Otra vuelta en la percepción: ¨Los inocentes¨ de Jack Clayton

Miguel Ángel Silva

 

 

¿Hay algo más aterrador que permanecer en un recinto cerrado en completa oscuridad? No importa si estamos solos o acompañados, si es por unos pocos segundos o por mucho tiempo, no deja de ser una sensación extrema. Me imagino que eso es precisamente lo que habrán experimentado los espectadores que fueron al cine a ver Los Inocentes en 1962 con el propósito de pasar un momento de esparcimiento. Había que tener mucha audacia para comenzar una película con los primeros 45 segundos de la pantalla totalmente en negro y con una canción infantil que anunciaba una desgarradora pérdida, una letanía que parecía provenir desde el más allá. Segundos eternos, incómodos, que ya nos estaba preparando para lo que iba a venir. Es más, luego de ese sentimiento de claustrofobia, aparecía el logo de la 20th Century-Fox con un inquietante tono de grises —el que abría las películas en blanco y negro de la compañía— acompañando el espeluznante estribillo “¡Oh, sauce, me muero!, ¡Oh, sauce, me muero!”.

Una apuesta valiente, como dije antes, de un director casi desconocido hasta ese momento, que lograba imprimir una atmósfera angustiante desde el minuto cero y que pocas películas de terror actuales son capaces de imitar. Luego de esa melodía escalofriante, no por lo efectista sino porque es una canción infantil —un tema folk tradicional—cantada por Isla Cameron, actriz y cantante escocesa —que tiene un pequeñísimo papel interpretando a la cocinera— y que imita la voz de una niña, se precipitan sobre nosotros otros segundos más de plena oscuridad. Exactamente hasta llegar al minuto quince. Claro que hay un aliciente, de fondo se empiezan a escuchar los gorjeos de pájaros, pájaros que solo logran desubicarnos aún más. No hay luz del amanecer. Se mantiene la oscuridad, por lo que estos cantos tan tiernos y esperanzadores cobran un significado más siniestro.

¿Termina el padecimiento? No. Acto seguido, se suma a los trinos una música ambiental y el llanto de alguien que reza. Solo vemos sus manos y oímos sus lamentos. Las manos dejan su pose de rezo y se abren como las alas de un pájaro. Pasados los dos minutos y medio aparece el sufrido rostro de esas manos que se abren y cierran, las de la Srta. Giddens —una increíble Deborah Kerr— que dice a manera de confesión: “Lo único que quiero es salvar a los niños. No destruirlos”.

La imagen es lúgubre: un fondo oscuro, un viento que parece provenir desde el más allá y unos pájaros nocturnos que aumentan el dramatismo. ¿De qué quiere salvar a los niños? ¿Por qué dice que no quiere destruirlos?

La película de Jack Clayton tiene uno de los comienzos más provocadores del cine, y lo hace in media res, es decir, a mitad de la historia narrada. Es por demás acertado que los guionistas hayan eliminado el extenso preámbulo que utilizó Henry James en su novela Otra vuelta de tuerca (1898), en la que se basó esta película. Allí, en más de cinco páginas, James describe la génesis de la historia, es decir, un típico caso de relato enmarcado que comienza así: “Habíamos escuchado la historia sentados alrededor del fuego y casi sin respirar, pero, aparte decir que era horripilante, como debiera serlo un cuento extraño, contado en una casa vieja en la víspera de Navidad, no recuerdo que se hiciera otro comentario”.

Esta ausencia de contexto se habrá debido a uno de los que llevaron el texto narrativo al complejo lenguaje cinematográfico. Y hablo nada menos que de Truman Capote —autor de novelas emblemáticas como A sangre fría (1966), Desayuno en Tiffany´s (1958) y Música para camaleones (1980) — que, junto a Willliam Archibald, realizaron esta adaptación sublime.

Al evitar la reunión de amigos, que se detalla en el comienzo del libro de Henry James, el director opta por llevarnos directamente a la entrevista que mantiene el tío de unos niños huérfanos con la Srta. Giddens, futura institutriz. Aquí también hay una gran sutileza del director: luego del lamento de la Srta. Giddens, hay un fundido encadenado —una técnica cinematográfica utilizada para superponer imágenes de diferentes momentos en el tiempo— que va desde su rostro lloroso hasta sus facciones que evocan un recuerdo, precisamente el recuerdo de sus rezos y lamentos. ¿Un recuerdo del futuro? ¿Cómo puede recordar algo que todavía no vivió? Lo llamativo de esta secuencia es que lo que la saca de ese estado de ensoñación es una pregunta muy significativa del tío de los niños: “¿Tiene usted imaginación?”. A lo que ella parece despertar y le contesta: “¡Oh, sí! Eso puedo responderlo”. Esto nos lleva a preguntarnos ¿cuáles fueron las preguntas anteriores? Nunca lo sabremos. Al parecer la futura  institutriz estaba recordando algo que todavía no había ocurrido. ¿Seguirá fantaseando cuando ya esté dentro de la casa de campo?

Bueno, estamos en presencia de una película de fantasmas. Todo es posible. Pero, y aquí la salvedad, ¿es una película de fantasmas? Vamos a tratar de averiguarlo. Pero primero ubiquémonos en espacio y tiempo.

La historia comienza en el despacho del tío de los pequeños Flora de seis  años y Miles de diez, que han quedado huérfanos. Para ello Michael Redgrave, el tío, decide contratar una institutriz para cuidarlos ya que para él esa función no le permite mantener su vida de hombre de ciudad. Las ventajas para ella son muchas: un primer trabajo en un lugar de ensueño, todas las comodidades imaginables, un sueldo mucho más elevado que los que se acostumbraba a pagar en esos años y absoluta libertad para hacer y deshacer a su antojo. ¿La cláusula que debía cumplir a rajatabla? No molestar en absoluto a quién la estaba empleando. Ninguna queja, ningún llamado, ninguna carta podía serle enviada para pedir instrucciones. Tenía que arreglársela sola. Bueno, no tan sola, además de ella, en la mansión estaba el ama de llaves, la cocinera, el jardinero y un par de sirvientas que se encargaban del mantenimiento y el cuidado del lugar. Ella solo se tenía que dedicar a los niños. Giddens acepta, no sin cierta reticencia. Es la primera vez que deja su casa y, como buena hija soltera de un párroco rural, tampoco ha tenido grandes pasiones en su vida, y menos con el sexo opuesto. Este detalle es fundamental para tratar de interpretar sus conductas una vez instalada en ese lugar tan apartado y solitario.

A partir de aquí la historia se desarrolla en la mansión de Bly. Un lugar que va a ser escenario de todos los tópicos del género gótico que, si bien Henry James los utilizó en cuenta gotas en su novela, el director Clayton lo hizo de manera desmesurada. Pero esto no le quita verosimilitud, al contrario, está acorde con el clima de opresión que quiere lograr. Voces de ultratumba, sonidos de piano, crujidos, susurros, sombras, una estatua de mármol que sostiene manos arrancadas de otra estatua, sala con muñecos —escena repetida en infinidad de películas como La dama de negro (2012) e incluso en la muy cercana It (2017)— en fin, todo suma para hacer de esta película uno de los grandes clásicos del cine gótico.

Con la llegada de la nueva maestra, los niños tan tiernos e inocentes pasan a convertirse en seres enigmáticos, desconcertantes y oscuros. La institutriz empieza a desconfiar de sus pupilos al percibir que algo esconden, ¿pero qué? ¿Acaso hay fuerzas extrañas que los poseyeron y les hace actuar como adultos en el caso de Miles o la dotan de un lenguaje perverso y soez como en el caso de Flora? La Srta. Giddens, al enterarse de las muertes de los dos sirvientes anteriores, cree que sí. Y va a actuar en consecuencia. “Nunca había visto nada igual. Es sobrenatural. He conocido algunas malas lenguas, pero nunca en mi vida había oído tales obscenidades”, dice la atribulada ama de llaves cuando Flora parece presa de un caso de posesión.

Aquí lo importante no es lo que pasa, sino la manera de verlo y de contarlo, lo que termina por forzar la realidad en el sentido de nuestro punto de vista. Lo que pasa es, a fin de cuentas, lo que creemos ver, lo que imaginamos. En la novela de James, todo lo que sabemos se conoce por boca de la institutriz. La institutriz de la novela es la que gobierna la narración, más aún, la que casi la crea de la nada. Y aquí es cuando los diferentes lenguajes —el literario y el cinematográfico— se distancian. En la película de Clayton nosotros formamos parte del mundo de la institutriz. Vemos a través de sus ojos. Vemos las espectrales apariciones que ella ve y, según ella, también ven los niños. En la novela sucede lo mismo, pero puede estar alucinando, puede estar mintiéndonos como lectores. En la pantalla, ¿cómo puede mentirnos si nosotros estamos viendo lo que ella también ve?

Nosotros, como la Srta. Giddens, vemos las apariciones fantasmales de la antigua institutriz —la Srta. Jessel— y del sádico Peter Quint, que fallecieron de forma por demás extraña. A menos que el pacto de ficción sea tan fuerte que también nosotros nos mintamos, este punto resulta desconcertante. Hay críticas con respecto a esto, como la de Carlos Pujol —escritor español e historiador de la literatura— cuando dice: “visualizarlos (los fantasmas) como han hecho algunas adaptaciones cinematográficas es la traición más ruin que se podía cometer con el escritor”.

Pujol afirma que los fantasmas existen, pero dentro de nosotros mismos. Eso es cierto, pero también es cierto que el cine tiene total libertad para adaptar una obra literaria con recursos propios. Es más, muchos críticos han deslizado la idea de que esta película supera al cuento de James. Algo así sucedió con la adaptación de El Resplandor (1977) de Stephen King. Stanley Kubrick, el director que la llevó a la pantalla, solo utilizó parte de la trama como disparador para una obra personal, lo que no le quita mérito, es más, al día de hoy, la obra de Kubrick está considerada como una de las mejores películas de todos los tiempos, sin desmerecer por esto a la novela de King.

Volviendo al tema. Nosotros vemos lo que ve la Srta. Giddens. ¿Eso está bien? Podemos creer que ella alucina, como podemos creer que son apariciones reales. Hay muchos indicios de un lado y del otro. Y en la ambigüedad está la fascinación de este film. Nada es lo que parece y hasta el ama de llaves —quién hace de equilibrio necesario ante tanta incertidumbre— parece dudar de sus propias convicciones.

Mucho se ha hablado de esta historia desde el punto de vista freudiano. El despertar sexual del pequeño Miles podría ser la clave en cuanto parece que desea a su nueva institutriz con algo más que el afecto inocente de un niño. La adulta Srta. Giddens también parece estar atrapada en su encanto. Dos de las escenas más escandalosas en su momento fueron —y creo que lo siguen siendo— la de sendos besos en los labios de Miles a su institutriz y de esta a su protegido. Un tema tabú que sin embargo aquí tiene su razón de ser, además de estar tratado con toda la delicadeza posible. Y es aquí en donde nos salimos de una historia de fantasmas para pasar a otro terreno. El despertar sexual. El de ambos. El del niño y el de la adulta. Más allá de la diferencia de edad entre Miles y la Srta. Giddens, todo el tiempo el clima entre ellos es de una inquietante seducción. ¿Incesto? ¿Complejo de Electra? Todo esto parece posible. Y más cuando nos enteramos que los antiguos sirvientes mantenían en vida actos de desenfreno sexual. Supuestamente a la vista de los niños que parecen haber sido corrompidos por estos actos que chocaron con su inocencia infantil.

Hay secuencias con alto contenido erótico creadas para la película por John Mortimer. Provocativas como las de un péndulo que oscila hacia adelante y hacia atrás mientras de fondo se escuchan los gemidos de los fantasmas en pleno acto amoroso; o cuando la institutriz recibe un beso en los labios de Miles, mientras en la cama esconde el cuerpo de una paloma con el cuello quebrado. Todo esto tan perturbador no se encuentra en la novela de Henry James.

Según las notas aparecidas en el diario del escritor inglés, esta historia le fue contada por el arzobispo de Canterbury, Edward White Benson, cuando lo visitó en su mansión de Addington. El arzobispo le contó algo de lo que había oído hablar mucho tiempo atrás, una historia de fantasmas, la historia de dos niños que vivían en un lugar solitario y que eran acosados por los espíritus de antiguos sirvientes que se les aparecían empujándoles hacia el peligro y la muerte. Henry James, gran artesano de la sutileza y la elipsis, tomó la historia pero la dotó de esa ambigüedad que la caracteriza.

Y así como hay secuencias que esconden una perturbada connotación sexual, existen otras cargadas de un lirismo extraordinario. Una mariposa a punto de ser devorada por una araña, flores que se deshojan constantemente, una gota de lágrima que aparece en el escritorio de la institutriz, una paloma que vuela hacia arriba en cámara lenta — ¿Habrá utilizado Ridley Scott esta secuencia como homenaje en Blade Runner?—, una lluvia que cae de repente desfigurando todo el paisaje, parecen acentuar la degradación de la belleza que se acrecienta a pasos agigantados.

Lo cierto es que Otra vuelta de tuerca tuvo muchas adaptaciones. Uno de ellas fue la del director John Frankenheimer en 1959, dos años antes que la versión de Clayton. A estas versiones les siguieron Die Sündigen Engel de Ludwig Cremer (1962), The turn of the screw de Dan Curtis (1974), Otra vuelta de tuerca de Eloy de la Iglesia (1985), The turn of the screw de Ben Bolt (1999) y Giro de vite de Marco Serafini (2008) entre muchas otras.

Al director Jake Clayton —director además de El Gran Gatsby (1974) con Robert Redford y Mía Farrow— siempre le gustó adaptar novelas al cine. De hecho, El Gran Gatsby está basada en el libro de Scott Fitzgerald, como así también, en su momento, había debutado con The beskope overcoat (1956) basada en El Capote de Nikolai Gogol.

En Los InocentesSuspense, tal su título original— además de tener en sus filas a Truman Capote como guionista, Clayton tuvo al gran director de fotografía, Freddie Francis quien no solo realiza un trabajo magistral con los claro oscuros y los ambientes sombríos, sino que logra captar la belleza diáfana y luminosa de los jardines y los exteriores.

Ganadora del Edgard A. Poe Awards y Nominada como mejor película en el Festival de Cannes, gran parte de los laureles se los llevan el gran trabajo de los pequeños actores. Tanto el pequeño Miles (Martin Stephens) como Flora (Pamela Franklin) se lucen dentro de sus papeles de niños no tan inocentes como quieren hacernos creer.

Deborah Kerr, en uno de sus mejores papeles actorales, logra con sus gestos y sus cambios de facciones pasar de la incredulidad al estupor, de la serenidad al desconsuelo, de la ira al nerviosismo que experimenta ante un niño que logra desacomodar sus costumbres victorianas. Megs Jenkins, como la Sra. Grose hace de balance perfecto ante tanta tensión. Un clásico del cine de todos los tiempos. Una película de misterio, de suspenso, de terror, pero por sobre todo, de neto corte psicológico. Una película que nos atrapa por la tensión que se respira fotograma a fotograma. Parece que siempre está por pasar algo, y la mayoría de las veces, nada sucede. Así y todo, la trama nos va arrastrando y sumergiéndonos dentro de una espiral hacia lo desconocido, a querer saber qué hay de real en lo que está sucediendo. ¿O es todo un engaño?

¿Es la institutriz una persona desquiciada que imagina cosas? ¿Son los niños pequeños monstruos que pactan con fantasmas? ¿Qué esconde el ama de llaves? ¿Por qué expulsaron al pequeño Miles del colegio en donde estaba internado? ¿A quién le canta Flora la canción O willow walyleit motiv en toda la película—? ¿Ve a la Srta. Jessel o finge no verla? Todos estos interrogantes, aunque parezca mentira, nunca serán contestados. Y ahí está la originalidad de la trama, tanto la del libro de James, como la adaptación de Clayton: su total ambigüedad. Una película que es un perpetuo sobreentendido en donde cada cual tiene que aclarar como pueda los matices de expresión (lo que los ingleses llaman shades of meaning, sombras de significado). Matices que quizás hoy en día parezcan demasiado sutiles, pero que son las servidumbres del arte y de la inteligencia cuando son llevados a sus últimos extremos.

 

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