La Verdad

Miguel Ángel de Rus 
del libro Donde no llegan los sueños
Tanto había escuchado decir que aquel era un lugar de orden, casi sagrado, cuya historia estaba muy por encima de la de los simples mortales que habían ido ocupando aquel lugar, que decidí —tras lavarme, afeitarme y darme las cremas convenientes— ponerme el mejor traje, la camisa más blanca y la corbata más nueva para ir al encuentro de cuanto pudiera salirme al paso en aquel edificio.
            Si hay que morir —creo recordar que me dije— que sea de un modo elegante.
            Está de más recordar que para aquel encuentro había leído cuanto era necesario, desde el Código de Hammurabi, esculpido en Diorita, hasta las sandeces de los ideólogos del fin de la historia, pasando por Marx, Freud, Darwin, Nietzsche, San Juan de la Cruz y otras mentes consideradas superiores.
            Iba a encontrarme con La Verdad y nada podría detenerme -me reafirmé en aquella expresión que no me satisfizo, porque tenía regusto a cultura popular. Pero…—. Salí de casa decidido, el día era luminoso, silbaba una suave brisa, los pájaros notaban acercarse la primavera y cantaban entre el estrépito de los coches.
Apenas una hora después llegué al grandioso edificio que albergaba La Verdad. Ciertamente era un lugar noble, respetable, majestuoso. El edificio incorporaba elementos neoclásicos –principalmente- y barrocos con motivos ornamentales tomados de diversas tradiciones culturales.
El pórtico de acceso, neoclásico, mostraba un frontis sostenido por seis columnas corintias y flanqueando la escalinata estaba representada una figura femenina, en alabastro, que podía ser, quizá, una alegoría de la Verdad. Quizá la amante de algún antiguo hombre poderoso. 
Sobre la fachada principal se encontraban los bustos de hombres mundialmente destacados en diversas ciencias humanísticas:

escritores, pintores, escultores, arquitectos, urbanistas, filósofos, incluso jefes de Estado. Todos muertos ya. Dos leones de bronce, de al menos tres veces la altura de una persona, custodiaban la entrada al edificio, lo que hacía que el policía armado que se encontraba entre ellos pareciera ridículo, insignificante.

Me acerqué a él procurando no sobresaltarle.
-Hola. Vengo a conocer La Verdad. Sé que está custodiada en el interior del palacio.
-No se puede pasar. –Me dijo, mirándome de reojo, de abajo a arriba, como algunos perrillos cobardes que intentan parecer fieros. Acarició con lentitud el gatillo del subfusil.
-¿Por qué?
-Está prohibido –y la palabra pareció darle consistencia.
-¿Qué hará si no respeto la prohibición e intento pasar?
Dudó, sudaba aunque no hacía calor. Quizá pensara que podía estar ya en casa, tan tranquilo. Los movimientos de su mano sobre el subfusil se aceleraron.
-Le daré el alto en la forma reglamentaria, si no lo respeta dispararé al aire una vez, según mandan las ordenanzas, y si no ceja en su empeño le dispararé a algún órgano no vital, según ordenan nuestros jefes y la legislación vigente.
-Tengo cuarenta años; en el mejor de los casos me queda media vida, en el peor, mañana puedo no existir. No me asusta. Ya he convivido con la muerte. Voy a pasar.
Un sonido gutural salía de su garganta como un vómito de sangre.  Una línea se marcó, profunda, entre sus cejas.
-Todos retroceden ante la amenaza. La Verdad sólo puede ser vista por los electos de la plebe. Los demás no están capacitados para soportarla. Es peligroso.
Ya no parecía acobardado, sino sorprendido como quien se encontrara hablando cara a cara con un cadáver.
-Alguien tiene que ser el primero que entre ahí sin ser electo.
-Deberé disparar.
-Gracias por informarme –le dije, y pasé, empujando aquella puerta de bronce esculpida en bajorrelieves. El buen hombre no disparó. Me miró, resopló y dijo algo para sí que no pude escuchar.
Al entrar quedé anonadado por tanta belleza. En el recibidor, de planta circular y doble altura, podía verse el busto del gobernante actual rodeado por los bustos, más pequeños, de los filósofos de cámara y otros vocingleros oficiales. Avancé y pude contemplar a un hombre con uniforme de conserje en el interior del patio con doble galería de dieciséis columnas dóricas en la planta inferior y otras tantas de orden jónico-compuesto en la galería superior. Las dos plantas del edificio estaban unidas por una bellísima escalera imperial. Al verme, el conserje se me acercó al trotoncillo.
            -¿Qué hace, por Dios, qué hace? ¿Cómo ha entrado aquí?  Está prohibido por la ley y por las costumbres.
            -Vengo a conocer La Verdad.
          Repentinamente el hombre se quebró. Echó la mano al pecho y comenzó a respirar con dificultad. Quedó arrodillado. Respiraba con codicia.
            -No siento el brazo izquierdo. Por Dios, por Dios… puede ser un infarto
           -No me asusta –le dije sin moverme del sitio ni hacer ademán de ayudarle-, todo lo más es un ataque de ansiedad. Rodee con ambas manos la nariz y respire el propio aire que exhala. Como mucho, está sobreoxigenado.
            Quedó mudo. Separó despacio la mano del pecho, me miró atónito. Mi aspecto era cansado, como de sufrir un aburrimiento interminable, no debí parecerle el tipo de hombre al que contarle una de esas verdades comúnmente aceptadas. Se levantó despacio, dándose tiempo a buscar una respuesta.
            -Bonita corbata la suya. -No le respondí. —Demasiado para un  hombre que no teme enfrentarse cara a cara con la nada. ¿No le aterra la muerte? ¿No teme descubrir la respuesta a sus preguntas?
            -No me entretenga. Ya he pedido cuarenta años. ¿Dónde está guardada La Verdad?
            -¿Ve aquella puerta? En 1.401 hubo un concurso para colocar una puerta de bronce que hiciera pareja con la que ya había creado Andrea Pisano. En la puerta debería representarse un tema de la mitología cristiana, tan lógica o absurda como la griega, la romana, o cualquier otra; el tema era el sacrificio de Isaac que debía de enmarcarse en un medallón cuadrifoliar. A cada participante se le entregaron cuatro placas de bronce y como plazo para la realización de la obra tuvieron un año. Al concurso se presentaron los escultores más sobresalientes de la escuela de Florencia como Lorenzo Ghiberti y Filippo Brunelleschi, quien ganó e hizo esta puerta. Detrás de ella está reunida la Asamblea de hombres sabios. Ellos le indicarán, quizá.
            Traspasé el umbral. La luz se iba convirtiendo en difusa. Las sombras hacían irreconocibles las caras. Los techos ya no eran tan altos. Algunos Hombres Sabios dormían plácidamente en sus escaños, otros hozaban en cochiqueras dispuestas en las esquinas. Algunos robaban a quienes habían quedado dormidos. Las miradas eran torvas. El aire era turbio, impregnado de olores repelentes. Focos de luz distorsionaban la realidad, creaban áreas de luz y sombras, claridad y tinieblas, luz conceptual y luz real. Realidad acogedora y realidad dramática se mezclaban y daban un aire tétrico a aquella sala. Dialéctica entre la luz y la sombra, entre el ser y el vacío. Un tipo con aspecto aburrido, sentado en una poltrona erigida en un estrado de madera noble, agitó una campanilla.
            -Orden, orden… ¿qué hace usted aquí? El paso está terminantemente prohibido.
            Hubiera sentido algo similar al temor en aquella sala si lo que me hubo llevado hasta allí no fuera tan importante.
            -Vengo a conocer La Verdad. ¿Dónde está?
            -Si quiere, podemos hacer una votación para decidir dónde se halla. –Sonrió sardónico. -Se lo diremos.
            Subí en dos grandes saltos al estrado, le arrebaté la campanilla de la mano, le abofeteé y sentí asco al contemplar el tono amarillento de su cara. Las momias están más vivas.
            -No más juegos para niños. ¿Dónde está?
            -No moleste, tenemos cosas más importantes que hacer.
       Al tirar de su pelo, su cabeza se echó hacia atrás y dio la impresión de ser un depredador ofreciendo su cuello a otro más fuerte, para evitar la agresión.
            -¿Qué Verdad, la de la idea, como Platón, o la de la forma, como Aristóteles? ¿La Verdad como ser, La Verdad como adecuación del intelecto a la cosa, La Verdad ontológica? –Poco a poco comenzaba a sollozar—. Si no le gusta Tomás de Aquino, tenemos La Verdad como evidencia de Descartes y La Verdad proveniente de la experiencia, al gusto de Kant.
            -La Verdad.
            -No apriete. Todo lo más que puedo ofrecerle es la verdad utilitaria, que es lo que se lleva. La verdad a la medida de cada uno, una verdad pequeñita, falsa pero apacible, una verdad que no pesa… pero por favor, no apriete más, solo soy un asalariado. Podemos votar la verdad que usted quiera, qué más da. No me haga sufrir, estoy habituado a comer bien, al coche oficial, sólo quiero permanecer… busque tras unas cortinas en las que unas láminas de oro repujado representa a nuestro dios en gesto bondadoso. Son unas cortinas mundialmente admiradas. Detrás hay una puerta de pino, sin barnizar, que nunca ha abierto nadie. Allí está La Verdad, pero por favor, no vuelva para decirme cuál es. Sólo soy un hombre.
            Hacia allí me dirigí. Froté las palmas de las manos contra mi pantalón.  Sentía sudor y frío.
            Empujé la puerta. Miré y sólo pude encontrar una casi total obscuridad de entre la que apenas podía distinguirse un peldaño. Sentí algo similar al miedo. Tanteé. Bajé un peldaño, luego otro, descubrí que el silencio absoluto es tan desapacible como los ruidos. Sentí en las yemas de mis dedos la suciedad pegándose, moléculas de polvo centenario bajando por mi garganta. Notaba la saliva deslizándose por mi boca, bajar por la garganta, la sentí en el diafragma. Mientras la obscuridad se hacía casi total el corazón se aceleraba, lo sentía latir en la garganta, en las sienes.
            Y entonces, encontré al perro de tres cabezas. Estaba tumbado a los pies de una puerta herrumbrosa, en la casi total obscuridad. Si era cierto todo lo que nos habían contado, estaba ante la puerta del infierno.
            -Vengo a conocer La Verdad y no te temo –le dije, sin obtener respuesta.
            No hizo movimiento alguno. No me miró. Parecía ni respirar. Me había jurado no sentir miedo, pero allí estaba la sensación que pretendía delatarme, las terminaciones nerviosas de todo mi vientre contraídas.
            -Contesta. Si tú estás aquí, detrás de la puerta debe estar el río Aqueronte. Quizá el mismo Caronte, dispuesto a llevarse las almas al Hades. ¿Es ese el precio por conocer La Verdad? ¿O es todo mentira? ¡Contesta! Toma tu óbolo.
            Le lancé una moneda con todas mis fuerzas contra una de las cabezas. Hizo un sonido sordo, como de metal hueco, que retumbó en la estrecha estancia.
            Sentí las lágrimas correr por mis mejillas.
            -También mentira.
            La toqué. Era una estatua polvorienta, de un metal de los considerados de poco valor. Sentía que la cabeza me daba vueltas. O que todo daba vueltas en torno a mi cabeza. Me acerqué a sus hocicos; era bella en verdad. Falsa, pero bella. Anduve despacio hacia la puerta, la empujé, está de más decir que el sonido de metal herrumbroso –o su vibración- hizo huir a los insectos que vivían en la obscuridad. Nunca he podido vencer la repulsión que siento por los insectos rastreros. Sentí una arcada. La puerta estaba abierta. ¡Abierta! Debía llevar siglos, o milenios, abierta. Había un nuevo pasadizo y otras escaleras. El pasadizo más bajo aún –tanto como para tener que andar con la espalda encorvada- las escaleras lóbregas como los peores sueños infantiles. Se respiraba con dificultad, como si en el aire hubiera gases nocivos.
            El edificio imponente, el hombre armado, el conserje, la Asamblea de Sabios, la puerta escondida, el perro de tres cabezas, todo… sólo servía para ocultar una puerta abierta, a punto de caer al suelo producto del desgaste del tiempo.
            La escalera era retorcida, como de caracol. La humedad del techo del pasadizo casi rozaba mi espalda y dificultaba cada vez más mi respiración. Seguía bajando, hacía cada vez más frío, el aire era más difícil de respirar. Sentía palpitaciones y daba boqueadas, cuando vislumbré un halo de luz. Aceleré el paso, el corazón en la boca.
            Era el resplandor de un haz de luz sobre un arca de base rectangular, con fachadas laterales y cubierta a dos vertientes, con crestería, pináculo y crucero. En sus paramentos tenía capillas cinceladas dispuestas simétricamente (por lo tanto, según fundamentos religiosos, ya que el hombre es la medida de todas las cosas y es simétrico), con figuras de plata repujada. Estaba forrada exteriormente con láminas de oro y plata entramadas. La altura de la cresta no sobrepasaría el medio metro; el pináculo apenas alcanzaba un palmo más. En ese arca se encontraba, pues, la verdad. En esa arca artística, bellísima, antiquísima, pero pequeña, mínima.
            Me acerqué casi hasta rozar con mi cara su frontis; sentía mucho frío, cuando me acostumbré a la oscuridad, haciendo grandes esfuerzos, puede ver que se había labrado en él una palabra en griego antiguo; podría ser la palabra Verdad. Años detrás de un momento, de un encuentro, y ya estaba allí, bajo mis manos que se habían apoyado en las dos vertientes de la superficie superior de la caja. Allí estaba La Verdad, la que muchos habían definido, todos decían desear, y nadie había buscado.
            Tragué saliva; una vez, dos, tres, intenté acompasar mi respiración, sentir cómo el aire subía y bajaba por mi interior. Tenía en mis manos La Verdad. Sólo necesitaba abrir aquella tapa. Sentía alegría y congoja, sentí el aliento de un perro rabioso en mi nuca, las manos de algún hipotético espíritu del mal rasgando mis entrañas, levanté, poco a poco, la tapa. Mis ojos se habían acostumbrado a la obscuridad.
            Con el sólo contacto de mis manos, la tapa comenzó a desencajarse y se deshizo en partes pequeñas que tuve que depositar en el suelo. En el momento de mirar dentro sentí electricidad en todo el cuero cabelludo. No había nada.
            Levanté el arca, lo volteé.
Nada salió del arca. Nada había dentro.
No había nada en el arca que contenía La Verdad.
Sentí una ráfaga de risa nerviosa y me dejé caer hacia atrás. Mi cuerpo se apoyó en una pared húmeda, me hablé en voz alta, me dije “eres el único que has luchado por llegar aquí y todo para nada… verĭtas, veritātis, conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente”. Nada. Reí a carcajadas y me dejé caer sobre un costado.
Sentí bajo mi cuerpo algo. Sequé las lágrimas de la risa. Lo tanteé. Parecía una tela que cubría huesos. Pasé mi mano a lo largo del objeto hasta tener la certeza de que era un esqueleto. Anduve a gatas y volví a tropezar con algo; quizá fuera otro cadáver, pero se convirtió en polvo sólo con el contacto.
-Así pues, no he sido yo el único que ha bajado hasta esta gruta. Ellos también buscaron La Verdad.
Me senté en el suelo, tremendamente cansado. Pensaba en dormir cuando sentí un golpe lejano; quizá fuera la puerta que había al otro lado de las escaleras. Entendí lo que sucedía. Me recosté contra la pared. Asumí que no había nada que hacer.

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