Paraíso (XI)

Toni Morrison

toni morrison





Los hermanos Morgan pocas veces se hablaban o miraban, y hacía tiempo que la gente se había percatado de ello. Algunos creían que se debía a que estaban celosos el uno del otro, a que sus puntos de vista sólo coincidían de modo aparente; por debajo, existía un resentimiento mutuo que emergía en pequeños detalles. Por ejemplo, en sus discusiones sobre coches: la feroz preferencia por los Chevrolet por parte de uno y la terca defensa de los Oldsmobile por parte del otro. En realidad, los hermanos estaban de acuerdo en casi todo y, de hecho, mantenían una conversación eterna, aunque silenciosa. Cada uno de ellos conocía los pensamientos del otro como conocía su rostro y sólo de vez en cuando necesitaban la confirmación de una mirada.

En aquel momento, se encontraban en distintas habitaciones de la casa de Deck, pensando en lo mismo. Afortunadamente, Misner se retrasaba, Menus estaba sobrio, Pulliam se sentía triunfante y Jeff no podía ocultar su preocupación por Sweetie. Mable, que había asistido a la ceremonia, había relevado a su nuera para la fiesta. Los novios estaban en su papel, con sonrisas vidriosas, pero en su papel. El pastor Cary —tranquilizador y jovial— era la mejor garantía de que reinase la calma. Él y su esposa, Lily, eran muy valorados por sus dúos, y si pudieran tocar un poco de música…

Steward abrió el piano mientras Deek caminaba entre los invitados. Al pasar junto al reverendo Pulliam, que asentía y sonreía con Sweetie y Jeff, Deek le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro. En el comedor, la mesa llena de comida suscitaba murmullos apreciativos, pero hasta el momento nadie, a excepción de los niños, había tocado nada. Las exclamaciones ante la mesa cubierta de regalos parecían forzadas, excesivas. Steward esperó delante del piano; su cabello gris acero y sus ojos inocentes mantenían un equilibrio perfecto. Los niños que lo rodeaban brillaban como ágatas; las mujeres resplandecían en sus trajes de Pascua, todavía impecables, pero permanecían calladas; los zapatos nuevos de los hombres chirriaban y brillaban como pepitas de sandía. Todo el mundo estaba rígido y se comportaba con excesiva corrección. A Deek debía de haberle costado convencer a los Cary, pensó. Steward buscó tabaco mientras azuzaba en silencio a su gemelo para que intentara otra cosa rápidamente —el coro masculino, Kate Golightly—, antes de que el reverendo Pulliam se empeñara en colocarlos otra vez en pie de guerra o, Dios no lo quisiera, Jeff empezara a recitar sus agravios contra la Administración de Veteranos; una vez lanzado, su siguiente objetivo habría sido K. D., que nunca había estado en el ejército. Se preguntó dónde estaría Soane. Steward observó a Dovey quitarle el velo a la novia, y sus ojos inocentes se regocijaron al ver una vez más la figura de su esposa. Vestida con cualquier cosa —el traje de los domingos, el uniforme blanco de la iglesia, o incluso cuando se ponía su albornoz—, la visión de su cuerpo hacía que sonriera con satisfacción. Pero Deek estaba advirtiéndole que no se distrajera, de modo que Steward dejó de admirar a Dovey y reparó en el éxito de los esfuerzos de su hermano. Kate se acercó al piano y se sentó. Flexionó los dedos y empezó a tocar. Primero, un trino preparatorio, acompañado de toses amistosas y murmullos de expectación. Después llegaron Simon y Lily Cary, canturreando, mientras pensaban por qué pieza empezar. Iban por un tercio de Toma mi mano, señor, y las sonrisas se habían vuelto hacia la música, cuando oyeron el estruendo de la bocina de un viejo Cadillac.


Connie no fue, pero sí sus huéspedes. Mavis conducía el Cadillac, Gigi y Seneca iban en el asiento trasero y alguien a quien no conocían, en el delantero. Ninguna de ellas parecía vestida para una boda. Su aspecto, cuando bajaron del coche, era de chicas de discoteca: pantalones cortos de color rosa, tops diminutos, faldas transparentes, ojos pintados, labios sin carmín; resultaba evidente que no llevaban ropa interior ni medias. Habían saqueado la casa de Jezabel para decorarse los brazos, las orejas, el cuello, los tobillos e incluso la nariz. Mavis y Soane se saludaron en el jardín delantero, incómodas. Otras dos mujeres se pasearon por el comedor y examinaron las mesas en que estaba la comida. Saludaron con un «hola» y preguntaron en voz alta si había algo más para beber que no fuera limonada o zumo de frutas. No lo había, de manera que hicieron lo que otros jóvenes habían hecho ya: salieron del jardín de los Morgan y se fueron paseando hasta más allá de la tienda de Anna Flood, en dirección al horno. Las escasas chicas del lugar se agruparon y se apartaron, dejando el territorio a los chicos de Poole: Apollo, Brood y Hurston. A los de Seawright: Timothy júnior y Spider. A Destry, Vane y Royal. Menus se sumó a ellos, pero Jeff, que había estado hablando con él, no lo hizo. Ni tampoco el novio, que los contemplaba. Dovey estaba quitando la grasa de un trozo de cordero cuando estalló la música. Sobresaltada por el estruendo, se hizo un corte en un dedo y comenzó a chupárselo mientras Otis Redding gritaba «Auuuuu lil girl…» y aniquilaba la tranquila súplica del himno. Dentro, fuera y calle abajo, el ruido y el calor eran implacables.

—Bueno, sólo están divirtiéndose —susurró una voz detrás del reverendo Pulliam. Éste se volvió, pero no consiguió localizar a quien había hablado, de manera que siguió mirando por la ventana. Sabía cómo eran esas mujeres. Como niños, siempre a la caza de diversión, entregadas a ella, pero necesitaban que alguien las ayudara a conseguirla, las llevara en coche, les diese una mano, un billete de cinco dólares. Alguien que las excusara o las mimase. Alguien que mirara al suelo y no dijese nada cuando alteraban la paz. Cruzó una mirada con su esposa, que asintió, y se apartó de la ventana. Tanto ella como él sabían que la existencia de adultos obsesionados por la diversión era un síntoma claro de un estado de decadencia ya avanzado. Pronto todo el país estaría inundado de juguetes y habría perdido el oído por culpa de la música escandalosa y las risas falsas. Pero allí no. En Ruby no sucedería eso. Por lo menos, mientras viviese el reverendo Pulliam.


Las chicas del convento están bailando; agitan los brazos por encima de la cabeza, así, así y asá. Sonríen y gritan, pero no miran a nadie. Sólo a sus cuerpos que se mecen. Las chicas del lugar las miran por encima del hombro y sueltan un bufido. Brood, Apollo y Spider, chicos de granja con músculos de acero y ojos que nada tienen de inocentes, se balancean y hacen chasquear los dedos. Hurston canta el acompañamiento. Dos niñas pequeñas montan en bicicleta; miran con los ojos muy abiertos a las mujeres que bailan. Una de ellas, que luce un cabello sorprendente, le pide la bicicleta prestada. Después otra. Pasean en bicicleta por Central Avenue sin preocuparse por lo que hace la brisa con sus largas faldas floreadas o por el modo en que saltan sus pechos al pedalear. Una de ellas se desliza con los tobillos sobre el manillar; otra se pone sobre el manillar mientras Brood conduce, sentado en el sillín. Una tercera, con los pantalones cortos de color rosa más escuetos del mundo, está sentada en un banco y se rodea el cuerpo con los brazos. Parece borracha. ¿Lo están todas? Los chicos ríen.

Anna y Kate llevaron sus platos hasta el extremo del jardín de Soane.

—¿Cuál? —susurró Anna.
—Aquélla —indicó Kate—. La que lleva un harapo como blusa.
—Esa mujer ataría a cualquiera —dijo Anna.
—¿Atar? A mí me parece de las que desatan.
—¿Es con la que estuvo tonteando K. D.?
—Ajá.
—Conozco a aquella de ahí. Viene a la tienda. ¿Quiénes son las otras dos?
—Ni idea.
—Mira, ahí va Billie Delia.
—Naturalmente.
—Vamos, Kate. Deja a Billie en paz.

Se llevaron a la boca una cucharada de ensalada de patata. Detrás de ellas apareció Alice Pulliam, murmurando:

—Caramba, caramba, caramba.
—Hola, tía Alice.
—¿Habíais visto alguna vez un jaleo semejante? A que no encontráis ni un sostén en todo ese grupo. —Alice se sujetó el sombrero para que no se lo llevara la brisa—. ¿Por qué sonreís? No me parece nada divertido.
—No, claro que no —dijo Kate.
—Esto es una boda, ¿recuerdas?
—Tienes razón, tía Alice. Tienes toda la razón.
—¿Qué te parecería si hubiera alguien bailando de manera obscena en tu boda? —Alice examinó el cabello de Anna con sus brillantes ojos negros.

Kate asintió con aire comprensivo mientras apretaba los labios para que no se le escapara una sonrisa. Anna intentó parecer seriamente ofendida ante la severa esposa del pastor, mientras pensaba: Jesús, si me casara con Richard no duraría ni una hora en esta ciudad.

—Voy a encargarme de que el pastor en persona ponga fin a esto —dijo Alice, y se alejó, decidida, hacia la casa de Soane.

Anna y Kate esperaron varios compases antes de echarse a reír abiertamente. Al margen de otras consideraciones, pensó Anna, las mujeres del convento les habían salvado el día. No había nada como los pecados de otros para distraerse. Los jóvenes estaban equivocados. Sé el surco del ceño de Ella. Y, a propósito, ¿dónde estaba Richard?


Arrodillado, Richard Misner estaba enfadado con su enojo y lo mal que lo había controlado. Acostumbrado a los obstáculos, experto en desacuerdos, era incapaz de conciliar la intensidad de su furia con lo que parecía ser su causa. Amaba a Dios de tal manera que le resultaba doloroso, aunque en ocasiones ese mismo amor le hacía soltar carcajadas. Y respetaba profundamente a sus colegas. Habían resistido durante siglos dedicados a predicar, gritar, bailar, cantar, absorber, discutir, aconsejar, rogar, dirigir. Su pasión ardía o quemaba sin llama como la lava sobre una tierra que les había hecho la guerra a ellos y a su rebaño sin cesar. Una guerra pusilánime que no tenía el honor entre sus objetivos ni sus recompensas; una guerra sin principios que prosperaba tanto sobre la base de la cobardía del vencedor coma sobre su mendacidad. En los púlpitos y en letra impresa, él y sus hermanos habían sido el núcleo de la comedia, las espaldas escogidas por el cuchillo de la parodia. Hasta los internos de los corredores de la muerte los maldecían, los proxenetas los despreciaban. Los envidiaban incluso por los escasos ingresos del cepillo. Sin embargo, si a través de todo eso el Espíritu parecía escabullirse, tenían que sujetarse a él con uñas y dientes de ser necesario, agarrarlo con los puños. Llevaban el Espíritu a edificios casi en ruinas, a iglesias de las que habían desaparecido los feligreses blancos, a tiendas de campaña, a barrancos y cabañas de troncos situadas en los claros de los bosques. Susurraban en cobertizos iluminados por la luna, no fuera a verlos la Ley. Rezaban detrás de los árboles y en casas de barro, sus voces seguían impertérritas ante los vientos que rugían. Desde la Iglesia de Abisinia a las congregaciones que se reunían en la parte trasera de las tiendas, desde los peregrinos baptistas a las salas de cine abandonadas; con zapatos brillantes, botas gastadas, coches desvencijados y Lincoln Continental, bien alimentados o desnutridos, hacían que su luz, que parpadeaba débilmente o brillaba como un cometa, atravesara la oscuridad de los días. Limpiaban los esputos de los blancos de los rostros de los niños negros, escondían a desconocidos de las partidas dirigidas por los sheriffs y de la policía, transmitían más deprisa que el periódico y mejor que la radio la información necesaria para salvar la vida. En los lechos de muerte, miraban a ésta a los ojos y a la boca. Sostenían sobre el hombro la cabeza de las madres que lloraban antes de llevar al cementerio a sus hijas, destrozadas por la vida. Lloraban por las cuerdas de presos, razonaban con los magistrados. Hacían que gritaran congregaciones enteras. Llevadas por el éxtasis. Por la fe. Aquella muerte era la vida verdadera, a que sí, y toda vida, a que sí, era santa ante Sus ojos, a que sí. Aunque los conmocionaba la visión del mal, estaban familiarizados con su hocico. Con todo, la auténtica maravilla residía en las formas y sustancias sorprendentes que adoptaba la gracia de Dios: el Evangelio en tiempos de persecución; las victorias exquisitas de quienes tenían prohibido competir; la digna rectitud de los que no se dejaban aplastar por una bota; a su lado, la paciencia de Job parecía intranquilidad. Elegancia cuando alrededor de ellos todo era miseria.

Richard Misner sabía todo eso. Sin embargo, aunque su conocimiento y su respeto seguían intactos, el temblor que sentía dentro de sí era ingobernable. Pulliam había estado tocando una membrana que encerraba un apetito feroz de venganza, un apetito que Misner necesitaba entender para dominar. ¿Tal vez los tiempos habían podido con él? ¿La desolación surgida tras el asesinato de King, una desolación que iba en aumento, como una ola en cámara lenta, lo había arrastrado consigo? ¿O era la calamidad de contemplar la interminable humillación de un presidente dañino? ¿Se había contaminado con aquella guerra larga e incomprensible? ¿Se trataba quizá de un virus durmiente que resurgía ahora que la guerra estaba llegando a un torpe final? Todo el equipo de fútbol de su colegio había muerto en aquella guerra. Diecinueve chicos de espaldas bien anchas. Él los miraba, quería ser como ellos. ¿Sentía ahora náuseas ante su muerte en vano? ¿Era ése el origen de su incipiente ansia de violencia?

¿O era Ruby?

¿Qué tenía aquel pueblo, aquella gente, para ponerlo furioso? Sólo eran distintos de otras comunidades en un par de cosas: la belleza y el aislamiento. Todos ellos eran guapos; alguno, incluso extraordinariamente guapo, y salvo tres o cuatro, negros como el carbón, atléticos y de ojos evasivos. Todos ellos sentían una gélida sospecha hacia los forasteros. En todo lo demás, eran como cualquier otra comunidad negra pequeña: protectora, religiosa, ahorrativa sin ser tacaña. Ahorraban y gastaban; les gustaba tener dinero en el banco, pero también poseer cosas bonitas. Cuando llegó, pensó que sus defectos eran los normales; sus disputas, ordinarias. Se alegraban de los éxitos de sus vecinos, y sus burlas hacia los lentos y perezosos estaban llenas de buen humor. O, por lo menos, así era antes. Se diría que ahora se trataban con el frío recelo que en otro tiempo destinaban a los desconocidos. ¿Había contribuido a ello? No tenía más remedio que admitir que, sin su presencia, probablemente no habría debates, ni puños pintados, ni peleas por las palabras que faltaban en la puerta de un horno. Desde luego, no existiría un antagonismo público, y menos aún físico, entre hombres de negocios. Y no habría fugitivos. Ni bebida. Aunque reconociera su culpa en los conflictos del pueblo, Misner no se sentía satisfecho. ¿A qué se debía esa terquedad, esa reticencia a declarar sus derechos, un papel más destacado en los asuntos de los negros? Ellos, más que nadie, conocían la necesidad de poseer una voluntad pura, las recompensas del valor y la decisión. Más que nadie, también entendían los mecanismos para arrebatar el poder.

Una y otra vez, y con el menor pretexto, extraían de su acervo de historias cuentos sobre personajes antiguos, abuelos y bisabuelos, padres y madres. Enfrentamientos peligrosos que resolvían unos negociadores hábiles. Testimonios de resistencia, inteligencia, habilidad y fortaleza. De suerte y atropellos. Pero ¿por qué no había historias sobre ellos mismos? Callaban acerca de sus vidas. No tenían nada que decir, pasaban a otra cosa. Como si bastara el heroísmo del pasado para construir el futuro. Como si, más que hijos, quisieran duplicados.

Allí, arrodillado, Misner esperaba una respuesta, y no que creciera la lista de preguntas. De manera que hizo lo que solía hacer: pidió al Señor que fuera con él mientras se ponía en camino, retrasado y alterado, hacia la fiesta de la boda. Estar en Su compañía calmaba el enfado. Después de salir de su casa y coger Central Avenue, oyó la respiración ligera de quien lo acompañaba, pero ni una palabra de consejo o consuelo. Cuando pasaba por delante de la droguería de Harper, vio a un grupo reunido cerca del horno. De ahí, con una explosión provocada por un motor que necesitaba una puesta a punto, salió disparado un Cadillac. En menos de un minuto pasó por su lado, y él reconoció a dos mujeres del convento entre los ocupantes. Cuando llegó al jardín de los Morgan, el grupo se había dispersado. Los niños, borrachos de azúcar, corrían y retozaban con los collies de Steward. El horno estaba desierto. En cuanto entró en la casa de Soane y Deek, observó que todo estaba radiante. Menus se acercó para darle un abrazo. Pulliam, Arnold y Deek interrumpieron su profunda conversación para estrecharle la mano. Los Cary cantaban un dúo, acompañados por un coro. De manera que no le sorprendió ver a Jeff Fleetwood reír muy a gusto con el mismo hombre al que hacía unas semanas había amenazado con un arma: el recién casado. La novia, sin embargo, tenía una mirada adusta.


El silencio en el Cadillac no era tenso. Ninguna de las que iban en él esperaba gran cosa de los hombres vestidos con traje, de manera que no les sorprendió que les dijeran que se marchasen.

—Devolved esas bicicletas a las niñas —indicó uno.
—Largo de aquí —masculló otro, con la boca llena de tabaco.

A los hombres más jóvenes, que habían reído con ellas y las habían ovacionado, se les ordenó sin palabras que se fuesen. Bastó una mirada y un movimiento de la cabeza por parte de un hombre que medía dos metros. Tampoco estaban enfadadas porque las hubieran echado: un poco molestas, quizá, pero no mucho. Una de ellas, la que conducía, nunca había visto a un hombre que no pareciera a punto de estallar. Otra, sentada en el asiento del acompañante, pensó en las aburridas imágenes sexuales que probablemente hubiese provocado y consideró que debería marcharse a otro lugar. En el asiento trasero, una tercera, que se había divertido de veras, pensaba que, aunque sabía cómo era la rabia, no tenía ni idea de lo que se sentía al experimentarla. Siempre hacía lo que le decían, de manera que cuando el hombre dijo: «Devolved esas bicicletas a las niñas…», lo hizo con una sonrisa. La cuarta pasajera se alegraba de que las hubieran expulsado. Era el segundo día que pasaba en el convento y hacía tres que no decía una palabra a nadie. Excepto un rato antes, cuando la chica aquélla, Billie nosequé, se acercó a ella.

—¿Estás bien? —Llevaba un vestido rosado y, en lugar del gorro de ducha de las otras, unas rosas diminutas prendidas en el cabello—. ¿Te llamas Pallas? ¿Estás bien?

Asintió e intentó no temblar.

—Aquí estás segura, pero vendré a ver si necesitas algo, ¿de acuerdo?
—Sí —susurró Pallas. Y añadió—: Gracias.

Y allí también. Había abierto los labios un poquito para pronunciar dos palabras, y no se le había llenado la boca de agua negra. El frío aún hacía que le temblaran los huesos, pero el agua oscura iba retrocediendo. De momento. Por la noche, naturalmente, volvería, y ella estaría otra vez dentro del agua, intentando no pensar en lo que nadaba debajo de su cuello. Se concentraría en la superficie, en la linterna que lamía la orilla y después se movía rápidamente sobre el brillo negro. Ojalá, ojalá lo que notaba por debajo fueran lindos pececitos como los de la pecera que le había comprado su padre cuando tenía cinco años. O guppies, scalares. Nada de caimanes ni serpientes. Aquello era un lago, no una ciénaga o el acuario del zoo de San Diego. Flotando sobre el agua, sus susurros se oían más cerca que sus llamadas. «Ven aquí, gatita. Ven aquí, gatita. Minino, minino, minino», sonaba lejos, pero el «dame la linterna, estúpido, déjalo estar, se habrá ahogado», se deslizó por su piel, detrás de las orejas.

Pallas miró por la ventanilla hacia un cielo tan regular y un paisaje tan monótono que no tenía la sensación de estar en un coche en marcha. El olor del chicle de Gigi mezclado con el de su cigarrillo le daba náuseas.

«Ven aquí, gatita. Aquí». Pallas había oído decir eso antes. Hacía una eternidad de ello, en uno de los días más felices de su vida. En la escalera mecánica. Las Navidades pasadas. Lo decía una mujer loca a la que ahora recordaba mejor que cuando la había visto por primera vez.

En la parte superior de la cabeza, el cabello, que llevaba recogido con un pasador de plástico rojo, habría formado un pequeño moño o un rizo si hubiera medido más de tres o cuatro dedos. En cambio, no era ninguna de las dos cosas. Sólo un mechón que aquel pasador de niña mantenía tieso. Sendos pasadores más, uno amarillo, el otro púrpura, le sujetaban el cabello sobre las orejas. Su rostro de terciopelo oscuro quedaba al descubierto y, al mismo tiempo, oculto por dos discos de color escarlata del tamaño de galletas, el carmín de color fucsia que emborronaba sus labios, la raya negra de los ojos que caía hacia las mejillas. Todo lo demás era estridente y llamativo: pendientes de plástico blanco, pulseras de cobre, cuentas de color pastel en la garganta, y mucho, mucho más que salía de las bolsas que llevaba: dos bolsas de plástico de la BOAC y un monedero de malla metálica en forma de caja de puros. Vestía una especie de camiseta blanca de algodón que dejaba al descubierto la espalda y el vientre, y una diminuta falda roja. Tenía las piernas cortas y los calcetines que lucía, de color canela, como se consideraba adecuado para las mujeres negras, parecían hechos para correr, de la misma manera que sus tacones altos parecían hechos para atropellar. La piel de la parte interior de los brazos y la barriga, pequeña y maciza, sugerían que tenía unos cuarenta años, pero podría haber tenido cincuenta o veinte. El baile que ejecutaba mientras subía por las escaleras, el balanceo de las caderas, el modo en que movía la cabeza, recordaban tiempos pasados de lentos contoneos en salas mal iluminadas. Nada que ver con el ritmo de las chicas discotequeras de 1974. Los dientes podían habérselos arreglado en cualquier sitio: en Kingston, Jamaica, en Pass Partner, Luisiana; Addis Abeba o Varsovia. El brillo del oro hacía que su sonrisa pareciera de otra época y le daba la seriedad que el resto de su ropa le negaba.

La mayoría de los ojos se apartaban para no verla y se clavaban en los escalones flotantes de metal que tenían a sus pies, o se volvían hacia los adornos de Navidad que animaban la tienda. Sin embargo, los niños y Pallas Truelove la miraban fijamente.

Las Navidades en California siempre eran estupendas, y ésa prometía ser una maravilla. Los cielos brillantes y el calor incrementaban el brillo de la nieve artificial, hinchaban las coronas verde y oro, rosa y plata. Pallas, cargada de paquetes, estuvo a punto de tropezar al llegar a la parte baja de las escaleras. No entendía por qué la mujer con colorete y dientes de oro la fascinaba. No tenían nada en común. Los pendientes que colgaban de los lóbulos de Pallas eran de oro de ley, sus botas estaban hechas a mano, sus tejanos eran de marca y la hebilla del cinturón de una plata bellamente trabajada.

Al llegar al final de las escaleras, Pallas tropezó, presa de un pequeño ataque de pánico, y salió corriendo hacia donde Carlos la esperaba. El repugnante sonsonete de la mujer se mezclaba con los villancicos que atronaban la tienda.

—Aquí está la gatita. Quiero una gatita, gatita.


—¡Mavis!

Mavis no quería mirarla. Gigi siempre afeaba su nombre, estirándolo como si fuera un trozo de su chicle.

—¿No puedes ir a más de veinte kilómetros por hora? ¡Por Dios!
—El coche necesita una correa del ventilador nueva. Y no pienso pasar de sesenta y cinco —repuso Mavis.
—Veinte. Sesenta y cinco. Es como ir andando —dijo Gigi, y dejó escapar un suspiro.
—Si te dejo aquí mismo, ya verás lo que es andar. ¿Quieres?
—No me jodas. Sácame a rastras de este coñazo… ¿Has visto a ese tipo, Sen? Menus. El que se cagó encima cuando se quedó con nosotras.

Seneca asintió.

—Pero no ha dicho nada desagradable.
—Tampoco los ha detenido —observó Gigi—. Todo ese vómito, la mierda que limpié.
—Connie dijo que podía quedarse. Y lo limpiamos entre todas —puntualizó Mavis—, no sólo tú. Y nadie te arrastró. No tenías por qué ir.
—El tipo tenía delírium trémens, ¡no te digo!
—¿Quieres cerrar tu ventanilla, por favor, Mavis? —pidió Seneca.
—¿Os llega demasiado viento ahí detrás?
—Tiembla otra vez. Creo que tiene frío.
—¡Si estamos a treinta y dos grados! ¿Qué demonios le pasa? —Gigi examinó a la chica temblorosa.
—¿Paro? —preguntó Mavis—. A lo mejor vomita otra vez.
—No, no pares. Ya la cojo. —Seneca estrechó a Pallas entre sus brazos y le frotó la piel erizada de los brazos—. Quizá viajar en coche le produce mareos. Pensaba que la fiesta la animaría, pero al parecer está peor.
—Este pueblo de mierda hace vomitar a cualquiera. No puedo creerme que eso sea lo que llaman una fiesta. ¡Himnos! ¡No te digo! —Gigi se echó a reír.
—Era una boda, no una discoteca —le dijo Mavis. Se secó el sudor del cuello—. Además, tú sólo querías ver a tu amiguito otra vez.
—¿A ese gilipollas?
—Sí. A ése. —Mavis sonrió—. Ahora que está casado, quieres que vuelva.
—Si quiero que vuelva, puedo hacer que vuelva. Lo que quiero es largarme de este sitio de mierda.
—Hace cuatro años que lo dices, ¿verdad, Sen?

Gigi abrió la boca, pero no dijo nada. ¿Eran cuatro? Pensaba que eran dos. Pero había pasado por lo menos dos tonteando con K. D., el muy hijo de puta. ¿Había dejado que la retuviera allí la promesa de reunir dinero suficiente para llevarla lejos? ¿O fue otra promesa lo que la retuvo allí? De unos árboles entrelazados junto al agua fría.

—Bueno, ahora hablo en serio —le dijo a Mavis, con la esperanza de que fuera cierto.

Tras un gruñido de incredulidad por parte de Mavis, en el coche se hizo otra vez el silencio. Pallas dejó que su cabeza descansara sobre los pechos de Seneca, con el deseo de que desaparecieran y que, en su lugar, fuera el pecho duro y liso de Carlos el que soportara su mejilla, como lo hizo siempre que ella quiso a lo largo de más de mil kilómetros. El regalo que había recibido para su decimoséptimo cumpleaños, un Toyota rojo con un casete de ocho pistas, estaba repleto de regalos de Navidad. Cosas que gustarían a la madre de cualquiera, en diversos colores y estilos porque no quería correr el riesgo de no tener nada que le gustara a una mujer que no había visto en trece años. Con Carlos al volante, justo antes de las Navidades, se marcharon de vacaciones para ver a su madre. No huía de su padre; no se fugaba con el hombre más fantástico, más fenomenal del mundo.

Lo había planeado todo cuidadosamente: los objetos estaban escondidos, había disimulado sus movimientos para que ni Providence, el ama de llaves con ojos de águila, ni su hermano Jerome advirtiesen nada. Su padre no estaba por ahí lo suficiente como para darse cuenta de lo que ocurría. Era abogado y tenía unos pocos clientes, pero dos de ellos eran artistas negros de primera. Mientras los mantuviera en la cumbre, Milton Truelove no necesitaba incrementar su clientela, aunque estaba alerta por si encontraba a otros jóvenes que pudieran llegar a lo más alto y quedarse allí.

Con ayuda de Carlos, fue tan fácil como divertido: tuvo que consolidar las mentiras contadas a sus amigas; los objetos que dejaba atrás tenían que indicar que su intención era regresar, no escapar (el permiso de conducir —un duplicado—, los ositos de peluche, el reloj, los objetos de tocador, las joyas, las tarjetas de crédito). Eso último los obligó a sacar mucho dinero en efectivo y hacer las compras el mismo día en que se fueron. Ella quería comprar más cosas, muchas más, para Carlos, pero él se negó. En el tiempo que hacía que se conocían —cuatro meses— no había aceptado ningún regalo de ella. Ni siquiera le dejaba pagar las comidas. Cerraba sus bellos ojos y negaba con la cabeza, como si su ofrecimiento lo entristeciera. Pallas lo había conocido en el aparcamiento del colegio el día en que su Toyota no quiso ponerse en marcha. En realidad, lo había visto muchas veces antes. Era el encargado de mantenimiento de su colegio, tenía aspecto de estrella de cine y todas las chicas iban detrás de él. Todo empezó el día en que pisó a fondo el acelerador y le dijo a Pallas que tenía el coche ahogado. Se ofreció a seguirla hasta su casa en su Ford por si el coche se le paraba otra vez. El coche no se paró y él se despidió agitando la mano. Al día siguiente, Pallas le llevó un regalo —un disco— y le costó conseguir que lo aceptara.

—Sólo si aceptas que te invite a un perrito caliente con chile —dijo él.

Pallas notó que se le secaba la boca a causa de la emoción. A partir de entonces, se vieron todos los fines de semana. Ella hizo todo lo que se le ocurrió para que él se enamorara. Carlos respondía apasionadamente a sus caricias, pero durante semanas no quiso ir más allá. «Cuando nos casemos», decía.

En realidad, Carlos no era un bedel. Era escultor y, cuando Pallas le contó cosas sobre su madre, que era pintora, y el lugar donde vivía, sonrió y comentó que era un lugar perfecto para un artista. Todo encajaba. Carlos podía dejar su trabajo sin grandes problemas durante las vacaciones. Milton Truelove estaría ocupadísimo con las fiestas de sus clientes, los estrenos y los tratos con los canales de televisión. Pallas buscó entre las felicitaciones de Navidad y cumpleaños enviadas por su madre durante los últimos años para encontrar su dirección más reciente, y los enamorados se escaparon sin el menor contratiempo. Sólo aquella negra loca le fastidió los villancicos de Navidad.

Pallas se acurrucó contra el pecho de Seneca que, aunque incomodo, le quitó los escalofríos. Las mujeres que se sentaban delante se peleaban de nuevo con unas voces agudas que le hacían daño en la cabeza.

—¡Puta exhibicionista! Soane es amiga nuestra. Y ahora ¿qué le digo?
—Es amiga de Connie. No tiene nada que ver contigo.
—Yo le vendo los pimientos, le preparo el tónico…
—¿Qué te crees? ¿Farmacéutica? Es sólo romero y un poco de salvado mezclado con aspirina.
—Sea lo que sea, es responsabilidad mía.
—Sólo cuando Connie está borracha.
—No te atrevas a hablar de ella. No bebía hasta que tú llegaste.
—Eso es lo que tú dices. Si hasta duerme en la bodega.
—¡Su dormitorio está allí! ¡Eres una imbécil!
—Ya no es una criada. Podría dormir arriba, si quisiera. Lo que pasa es que quiere estar cerca de todas esas botellas.
—Por Dios, no te aguanto.

Seneca intervino con una voz suave destinada a fomentar la armonía.

—Connie no es borracha. Sencillamente, no es feliz. Tendría que haber venido con nosotras, así todo habría sido distinto.
—¡Si todo iba bien! —dijo Gigi—. Hasta que vinieron esos predicadores de mierda. —Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.
—¿No puedes dejar de fumar ni durante un par de minutos? —preguntó Mavis.
—¡No!
—No sé qué vio en ti ese negro —prosiguió Mavis—. O quizá sí, ya que lo llevas bien a la vista.
—¿Estás celosa?
—Y un cuerno.
—Y un cuerno, y un cuerno. Llevas diez años sin que te echen un polvo; estás reseca.
—¡Largo! —gritó Mavis, frenando de golpe—. ¡Baja de mi coche y vete al infierno!
—¿Vas a echarme? Tócame y te rompo la cara —la amenazó Gigi—. ¡Eres una delincuente de mierda! —Y aplastó el cigarrillo contra el brazo de Mavis.

No había sitio suficiente dentro del coche para pelearse, pero lo intentaron. Seneca sostuvo a Pallas entre sus brazos y las miró. En otro tiempo habría intentado separarlas, pero ahora sabía que era mejor no hacerlo. Cuando no pudieran más, pararían y la paz reinaría durante más tiempo que si ella intervenía. Gigi conocía los puntos débiles de Mavis: cualquier insulto a Connie y las alusiones a su condición de fugitiva. Durante su último viaje, Mavis se había enterado por su madre que la buscaban por robo, abandono y sospecha de asesinato de dos de sus hijos.

El Cadillac se mecía. Gigi era agresiva, pero presumida: no quería que los arañazos o los golpes estropearan su bonita cara, y se preocupaba constantemente por su pelo. Mavis era lenta, pero pegaba con fuerza y ganas. Cuando Gigi vio sangre, dio por hecho que era suya y bajó del coche; Mavis salió pitando tras ella. Lucharon en la carretera y en la cuneta, bajo un cielo de un color metálico, en el que no había ni una bandada de pájaros.

Pallas se incorporó, hipnotizada por los cuerpos que rodaban levantando polvo y aplastando hierbas. Cuerpos absortos, ajenos a las miradas, bajo un cielo vacío en Oklahoma o pintado en Mehita, Nuevo México. Meses después de los alborozados besos y abrazos de Dee Dee Truelove: meses maravillándose ante el paisaje espectacular que se divisaba desde las ventanas de su madre; meses de comida espléndida, de conversar con los amigos de Dee Dee, todo tipo de artistas —indios, neoyorquinos, viejos, hippies, mexicanos, negros— y de charlar los tres por la noche bajo cielos que Pallas sólo había creído posibles fabricados por Disney. Tras todos esos meses, Carlos dijo:

—Éste es mi sitio. —Suspiró profundamente—. Éste es el hogar que he estado buscando.

Su rostro, bañado por la luna, hizo que el corazón de Pallas se detuviera.

—Claro que sí —dijo Dee Dee Truelove con un bostezo.

Carlos también bostezó, y en ese mismo instante tendría que haberse percatado: los bostezos simultáneos, el mismo tono de voz. Debería haber tenido en cuenta la aritmética: la edad de Carlos estaba más cerca de la de Dee Dee que de la de Pallas. Si lo hubiera advertido, tal vez hubiese logrado impedir que los cuerpos se debatieran entre gemidos sobre la hierba, sin importarles quién los viera. No habría tenido que salir corriendo, aturdida, hacia el Toyota; no habría corrido sin rumbo por las carreteras, dando golpes, rozando camiones; no se habría encontrado en el agua con cosas suaves que la tocaban por debajo.

Pallas sintió otra vez las repulsivas cosquillas y caricias de los tentáculos, de las escamas invisibles, se alejó de las mujeres que luchaban y alzó el brazo para rodear el cuello de Seneca y apretar la cara de ésta contra su diminuto seno.

Sólo Seneca vio el camión que se acercaba. El conductor redujo la velocidad, quizá para rodear al Cadillac que acaparaba la carretera, tal vez con la intención de ofrecer su ayuda, pero se detuvo el tiempo suficiente para ver a dos proscritas rodar por el suelo, con los vestidos rotos, la carne secreta a la vista. Y vio también a otras dos mujeres, abrazadas en el asiento trasero. Durante un largo momento abrió mucho los ojos. Después sacudió la cabeza y pisó a fondo el acelerador.

Finalmente, Gigi y Mavis quedaron tendidas en el suelo, jadeando. Primero una, después la otra, se sentaron para tocarse y hacer un inventario de sus heridas. Gigi buscó el zapato que había perdido; Mavis, la goma que le había sujetado el pelo. Sin pronunciar palabra, volvieron al coche. Mavis condujo con una sola mano. Gigi se puso un cigarrillo en el lado bueno de la boca.

(Continuará...)

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