Memento mori

Manuel Jorques Puig

Ponte en mi lugar, Bruno, y dime que tú no hubieras hecho lo mismo que yo. Que al recibir la llamada no habrías acudido a la cita sin pensarlo, y que al tener delante de ti el dinero, no habrías aceptado el encargo en un santiamén. Ambos conocemos al tuerto y sabemos que es un tipo de fiar. Y no están los tiempos para andarse con milongas; un buen pellizco permite a la gente como tú y como yo desaparecer por un tiempo de la circulación.

Si hubieses estado allí, te darías cuenta de que los detalles eran sencillos; nada que no hubieras hecho ya antes. Te marcharías convencido de lo fácil que te iba a resultar el asunto. Así que por qué no un par de copas antes de ponerse manos a la obra. Nosotros somos anárquicos en el tema de los bares; nos gusta meternos en el primero que se cruza en nuestro camino. Si hubieses pisado ese antro de mala muerte, te hubieras dado cuenta enseguida, como hice yo, de que fue una pésima decisión.

Me senté directamente en la barra, ansioso por tomarme el primer coñac del día. Ni siquiera me fijé en que el tipo que estaba a mi lado era el muñecas, coño. ¿Qué harías tú si te toparas con el muñecas de improviso? Pues golpearle duro, sin darle un respiro. Cuando me levanté del suelo tenía entre los dedos un mechón de su cabello, duro y tirante como un manojo de alambre. A mi alrededor se congregaron tres o cuatro tipos de mala catadura. Debí largarme en ese momento, tenía la puerta a unos pocos pasos de mí. Pero me di la vuelta, Bruno, y tiré de cuchillo al primero que se me arrimó; no sé por qué tuve ese pronto, pero bien que la cagué.

Entre lo que tardé en darles esquinazo y recoger mis cosas de la pensión, se me fue la mañana entera. Los tipos que salieron tras de mí corrían como gamos, los muy jodidos. Cogí el tren por los pelos y me planté en el punto de encuentro con el corazón todavía dándome saltos en el pecho. ¿Qué jodida mierda es esta?, me dijo Pereira cuando me vio aparecer. Estás hecho un asco, tío. Me entregó el paquete y desapareció refunfuñando.

Me llevó el resto de la tarde recuperar el resuello. Al anochecer, me aposté en el lugar elegido para dar el tiro: una azotea mugrienta de apenas cinco pisos de altura. Tuve que hacer de tripas corazón y resignarme a echar a perder mi traje recién comprado en aquella película de lodo y mierda que lo cubría todo. Dime si no es verdad que en cuanto tienes en el punto de mira al puto objetivo, no te recreas un poco en observarlo. Cómo anda, cómo se mueve, cómo y con quién está hablando, si gesticula o tiene la mirada perdida en el infinito. A veces te preguntas quién coño es ese tipo al que tienes que liquidar, qué es lo que ha hecho para merecer perder un pedazo de cabeza en cuanto aprietes el gatillo. Pero eso sólo sucede durante un instante, y jamás te condiciona. La vida y la muerte no son de tu incumbencia. Tú te concentras en hacer lo que tienes que hacer y lo haces, sin más.

Ya ves que se trataba de un trabajo simple. Pero lo complicado vino a continuación. Yo no contaba con que el tipo del bar no era un borracho de tres al cuarto, como era de imaginar. Me lo sopló el tuerto en cuanto fui a recoger el resto de la pasta. No sé qué coño has hecho exactamente, pero la has liado bien gorda, me dijo. Dediqué un tiempo a hacer mis propias averiguaciones y caí en cuenta de la magnitud del problema. Me refugié en un hotelito discreto, a salvo de miradas y murmuraciones, y estuve un buen rato reflexionando sobre la conveniencia o no de largarme de la ciudad, tal como tenía previsto. El hijoputa la había palmado y el cabronazo del muñecas se había ido de la lengua. Ya sabían quién era y, posiblemente, dónde me escondía. En esta mierda de trabajo abundan los pusilánimes como ese maricón al que me tenía que haber cargado hace mucho tiempo. Opté por un cambio de planes. No tenía más remedio, Bruno, para qué huir si tarde o temprano tendría que enfrentarme al problema y aceptar la solución.

A partir de ahora, Bruno, sé lo que va a pasar: una cita en el sitio de costumbre, un encargo, un buen fajo de billetes, un arma limpia que te facilitará Pereira. Si yo estuviera en tu lugar, seguro que me diría que el trabajo es pan comido, y me tomaría un par de copas en el primer bar para celebrarlo, y cogería el tren con tiempo de sobra y al llegar a la azotea prevista, me preocuparía de no ensuciarme el traje y también, si eso fuese posible, en cuanto me tuvieras en la mira telescópica, me preguntaría qué coño habrá hecho ese fulano para terminar así, qué estará pensando ahí sentado en el camastro junto a la mochila recién preparada, tan quieto y tan resignado a desaparecer, esta vez para siempre, de la puta circulación.

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