Janet Frame

PRIMERA PARTE
EL FIN DE SEMANA
1
Cuando llegó a este país el cuerpo ya le había dejado de crecer, sus huesos habían aceptado sedimentos antípodas suficientes como para que le duraran hasta la muerte, el pelo que antaño había refulgido pelirrojo al sol del sur se había desvaído y apagado en el nuevo hemisferio, tenía treinta años, y estaba soltera, a excepción de unos pocos meses adúlteros con un (supuesto) escritor norteamericano que cuando se despertaba por las mañanas, decía:
—Escribo mejor con el estómago vacío.
Cogía un pequeño trozo de papel del abrigo de tweed que colgaba a los pies de la cama de matrimonio y escribía una línea. Una línea cada día. Ella también era, supuestamente, escritora, y entre la segunda y la tercera parte de su novela «en marcha» el fin de semana se inmiscuyó; se quedó atascado en la garganta de su novela; nada podía entrar o salir, su libro corría peligro de convertirse en un «hijo adoptivo del silencio».
De modo que tuvo que hacer uso de la cirugía literaria para liberar a sus personajes de su forzado baile o vuelo. Escribió la historia del fin de semana.
Nevaba. Hacía semanas que las plantas del jardín tenían una lamentable apariencia gris que te hacía pensar que habían sufrido una apoplejía e iban a morir. El mismo aspecto tenía el rostro del anciano que se había desmayado en la acera delante de la estación Victoria, y los hombres de la ambulancia lo cubrieron con una manta gris, y la gente decía:
—Está muerto, se nota, cuando la cara se queda así de gris…
El hollín dejaba huellas por todas partes; después del lustroso sueño lleno de nieve de la primera noche la ciudad siguió su curso con su propia lujuria de humo, papeles rotos y billetes de autobús. La cáscara leonada de los doce azafranes del jardín delantero de su apartamento se había reblandecido y ya empezaban a salir los débiles brotes de color crema. Del árbol junto a la pared del rincón, que había perdido las hojas antes de Navidad, seguían saliendo misteriosamente crepitantes y nervudas hojas que avanzaban hacia la puerta trasera por encima del sumidero, cubriendo el pequeño arrecife coralino de óxido que salpicaba la entrada del bajante. En el patio trasero había tres cubas con plantas —dos con árboles de hoja perenne, aunque solo de nombre, pues sus resistentes y correosas hojas estaban cubiertas de hollín; y un geranio de hojas marchitas cuyos tallos, que parecían zarcillos de pelo envejecido, nacían en medio del hollín y de la nieve derretida que cubría la tierra. ¿Estaban muertos los geranios? Siempre que los miraba se preguntaba si lo estaban, pues en su propio país no había visto nunca geranios que no estuvieran en flor, eran demasiado vitales para permanecer en latencia, «cubiertos» durante la larga noche invernal con sus propias cenizas de un gris mortal.
En mi propio país.
Ya no utilizaba esa expresión tanto como al poco de llegar. Antes decía En Casa, Allá en mi Casa, De donde vengo… Es curioso, aquí… mientras que nosotros siempre… tú haces esto, nosotros hacemos… tú… nosotros… aquí… ahí…
Y luego estaba la cuestión de la Cruz del Sur, lo de intentar incluir oscuras estrellas en un cielo norteño ya atestado, expulsando Aldebarán, la Osa, e intentando reemplazar incluso el mar de luces de ciudad con solitarias estrellas del sur, pero no llegaba lo suficientemente lejos como para alcanzarlas; y se daba finalmente por vencida, olvidándose del Nosotros, ahí, en casa, de donde vengo, en mi país; que ahora recordaba solo por una o dos cosas —el tiempo de su clima; el geranio marchito —¿seguro que si moría el geranio no moriría todo?
Dentro, las estufas eléctricas absorbían y expulsaban el mismo aire viciado y pervertido; el cubo de basura de la cocina estaba lleno de botes de sopa vacíos; en las paredes del baño relucía el musgo, humedad coagulada de la colada de la semana pasada.
Se sentó a escribir su novela.
Fin de la Segunda parte.
Tercera parte, página uno, página dos, página tres, «me dijeron que habías ido a verla, y que me mencionaste…».
Página cuatro.
Y entonces, una mañana, el Times para el señor Burton, el Director’s Journal para el señor Willow, una carta de Nigeria para el señor y la señora Mill-Semple, publicidad para Grace —Agencia de asistentas—, ¿son tus asistentas limpias, eficientes, puntuales? Y, también para Grace, una postal escrita con esmero —Señorita Grace Cleave: ¿Sabe que la temperatura en Relham es cero coma quince grados más alta que en Londres? ¡Venga a disfrutarla! Philip Thirkettle.
Ahora los viajes ya no eran cosa sencilla para Grace; nada es sencillo si tu mente es un servil vagabundo que va del peligroso mundo exterior al secreto y seguro mundo interior; si al llegar la noche tus pensamientos se arrastran Página 8 cual un animal peludo escondido en la oscuridad a la espera de encontrar, apresar y matar su comida y llevársela de vuelta a la casa secreta del mundo secreto, solo para descubrir que este ha desaparecido o se ha agrandado de tal modo que se ha convertido en una pesadilla pública; entonces bestias extrañas deambulan de arriba abajo como moscas en el techo; batiendo sus alas de color carmesí, las cortinas ondean; un hombre triste con un chaleco azul de botones verdes se sienta en el centro de la habitación, llorando porque se ha tragado el espejo y le duele, y eructa en flashes de vidrio y luz; si las gallaretas se mueven y gritan; han desplegado el mundo, del revés, por la gran escalera de mármol; una alfombra manchada y raída; los huecos zapatos plateados de baile, trompetas de caza…
De nada sirve decir Freud, Freud. La gente suele hacerlo, ya sabes. Como si estrujaran una esponja endurecida.
Nada era sencillo, conocido, seguro, creíble, identificable. Los límites no eran posibles cuando nada tenía fin, las formas eran circulares y no había principio alguno. La tormenta rugía, y Grace Cleave se encontraba en medio, apretando con una mano la falda contra las rodillas, con la otra el apagado y desvaído pelo contra el cráneo. En estas circunstancias había que ser valiente para estar con gente, aunque solo fuera durante cinco o diez minutos. Un fin de semana en Relham con Philip Thirkettle, su esposa Anne, el padre de esta, Reuben, y quizá —Grace no lo sabía— uno o dos niños parecía la promesa de una pesadilla. No habría escapatoria. Dos o tres días. Los problemas de a qué hora levantarse, cuándo ir a la cama, qué decir, adónde ir, y cuándo, habían alcanzado para Grace los límites de la insolubilidad: y es que durante la noche Grace Cleave se había convertido en un pájaro migratorio.
Sí, ahora se reía de ello, pero al principio se había asustado. Por la tarde, el locutor que leía la predicción meteorológica antes de las noticias de la una había dicho:
—Aviso de deshielo. Un lento deshielo se acerca, con lluvias, desde el oeste.
Grace fue a la ventana del salón y miró fuera, y sintió en sus huesos cómo se acercaba el lento deshielo desde el oeste, y sintió que se le detenía la sangre, y que se le arremolinaba hacia la izquierda, luego a la derecha, ensayando así su cálido fluir primaveral; una porosa nube gris de lluvia se le metió en la cabeza y allí se instaló, empapando sus pensamientos, antes claros y precisos, humedeciéndolos como desiguales eslabones de plata, como gotas de una ligera neblina.
Miró más allá de las luces del concesionario de coches de ocasión. Coches europeos, y más allá de los altos edificios con escaleras flotantes, calefacción bajo el suelo, alquiler por novecientos noventa y nueve años, hacia el cielo oscuro, donde un pequeño rayo de sol había conseguido atravesar el denso seto de nubes hasta alcanzar, la cubierta amarilla revestida ahora de verde, un callejón repentinamente veraniego. Notó en la piel la subida de temperatura, soltó la falda que había mantenido apretada contra las rodillas, se apartó de la ventana y se dejó caer, despatarrada, en el sillón que el agente, al realizar el inventario de muebles, describió como parte de «un juego de tres piezas, con almohadas y fundas florales». Y esa noche Grace no continuó con la página cuatro de la tercera parte de la novela. Se fue a la cama pronto, llevando una pastilla para dormir en un pequeño plato de aluminio en el que antes había una Tarta de Manzana Lyons Individual. Se tomó la pastilla, se durmió, pero se despertó a medianoche, y se quedó tumbada pensando en la temperatura, la luz, los pájaros migratorios, el efecto Coriolis; y en el avance del lento deshielo, con lluvias, proveniente del oeste; y en la neblina de su cabeza, y la sangre comenzó a fluir libremente, liberada ya de su pozo glacial; y el corazón le comenzó a latir con más fuerza al sentir en la piel de brazos y piernas, de pechos y barriga, e incluso en lo alto de la cabeza, el pequeño picor de las incipientes plumas que empezaban a salir. Sacó el brazo de debajo de la ropa de cama y presionó el botón blanco que encendía la lamparilla de noche; apartó las mantas y se examinó la piel. No tenía plumas. Solo la sensación de plumones y cálamos, y estas, junto con otras manifestaciones del otro mundo, podían mantenerse en secreto; nadie más tenía por qué saberlo. En cierto modo, era un alivio descubrir su verdadera identidad. Durante mucho tiempo había notado que no era humana, y sin embargo era incapaz de sentirse cercana a una especie alternativa; ahora había hallado la solución; era un pájaro migratorio; ¿un mosquitero, una lavandera, un carpintero? ¿Un oruguero, un charlatán, un págalo? ¿Un albatros, un obispo colorado, una becasina?
***
Se quedó dormida, y volvió a despertarse cuando empezó a oír el tráfico de la mañana y las sacudidas de los primeros trenes subterráneos, parecían muy cercanos, Grace se preguntó si la línea pasaba directamente debajo de su apartamento, siempre lo había querido preguntar pero luego se olvidaba de localizar el breve temblor regular. Ah, entonces se acordó. Sabía que se había concentrado en el tráfico para olvidar un pensamiento más urgente; se había convertido en un pájaro migratorio.
¿Cómo te sientes? Se preguntó a sí misma, ya sin temor, casi disfrutando de lo divertido de la situación.
—Muy bien —contestó—. No muy distinta, básicamente aliviada de saberlo al fin; lo único es que ahora me voy a sentir más sola que nunca, me temo que en cuanto me haya convertido totalmente en un pájaro ya no habrá marcha atrás, puede que me convierta en otra especie, que siga avanzando. ¿Hacia dónde? No lo sé, pero cada vez más y más lejos del mundo de los humanos.
Enterró el rostro en la almohada; intentó encontrar las razones entre las luces de colores que refulgían en la parte posterior de sus ojos, entre las franjas rojas y amarillas, los árboles marrones, el sol en movimiento en la esquina oeste del final de una línea de color carmesí. ¿Por qué un pájaro migratorio? Sin duda porque había viajado desde el otro lado del mundo. Quizá añoro mi país y no me había dado cuenta. ¿Siento añoranza? Hace tanto tiempo que no pienso en mi tierra; mi tierra y mi gente, así es como se dice, como si fuera una oración de esas en las que una murmura Poseo en vez de Quiero, un acuerdo de felicitación entre una misma y Dios, he intentado olvidarme de mi tierra y de mi gente; cuando las revistas llegan las tiro sin abrir al fondo del armario; pero sí leo las cartas. ¿Te acuerdas de Willy Flute? ¿El Willy Flute que salía con Mary Macintosh? Bueno, pues ha muerto. ¿Willy Flute? ¿El de los ojos iluminados por el sol? ¿Mary Macintosh? ¿La fulana estirada de la Oficina de Correos, donde los Permisos de Tráfico? No, no los recuerdo, estoy adormecida, entumecida, al menos no voy a escribir poemas y relatos que empiecen diciendo En mi país, y estén llenos de nostalgia por «el croar de las ramas» «al otro lado la luna». ¿Dónde? ¿En Oamaru, Timaru, Waianakarua? No, esa forma de pensar y de soñar no es para mí.
Soy un pájaro migratorio. Una cigüeña, una golondrina, un ruiseñor, un cuco, una pardela. Una pardela sombría —¿recuerdas? Viven en madrigueras, se cazan en el sur y te dejan la boca y la cara cubiertas de una grasa marrón oscura, es como comer tierra convertida en carne y grasa, y después te sientes tan pesada que parece que te vayas a hundir en una tumba llena de grasa, profunda y caliente como la madriguera de una sombría pardela —ya está, ya lo he dicho. Pardela sombría. No. Puffinus griseus. Y también está el nombre maorí, titi, el viejo Jimmy Wanaka lo sabía, era el amigo más antiguo de mi padre, el primer maorí maquinista del país —¿recuerdas? Los fines de semana iban a pescar salmón juntos, una vez dejaron el pescado en las cocheras de «las afueras de Waitaki» mientras se iban a almorzar, y les robaron el pescado, e inevitablemente madre compuso una cancioncilla
Un día Jim y yo fuimos
a casa a por un bocado y una sopa.
Alguien entró a robar en la cochera
donde nos íbamos a echar.
Alguien nos robó el salmón, alguien nos robó el salmón,
sé que solo era un poco de jamón
y luego farfullaba una última línea que nadie entendía, dicha en ese tono que se utiliza para soltar vulgaridades, salvo que mi madre nunca era «vulgar»…
Oh no, no debo recordar, pensó Grace. Soy un pájaro migratorio. Vivo en Londres. La Cruz del Sur me atraviesa el corazón en vez de atravesar el cielo, y no puedo verla o caminar por debajo, y no me importa, no me importa. Ya no ordeño vacas ni me quedo todo el día sentada mirando los rebaños de ovejas, tampoco paseo por debajo de los eucaliptos sin corteza junto a riachuelos y cascadas de lecho dorado; qué aire más centelleante; nunca había visto tantas hojas, primavera, verano, otoño e invierno, las hojas me han sepultado, mira cómo surge mi mano entre su suavidad, Ayuda.
***
Aquí —el trémulo pero siempre intacto caparazón de tráfico. Los coches florecen al borde del camino. La trampa de las comparaciones resulta tan fútil como ir corriendo a poner patatas en una cesta.
Sonriente, Grace Cleave se levantó, se bañó, se vistió, hizo la cama y, ya sin miedo de ser un pájaro migratorio, fue hasta la ventana y volvió a mirar afuera, hacia el lento deshielo que se acercaba, con lluvias, desde el oeste. Luego abrió los cerrojos de las puertas principal y trasera, descorrió las cadenas de la ranura (¡Ladrones! ¡Roban todas las noches!), desatrancó la cerradura Yale, abrió el pestillo Chubb y, tras abrir la puerta principal, subió las escaleras para coger el correo.
—Señorita Grace Cleave, ¿sabe que la temperatura en Relham es cero coma quince grados más alta que en Londres? ¡Venga a disfrutarla! Philip Thirkettle.
2
Grace Cleave, como os he dicho, era escritora, aunque los caseros con miedo por los pagos preferían que se presentara como «periodista» o «estudiante becada» o «alguien dedicado a alguna profesión liberal». Se había dado cuenta de que aquellos que se describían a sí mismos como escritores eran quienes terminaban luego en los juzgados acusados de no haber pagado el alquiler, los billetes de transporte o las facturas de imprudentes almuerzos en cafeterías. Con voz burlona el fiscal diría:
—Se describe a sí mismo como escritor, señoría.
—¿Escritor? Vaya, pensaba que hoy día los escritores ganaban mucho dinero. Con la televisión, las películas, etc. Joven, por qué no recapacita e intenta meterse en la televisión, escriba algo que le interese a la gente, no se mezcle con esa gente marginal que defiende la paz y la poesía, búsquese un trabajo bien pagado, y así no tendré que verle mes tras mes por estafar a agentes inmobiliarios, restaurantes, los Ferrocarriles Británicos… Estas infracciones podrían conducir a algo peor… Su padre también era funcionario…
Los escritores coleccionan complicaciones, como el hollín que dejó una mancha indeleble en la ropa cuando paseabas por un prado de paspalum — eso fue en Auckland. Una provincia llena de escarabajos, pájaros vocingleros, trinos, gorjeos, doblar de campanas, el aire como plata pulida…
Como escritora que eres, cuando regresas a casa cansada después de cada empresa, te sorprende descubrir que lentamente se extiende sobre ti una creciente sombra de editor, de crítico, de agente. Te entra el pánico con los trucos domésticos que aparecen en la Pears Cyclopaedia; repasando con el dedo la lista de manchas (ácido, mina de lápiz, sangre, cera de una vela, tinta verde, tinta indeleble, tinta india, laca de uñas, nicotina óxido quemaduras lacre hollín alquitrán cal vino) y los remedios (agua, aguarrás, alcohol metílico, tetracloruro de carbono, tiosulfato sódico, vinagre). Te preguntas qué tipo de mancha es y qué remedio aplicar a la de editor, la de agente, la de crítico. ¿Laca de uñas? ¿Sangre? ¿Vino? ¿Cera? ¿Tiosulfato sódico? Luego te das cuenta de que no hay nada, no puedes ni identificar la mancha ni quitarla. Con resignación, deprimida, emprendes una nueva empresa y regresas una vez más al prado de paspalum; y la mancha se extiende.
Al término de su última empresa, mientras paseaba lentamente de vuelta a casa, Grace recordó una entrevista con alguien de una revista. Qué pesadez. ¿Ácido acético? ¿Tiosulfato sódico? De nada servían, solo tenía el remedio que su madre siempre utilizaba, de eficacia probada a lo largo del tiempo, y cuya fe en él le inspiraban rabia e impaciencia.
—El aire la quitará. El mejor remedio es que le dé el aire.
Pero había demasiado aire, ¿cómo podía una comunicarse con él, decirle que se detuviera un momento a ayudar, y cómo sabía una a qué aire dirigirse?
***
El hombre de la revista vino al apartamento. Desde el segundo sillón del juego con fundas florales le hizo a Grace preguntas a las cuales ella contestó desde el primer sillón. Todo estaba en orden. Ella dijo entre dientes:
—No tengo muchas cosas que contar, no puedo hablar de cualquier cosa. ¿Influencias? Oh, a ver, déjeme que lo piense.
Silencio.
Philip Thirkettle tenía ese aspecto recién aseado y ensimismado de los intelectuales ingleses. Gesticulaba con ganas, era entusiasta, animado. Grace se había puesto su falda azul a cuadros y la escotada rebeca de nailon azul, y se quitó uno o dos pelos que tenía entre los pechos para que no se vieran si se agachaba, aunque no tenía por qué haberse preocupado. También se había puesto desodorante en abundancia, esa sustancia arenosa, blanca y sin olor del pequeño bote rosa, aunque tampoco tenía por qué haberse preocupado. Era su mente adonde él quería llegar, y nadie, mediante una conversación, podía llegar a la mente de Grace. Como las tumbas, se trataba de un «lugar privado» y no podía ser compartido.
—¿Influencias?
—¡Oh!, las típicas, supongo.
—¿Cómo suele proceder en su trabajo?
—¡Oh! Yo, espere un minuto, no puedo pensar, nunca me habían entrevistado, no puedo pensar, estoy senil. ¿Cree usted que me estoy volviendo senil?
Ella hizo té. Se lo tomaron de pie, en la cocina. Señaló el frigorífico que vibraba como una incubadora rodeada por paredes de color infantil y «superficies de trabajo».
—No estoy acostumbrada a esto. Me acabo de mudar. Nunca había tenido un apartamento para mí sola.
Él le habló de su esposa, de su suegro, del tiempo que había pasado en Nueva Zelanda.
—¿Nueva Zelanda? Bueno, no sabría decirle —dijo ella, repudiando el país—. Llevo tanto tiempo fuera. Ahora mi casa es esta. Aquí la gente es amable.
Él insistió. Recuerda esto, recuerda lo otro.
—No lo recuerdo. No lo sé. No fue en mi época. Eso sucedió después de que me marchara…
—¿Nunca ha tenido ganas de regresar?
Grace sonrió pensativamente, escogiendo su respuesta de un repertorio de muestras reservadas para la ocasión.
—En Nueva Zelanda me declararon demente. ¿Regresar? Me aconsejaron que vendiera sombreros para salvar mi alma.
Un espasmo de compasión cruzó el rostro de Philip. Dios mío, pensó, he dicho lo que no debía, la mente delicada, etc.
—Pero ¿no echa de menos todo? Quiero decir… ¿No lo echa de menos? ¿No lo prefiere a… esto?
—No lo sé. No lo sé. Echo de menos los ríos, claro. Sí, echo de menos los ríos, y las cadenas de montañas. Nunca me habían entrevistado.
—Olvídese de la entrevista. Estamos tomando el té.
—Lo siento. Lo siento. Nunca me habían entrevistado.
Philip Thirkettle pareció avergonzarse.
—No pida perdón. Oiga, ¿por qué no viene a casa y se queda con nosotros unos días? Le gustará Anne, y le gustará el padre de Anne, antes era pastor de ovejas, puede hablar con él de ovejas, de enfermedades de ovejas, de distomas hepáticos, de hongos.
—Riñón pulposo, riñón pulposo.
—Venga. Cuando quiera. ¿Por qué no en Navidad?
—¿En Navidad?
—Piénseselo. Ahora me tengo que ir, adiós.
—Adiós —dijo Grace, añadiendo con desesperación mientras él se marchaba—: ¡Nunca en la vida me habían entrevistado!
(Continuará…)

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