El osito diabólico

Francisco Legaz
 
 
Cervantes, Baudelaire, Stendhal, Faulkner, Bukowski, Shakespeare, Céline, Rimbaud, Valéry, Chéjov y muchos otros, jamás acudieron a un taller literario. Todo el mundo sabe que a escribir nadie te puede enseñar. Sin embargo yo estoy asistiendo a uno. Vaya usted a saber por qué. 
   En el taller todo ocurre con normalidad. El profesor nos cuenta sus apuntes teóricos, y todos parecemos prestar atención, pero en realidad se nota en el ambiente una especie de tensión, que no nos deja concentrarnos, hasta que llega el momento de leer los trabajos hechos en casa. En ese momento es cuando pones a prueba tu estómago. 
   Los escritores mediocres y los malos, cuando se ponen a escribir, utilizan un recurso que es casi universal. Escriben sobre su osito de peluche. Es una manifestación desagradable, dulzona y vulgar, que se presenta en la escritura de mil formas distintas. 
   Los hay que directamente escriben del osito, de su tacto, de sus ojos tristes, de las puntadas que tuvo que darle su madre para que no perdiera el relleno, o del lugar que ocupa en la actualidad en su habitación. 
   Pero el osito es hábil y muchas veces se disfraza de perrito, marido poco atento o de cualquier vacío existencial. 
   Lo peor es cuando el osito evoluciona y adquiere nuevas formas. Me río yo del propio Darwin. Por ejemplo, puede ser el sonido de unos vasos de cristal, o el amarillo del otoño. También aparece muchas veces disfrazado de atardecer en el pueblo y muchas otras cosas así. 

   El osito se aprovecha, porque es oportunista, de situaciones delicadas en las que las defensas bajan para infectarte el entendimiento. Le gustan las familias desestructuradas, los divorcios, los hijos únicos, los hijos emancipados, las jubilaciones y hasta las situaciones de paro laboral. 
   Entonces te invade y modifica tus rutas neurológicas, haciéndote pronunciar frases como: “Ahora que no tengo nada que hacer, voy a dedicarme a lo que me gusta” (esta la he oído yo personalmente) y tú inocente, te crees que lo que te gusta es contar cómo el remo rompe el agua en el estanque, o como los pájaros beben en la vieja fuente de piedra, por poner sólo dos ejemplos. 
   El osito diabólico se apodera de los cuadernos de apuntes y los contamina. Cualquier persona con experiencia, enseguida detectaría los rastros de su paso. Un jardín solitario, un camino con árboles, una buhardilla, un café, pueden ser signos de la infección. 
   Y como buen patógeno, una vez infectado el huésped, el osito quiere saltar a otro cuerpo y entonces se convierte en palabra emocionada, que te penetra por los orificios auditivos invadiéndote el cerebro. 
   No me extraña que muchos tengan la desfachatez de decirlo claramente: “Escribo como terapia”. Es lo mismo que llegar al terapeuta, soltarle tu carga putrefacta, y salir fresco y campante, mientras el pobre terapeuta se queda agotado y pensativo. Lo que es el viejo fenómeno de la transferencia.
   Yo como estoy avisada de todo esto, practico un método preventivo para evitar la insidiosa infección. Se trata de la atención flotante, inventada hace muchos años por Freud, que tuvo que vérselas todos los días durante muchos años, unas diez horas diarias, con muchos ositos de peluche de los de antes, infancias extrañas, y traumas personales diversos. 
   Entonces, gracias a la atención flotante, mientras mis compañeros leen sus escritos, yo ocupo el tiempo en pensar en mis cosas. ¿Dónde está el ticket de la falda que tengo que descambiar? ¿Qué hago de cena esta noche que llegaré tarde? Y cosas así. De forma que del taller salgo todos los días ilesa, sin colores del otoño, cantos de pájaros, olores de madres, e incluso de abuelas, si eres capaz de soportarlos y estás acostumbrado. 
   Luego, eso sí, antes de acostarme, me gusta colocar la colección de perritos de trapo de mi habitación, recuerdos todos ellos de novios detallistas. Los cambio cada día de una repisa a otra, del sillón a la mesa, o de la mesilla a la ventana. Un sistema perfecto de rotación, que inventé hace años. 

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