Estefanía Farias Martínez

Durante años visioné películas y películas de cine negro con verdadera fascinación. Sin embargo, hace muy poco, descubrí en mi archivo de memoria una ausencia destacada. Tal vez se debió a la nefasta traducción del título: Forajidos. Eso me indujo a creer que estaba ante un western y me sentí repelida. «The Killers» (1946) llegó a mí como una sugerencia oportuna de un apasionado del género, incentivada además por la lectura del cuento homónimo de Hemingway que da base a la historia. Y no me decepcionó. Encontré escenas magistrales, una estructura en apariencia caótica que te atrapa y personajes cuidadosamente retratados.
La película fue dirigida por Robert Siodmak y el guion está firmado por Anthony Veiller. El texto de Hemingway, que narra la llegada de dos asesinos a una localidad de New Jersey con la única intención de ejecutar a un tipo que ni siquiera conocen «como favor a un amigo«, es seguido casi fielmente durante los primeros once minutos de metraje. Una osamenta con diálogos soberbios que se reproducen hasta cierto punto línea por línea y que se irá rellenando de carne.
Dos escenas completan la presentación del relato en este comienzo arrollador: la llegada de los asesinos a la ciudad y la aparición de éstos en la pensión donde les espera el protagonista. Lo primero que ves tras los créditos es una carretera estrecha iluminada por los faros de un coche, dos individuos en el interior, Al (Charles MacGraw) y Max (William Conrad), y acto seguido el cartel que da la bienvenida a Brentwood, New Jersey. Al salir del vehículo, ataviados con sombrero característico y abrigos largos, avanzan por separado inspeccionando detenidamente el entorno. Las luces de la gasolinera están encendidas pero no hay nadie y se dirigen a la cafetería adyacente. Con paso firme cada uno accede por una de las dos entradas del local, como si estuvieran realizando un movimiento envolvente, acechando a una presa. La aparición de estos hombres en la pensión se produce nada más concluir el relato original, observas como se van acercando y se nos ofrece una secuencia estremecedora y excitante: un plano de la puerta desde el interior de la habitación, ¨el sueco¨ (Burt Lancaster) con el rostro desencajado y a continuación la irrupción de los asesinos.
Siodmak recurre a los flashbacks continuamente para ilustrar los recuerdos de los personajes que ayudarán a reconstruir los hechos. La excusa que da inicio a la investigación son dos elementos: la póliza de seguros del muerto y un pañuelo verde con un arpa que obsesiona al investigador de la aseguradora, Jim Reardon (Edmond O´Brien). En el guion hay dos omisiones importantes respecto al texto original de las que Veiller se sirve para incrementar la intriga: el verdadero nombre del sueco, Ole Andreson (sutilmente transformado en Ole Anderson en la película), que hasta el momento era mencionado como Lund, y el hecho de que fuera un exboxeador. Sin embargo, también es posible que lo utilice como recurso para proporcionar las primeras piezas del puzzle a resolver para comprender el trágico final del protagonista. Ambas cuestiones se dilucidan rápidamente a raíz de los datos de la autopsia; las lesiones antiguas del sueco llevan al investigador a rastrearlo en los circuitos del boxeo profesional y además descubre que estuvo en la cárcel. Por otro lado, la beneficiaria de la póliza, una mujer en sus cincuenta, empleada de un hotel de Atlantic City, sitúa al protagonista, bajo el nombre de Nelson, en ese hotel en compañía de una mujer que le abandona y le lleva al borde del suicidio. Aún ignoras quién es ella. La pareja formada por el teniente de la policía que detuvo al sueco, Lubinsky (Sam Levene), y su esposa Lilly (Virginia Christie) te ilustra a este respecto, gracias a ellos sabes que la carrera de boxeador de Anderson acaba de forma fulminante al destrozarse la mano derecha; conoce en una fiesta a Kitty Collins (Ava Gardner), la amante de un gangster, Big Jim Colfax (Albert Dekker), ambos piezas claves en el desarrollo de la trama; y acaba en la cárcel por defenderla. En el funeral de Anderson el investigador tiene la oportunidad de iniciar una conversación con un ladrón retirado, Charleston (Vince Barnett), el que fuera compañero de celda del sueco durante los tres años que permaneció en cautiverio. Este testimonio en concreto revela el secreto del pañuelo, la prueba de la relación que mantuvo con Kitty; pero también descubres que el exboxeador se une a una banda de ladrones comandada por Colfax e integrada además por Dum Dum Clarke (Jack Lambert), un busca pleitos, y Blinky Franklin (Jeff Corey), un ladrón de poca monta. El último miembro de la banda es la propia Kitty.
Los actores principales Burt Lancaster (que debutaba en esta película) y Ava Gardner (que hasta entonces sólo había hecho papeles de tipo adorno) no hacen un gran trabajo, cumplen su función simplemente. El peso de la historia recae en los secundarios, encabezados por el oscarizado Edmond O´Brien (mejor actor secundario en 1954 por «La condesa descalza»). Pero ésta no es una película de actores, el guion y la maestría de Siodmak son la clave. Abundan en ella elementos característicos del género: el gangster, la femme fatal, el exboxeador entrando en el mundo del hampa, el atraco, la traición entre ladrones, los engaños, los giros inesperados, el acecho de los asesinos al investigador que empieza a atar los cabos, la huida del matón por los tejados mientras la policía le dispara, el tiroteo en el restaurante y la fuga de la chica por la ventana del baño, por mencionar algunos.
Al terminar la película, una sensación de que algo falta te lleva a volver a verla, entonces descubres la importancia del primer flashback: será el propio Colfax el que localice a Anderson. Una secuencia en principio intrascendente: un cliente que acude a la gasolinera y le observa con curiosidad preguntándole el nombre del pueblo. En este segundo visionado comprendes que el protagonista es consciente de haber firmado su sentencia de muerte. Desde ese momento se limitará a esperar al brazo ejecutor. Por eso, cuando le van a avisar de la presencia de los asesinos en el lugar, despide al buen samaritano diciendo: «Hice algo mal».

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