.
Fue con ella.
—¿Quieres un mapa?
—¡Oh, sí!
Le dio un mapa.
—Muchas gracias.
Le marcó su calle.
—Ahora estás aquí. El pueblo está por ahí. Y ahí está el campo de golf.
Cruzaron el jardín. Le señaló un pequeño arbusto de romero envejecido y gris que había entre las moribundas plantas heladas.
—Esperemos que el romero haya sobrevivido. Es una suerte que lo hayamos podido cultivar aquí.
—Sí —dijo Grace.
Le mostró la puerta negra y el sendero que tenía que coger para llegar al pueblo.
—Adiós.
—Adiós. Hasta luego.
A solas, cruzada ya la puerta, Grace respiró aliviada, sintiéndose libre.
13
En seguida fue consciente del engaño del tiempo. Al mirar por la ventana desde dentro de casa, en la cocina junto a Philip y Anne y Noel y Sarah, vivos y humanos, Grace había creído que el día era soleado. Anne también se había equivocado, pues desde ese cálido entorno familiar había dicho:
—Hace un día radiante y muy prometedor.
Los llamativos primeros rayos de luz de la mañana tenían el aspecto de haber sido suavizados por el sol invernal —esto es, desde la cocina de los Thirkettle.
Ahora, a solas, mientras intentaba caminar sobre las capas de hielo que había en el camino que atravesaba el parque, Grace miró a su alrededor un paisaje que toda vida le había causado desazón; hierba empapada; pequeñas pilas de nieve; aguanieve; los árboles desnudos y grises como si la tormenta, cual plaga de langostas, les hubiera dejado sin vida. Grace pataleó para desentumecerse los pies. Caminó con cuidado, con los brazos ligeramente separados, como alas. Allí arriba, en el norte, la corriente parecía provenir de algún lugar del cielo, como si la puerta de las casas de los Dioses se hubiera quedado abierta —el Trueno, la Guerra, la Venganza, la Noche; el frío del viento que soplaba desde sus cavernas celestiales era tan penetrante y paralizador que Grace sentía deseos de ponerse de rodillas sobre el hielo e implorar misericordia. Siguió caminando, sin detenerse, temblando, la piel implorándole en vano al tiempo un poco de caridad, y a pesar de todo su mente se deleitaba con el drama de ese hemisferio extranjero en el que Norte era una palabra amenazante y Sur una promesa de sol y calor. Las expresiones típicas de su país —arriba, en el norte; abajo, en el sur, no tenían sentido en esta parte del mundo. La combinación de las dos expresiones —aquí, en el norte; ahí, en el norte, anulaba mutuamente su sentido de una forma que hacía que Grace se sintiera perdida en un desierto o llanura nevada de referencias; se le heló la mente; el sí-sí mató al no-no; el día y la noche fueron borrados…
***
Finalmente llegó al pequeño conjunto de tiendas que formaban el pueblo. Solo pudo ver los típicos escaparates polvorientos de las tiendas de los pueblos —gigantescos paquetes de cigarrillos, cajas de mantequilla, oxidadas latas de melocotones y peras, todo rebajado; el revoltijo de botonesalgodones-lanas de una mercería; fruta marchita, «fresca de la mañana». Era como estar en un humilde suburbio londinense. Al menos, pensó, el cielo está limpio del humo londinense. La luz era distante y gris, y ahora que había andado más de un kilómetro el congelado aire le proporcionaba su recompensa, pellizcándole y abofeteándole la piel como si su intención, frecuentemente incomprendida, fuera resucitar a la raza humana en vez de sepultarla bajo el hielo.
También pájaros, pensó Grace, recordando en lo que se había convertido; Filomela; Procne; era una vieja tradición; debemos cuidar los mitos, pensó; solo así lograremos sobrevivir. Sobrevivir, sobrevivir; la palabra la agotaba; aquí, en el hemisferio norte, sobrevivir era un acto tan consciente como procurarse la comida y el sexo y el cobijo, y sin embargo ya no era una prerrogativa exclusiva del norte; incluso en el cálido sur ocupaba sus mentes; así pues, ¿se convertirían las estaciones; se convertiría la gente —en animales, o en pájaros, tal y como había hecho ella?
Abrió su mapa de Winchley, localizó el pueblo, consultó el reloj y escogió una calle cuyo último edificio estaba destacado en negro: Escuela Industrial.
¿Por qué el pasado no dejaba de entrar en erupción y de verter recuerdos peligrosos durante todo el fin de semana?
La Escuela Industrial. Se estremeció de miedo y su corazón aceleró el pulso. Pasaré por delante, se dijo a sí misma, veré el tipo de lugar al que mi padre solía amenazar con enviar a Isy.
—Irás a la Escuela Industrial de Caversham. Es la Escuela Industrial ideal para ti. Tendremos que enviarla a la Escuela Industrial.
A Grace le sorprendió recordar que no pensaba en la Escuela Industrial como en una escuela, y que era la palabra Industrial lo que le daba miedo; le venía a la cabeza la imagen de un amplio vestíbulo (conectado de alguna forma, Grace solía pensar, con la canción que Isy cantaba y que a su madre no le gustaba nada
Y cuando muera
no me entierres,
conserva mis huesos
en Alco Hall),
un lugar repleto de esqueletos negros que no dejaban de dar vueltas (como si fuera un «móvil» de un escultor), cuya carne estaba hecha de polvo, y cuando te enviaban a la Escuela Industrial quedabas atrapado en el interior de un esqueleto y te obligaban a dar vueltas en una furia de polvo negro hasta que finalmente tu cuerpo se volvía indistinguible del esqueleto, y si venían a visitar el Vestíbulo (madre, padre, tías, tíos del norte o del sur) ni siquiera se darían cuenta de que estabas prisionera; no podrían verte, y si todavía tenías voz e intentabas hablar con ellos, no te oirían.
Grace no había asociado la palabra «escuela» a un lugar de aprendizaje porque la experiencia le había enseñado a sospechar del significado de las palabras. ¿Acaso no cantaba ella Dios Salve Nuestra Graciosa Lata, y luego descubrió que «lata» no era una lata de queroseno sino un anciano con medallas y una barba? ¿Acaso no tenía prohibido ir al polvorín del barracón de prácticas militares, y luego descubrió a su madre leyendo un libro que describió despreocupadamente como «La revista del Ferrocarril»? Tras experiencias como estas, Grace supo que había que tener mucho cuidado con las palabras. Su madre también la había convencido de esto. Al hablar de las ballenas.
—A una familia de ballenas, niños, se le llama escuela.
—¿Escuela? Eso es ridículo.
—Sí, una escuela de ballenas.
—¿Una escuela de Gales?
—Pronuncia bien las palabras —le dijo su padre, pues era muy quisquilloso con la pronunciación.
—Se dice ballenas.
Así que, prefiriendo el significado inesperado, pues no soportaba que la pillaran desprevenida, Grace nunca había revisado la creencia de que una Escuela Industrial era un grupo o familia de polvorientos esqueletos negros que daba vueltas en un amplio vestíbulo. Sin duda habría sido terrible enviar a Isy a un lugar así.
Grace recordó el miedo que tenía cuando, tumbada en la cama con sus hermanas dormidas, de repente imaginaba que venían a buscar a Isy y se la llevaban. La cogían del brazo y ella gritaba, tal y como solía hacer cuando jugaban: —¡Me vas a arrancar el brazo! (Normalmente decir «arrancar» ya era suficiente para que quien fuera dejara de tirar, pues a uno le venía a la cabeza la sobrecogedora imagen de estar sosteniendo el brazo suelto sin saber cómo volverlo a encajar, con los padres alrededor y un castigo a la vista, lo cual era una situación incómoda). Grace sabía, sin embargo, que cuando «ellos» vinieran a buscar a Isy para llevársela a la Escuela Industrial, nada ni nadie los detendría, seguirían tirando, e Isy, con el brazo en su sitio o no, quedaría aprisionada y lentamente sepultada por el polvo negro.
***
Ahora ya no se veía el pueblo. Grace iba por la calle que conducía a la Escuela Industrial. Pasó por delante de una tienda solitaria en la que compró cigarrillos y una barrita de chocolate con pasas. También por delante de una iglesia, y luego por delante de una residencia de ancianos formada por grupos de pequeños apartamentos con un salón común que daba a la calle. A través del ventanal, que iba del suelo al techo, Grace pudo ver a un grupo de hombres y mujeres sentados en sillones y que miraban por la ventana a la calle, a la gente, al tráfico ocasional. Aunque el motivo del gran ventanal era poner a los ancianos en contacto con la vida de la calle, al verlos y advertir que no había parte alguna del salón que quedara fuera de la mirada pública, lo que Grace sintió fue desolación, y la sórdida y dura verdad de que, a causa de un considerado mal uso de la arquitectura, se había conferido a los moradores de los apartamentos la atípica característica de parecer lo que, de hecho, eran: no parecía que estuvieran felizmente sentados en una sala común, haciendo calceta, o leyendo, o mirando por la ventana el interesante paisaje, sino más bien que eran clientes de una agencia de viajes o pasajeros en una estación de autobús esperando la salida; uno podía imaginar repartidos sobre las mesillas bajas que ayudaban a darle al salón una apariencia «contemporánea» los folletos brillantes, ilustrados señuelos que ofrecen un mañana desconocido. Al menos, pensó Grace, el tiempo será infinito, no el ya calculado de tantos días a tantas guineas, y nada de Mañanas Libres o Excursiones Vespertinas.
Pero ¿cómo me atrevo? Se dijo a sí misma. Son felices. Les gusta ver el mundo exterior. No sienten deseos de quedarse encerrados entre las oscuras paredes de ladrillo en habitaciones con altos ventanucos. Es solo que ofende mi sensibilidad que la vejez esté tan claramente a la espera de adquirir un billete para el mundo de los muertos; quizá ellos (ellos, ellos, ellos) son suficientemente sabios como para disfrutarlo; las agencias de viaje, las estaciones de autobús, son lugares interesantes; frecuentar zonas de llegada y salida agiliza la mente y enriquece el corazón.
Grace descubrió que siempre podía evitar un pensamiento perturbador convirtiéndolo en una memez.
La Escuela Industrial estaba cerca. Sintió el golpeteo sordo de su corazón. Tenía miedo. Ver una Escuela Industrial después de todos estos años de vulnerabilidad infantil, cuando los adultos tenían la potestad de amenazar y castigar, y el mundo de una estaba poblado por aterradoras imágenes de «inspectores de novillos», «funcionarios de la beneficencia», «inspectores de salud», «Escuelas Industriales» y «reformatorios». Por un momento a Grace le faltó el valor. Tenía la extravagante idea de que cuando pasara por delante de la escuela sería apresada, se la llevarían dentro y la harían prisionera para siempre. ¿Sería ahí adonde realmente había ido Isy al final, cuando murió? A veces lo había pensado. Está con Dios, había dicho su madre, y se ponía a explicar con grandes aspavientos lo genial que sería volver a verla el Día de la Resurrección, aunque se negó a reconocer o explicar las dificultades inherentes a esa reunión del Día de Resurrección. Hacía falta espacio para resucitar, alguna forma para que te reconocieran —de nada serviría la jocosa señal de su padre: «una navaja blanca en el bolsillo izquierdo del chaleco». También habría discrepancias con la edad…, Grace estaba segura de que no funcionaría, de que nunca podría funcionar, se tendría que hacer alguna otra cosa.
No estaba segura, pues, del paradero de Isy. Estaba muy bien eso de estar «con Dios», pero se trataba de una localización indefinida que no describía ningún lugar, y Grace sabía que cuando su madre se las veía con preguntas de difícil respuesta tendía a ser imprecisa. La gente que estaba «ausente» solía estar muerta. Las «vacaciones» eran la cárcel. Las «crisis nerviosas» equivalían a la locura, a creer que eras el Rey de las Islas Salomón. Grace aprendió bien temprano que las palabras eran engañosas y recibía esas afirmaciones con sospecha. ¡Claro, «con Dios»! ¿Dónde, si no, iba a estar Isy cuando la habían amenazado tantas veces con la Escuela Industrial? ¿Dónde, sino en la Escuela Industrial?
Eran casi las doce en punto. La pálida luz azul del cielo había desaparecido. El mundo era tristemente gris. Sopló un helado viento proveniente de la llanura que empujó las viejas hojas quebradizas por el pavimento y que parecía estar a punto de convertir el aire en hielo. A Grace le costaba respirar. Ralentizó sus pasos para hacer acopio de valor antes de llegar a la Escuela Industrial. Volvió a consultar el mapa otra vez y lo comparó con su propia posición en la calle. Sí, la Escuela Industrial debería de estar aquí, aquí, dijo con firmeza, volviendo sus ojos con valentía hacia la derecha. La Escuela Industrial no estaba. Volvió a consultar el mapa para asegurarse de su posición. Y de nuevo volvió a mirar a su alrededor; la Escuela Industrial no estaba.
Es un mapa antiguo, sí, un mapa antiguo, dijo, temblando. El sol se había ido ya. ¿Estoy soñando?, se dijo a sí misma. Se imaginó la conversación que tendría cuando regresara a la casa de los Thirkettle:
—¿Adónde has ido?
—He ido hasta la Escuela Industrial.
Ellos se la quedarían mirando desconcertados.
—¿La Escuela Industrial?
Pero estaba aquí, dibujada en el mapa, etiquetada, con sus edificios perfectamente perfilados en negro.
Procne. Filomela. El trago del verano. «Que perezcan los viejos Dioses, pero fuera del mar del tiempo».
Su padre, siempre impaciente con los Dioses, habría alzado la voz hacia el cielo norteño:
—¡Esto es una nevera! ¿Es que no podéis cerrar la maldita puerta?
Grace se alzó el cuello del abrigo y lentamente emprendió el camino de regreso a Holly Road.
¿Cómo podía haberse acostumbrado a vivir en Gran Bretaña?, se preguntó. Cómo podía haber sido capaz de cambiar el sol, la playa, el resplandeciente entoldado de luz, el espectacular paisaje, las montañas, los ríos, los barrancos, los glaciares, por la sangrante herida de ladrillo que parecía formar parte intrínseca de este país; por los larguiruchos árboles invernales; tan mustios, creciendo en medio de la miseria, como si un dios descuidado, al inclinarse para tratar de limpiar la herida, hubiera utilizado unas cuantas ramitas para examinarla, y divertido por la imagen, las hubiera dejado clavadas en la herida. Gran Bretaña estaba llena de basura y papeles de desecho, billetes de autobús, billetes de autobús —una vez, mientras bajaba del autobús, Grace depositó diligentemente el billete usado en el «receptáculo indicado», pero lo hizo con demasiado ímpetu, y antes de darse cuenta el contenido del cubo había quedado desparramado por las escalerillas del autobús y en la calle; una tormenta de nieve de billetes en la que Grace Cleave, como siempre disculpándose, quedó abandonada. Era una sombría e invernal tierra gris y había demasiada gente; era la gente la que provocaba la miseria; si ha de haber nieve, que sea bien lejos de la raza humana; no; por cada contaminación hay un poema.
Llegó al parque. La pobreza del norte casi le hace llorar; no se trataba de pobreza material, ni de falta de dinero o de trabajo, sino ese mundo apagado y sus pobres reservas de sol y calor; la gente de Winchley nunca se podría sentar a tomar vino en una mesita bajo el cielo; cuando la riqueza volviera (¿y por qué no habría de hacerlo?) se celebrarían banquetes en los amplios vestíbulos norteños, beberían veneno en cálices y sobrevivirían.
***
Casi había llegado a la calle cuando apareció una mujer de una de las casas con terraza que daba al campo. Llevaba un vestido a retales blancos y negros que destacaba nítidamente en el día gris. Para asombro de Grace, de repente la mujer aleteó con los brazos, luego abrió la boca, graznó tres veces y se quedó callada. Luego volvió a graznar. Grace se quedó mirando su vestido a retales blancos y negros, escuchó sus graznidos, y pensó: Es una urraca. No es una mujer, es un pájaro. Y al observar más detenidamente a la mujer advirtió que tenía lugar la metamorfosis final —la había sorprendido en su metamorfosis privada—, vio cómo los brazos se tornaban alas, el vestido a retales blancos y negros se convertía en plumas que le envolvían el cuerpo, la nariz se alargaba hasta formar un pico. No hacía falta que le cambiara la voz. Volvió a graznar otra vez; llamaba a alguien, a sus hijos. Aleteó beligerante cuando Grace pasó por delante, volvió sus fieros y brillantes ojos hacia ella, luego dejó caer una ala a su lado y, mientras batía la otra, como si hubiera un obstáculo en el aire, retomó sus graznidos.
No, no es la llamada de la urraca, sopesó Grace. Quizá se trata de un ave de las marismas; o de un chorlito; o de una avefría; ¿por qué está aquí, ahora? ¿Acaso sabe que yo también me he convertido en un pájaro? ¿Que ha llegado el momento de que vuele hacia otro verano?
—¿Has visto algo interesante en tu paseo?
—Iba andando por el campo cuando vi cómo una mujer se convertía en un pájaro.
¿Por qué no podía decir la verdad por una vez en su vida? La necesidad de contárselo a Philip y Anne, de plantarse en su cocina grande y desordenada y decir, en voz alta, he visto a una mujer convertirse en pájaro, era tan intensa que Grace no sabía si sería capaz de quedarse callada. Sabía que habría consecuencias embarazosas. Consuelos apresurados. El tema pasaría a ser otro más inofensivo. Su limitada vida social le hizo estar segura de la respuesta que tendrían sus noticias; no se cuestionó la precisión de su pronóstico, aunque sabía que estaba siendo injusta con Philip y Anne. Quizá por primera vez en su vida se encontraba entre gente cuya imaginación no residía en una pequeña habitación oscura sin ventanas, cuya comprensión y benevolencia eran liberales, osadas.
¿Por qué no decírselo, por qué no explicárselo?, se dijo a sí misma. No quiero habitar el mundo humano bajo premisas falsas. Es un alivio haber descubierto mi identidad después de la confusión al respecto durante tantos años. ¿Por qué la gente habría de tener miedo si confío en ellos? Pero la gente siempre tendrá miedo y celos de aquellos que finalmente descubren su identidad; es algo que les lleva a considerar la suya, a recluirla, a mimarla, temerosos de que alguien la tome prestada o interfiera en ella, y cuando están enfrascados en el acto de protegerla sufren una conmoción al descubrir que su identidad no existe, que se trata de algo que han soñado y que nunca han llegado a conocer; y entonces da comienzo la meticulosa búsqueda: qué escogerán —¿un animal? ¿Otro ser humano? ¿Un insecto? ¿Un pájaro?
Si le confío a alguien que me he convertido en un pájaro puede que otros también quieran realizar una metamorfosis similar; o puede que la conmoción sea tan grande que incluso Philip y Anne, ambos con capacidad intelectual suficiente para afrontar situaciones inesperadas, no sean capaces de adaptarse a tiempo, aceptar la verdad de mi identidad. El esfuerzo de estarse adaptando constantemente a tantos acontecimientos y descubrimientos aterradores es demasiado para poder soportarlo sin volverse loca; una ha de seguir fingiendo que se adapta con éxito al nuevo molde; llegará un momento en el que la mente aleccionada y camuflada se venga abajo por la carga; al insecto palo de nuestro cerebro ya no le importa parecerse a una ramita en el mismo árbol humano de siempre, con la mera esperanza de sobrevivir a la extinción.
(Continuará…)
