Toni Morrison

Una hora más tarde, circulaba por una calle por la que ya había pasado dos veces. Salió de allí en cuanto pudo y se encontró en un puente estrecho y en una calle con almacenes a los lados. De todos modos, las carreteras secundarias serían mejores, decidió. Menos policía, menos farolas. Temblando en cada semáforo, consiguió salir de la ciudad. Cuando anocheció estaba en la carretera 15, y siguió adelante hasta que no hubo más que vapores de gasolina para alimentar el motor. El Cadillac no suspiró ni tosió, sino que se limitó a detenerse en un pozo de oscuridad; los faros hacían resaltar diez metros de asfalto. Mavis apagó las luces y cerró las puertas. Un poco de valor, susurró. Como las chicas que huían de algo, hacia algo. Si ellas podían vagar por ahí, subirse a los coches, hacer dedo para ir a un entierro, buscar comida en barrios desconocidos, hacer su camino solas o con otra persona como única protección, seguro que ella podía esperar en la oscuridad a que llegase la mañana. Dormía mejor a la luz del día, lo había hecho durante toda su vida adulta. Al fin y al cabo, no era una niña, sino una mujer de veintisiete años, madre de…
El whisky de la botella de Early Times no la ayudó. Las lágrimas le mojaban la barbilla, le bajaban por el cuello. Al final, hizo que perdiera el sentido.
Mavis despertó con la boca seca, fea, desorientada, y cayó en la cuenta de que estaba hambrienta porque el sol, de un rojo sandía, parecía comestible. El horizonte, de un azul cegado, sostenido por mil millones de kilómetros de vacío, no le ofrecía una invitación ni un reproche. No había elección. Orinó tal como Dusty le había enseñado y volvió al Cadillac para esperar a que pasara otro coche. Bennie era lista; no se iba de ningún sitio sin una caja llena de comida. Mavis sintió que su estupidez se cerraba sobre ella como un saco. Una mujer crecida incapaz de cruzar el país o trazar un plan que abarcara más de veinte minutos. Habían tenido que enseñarle a secarse con hierbas. Demasiado estúpida como para abrir la ventana de un coche para que unos bebés pudieran respirar. Ahora no sabía por qué había huido de los eslabones de oro que iban hacia ella. Frank tenía razón. Desde el principio, había tenido toda la razón sobre ella: era la puta más idiota del planeta.
Mientras esperaba no apareció ningún coche ni camión. Se adormiló, despertó con pensamientos terribles y volvió a dormirse. De repente, se irguió en el asiento, completamente despierta, y decidió no morirse de hambre. ¿Las chicas de la carretera se quedarían ahí sentadas? ¿Dusty lo haría? ¿Bennie? Mavis miró atentamente lo que la rodeaba. Vio árboles a lo lejos, en el vacío de mil millones de kilómetros. ¿Aquello era hierba o alguna clase de cultivo? Todos los caminos llevaban a algún sitio, ¿no? Mavis cogió su bolso, buscó el impermeable y descubrió que había desaparecido.
—¡Joder! —gritó, y cerró de un portazo.
Pasó el resto de la mañana en la misma carretera. Cuando el sol estaba en el cenit, optó por otra más estrecha, porque tenía sombra. Estaba asfaltada, pero no era lo bastante ancha como para que pasaran dos coches sin tener que usar la cuneta. Cuando la carretera se quedó sin árboles, Mavis vio delante de ella, a la izquierda, una casa. Parecía pequeña y cercana, y le llevó un rato descubrir que ninguna de las dos cosas era cierta. Tuvo que cruzar hectáreas de maizales para acercarse a ella, y, o bien estaba viendo la casa por detrás, o bien no tenía camino de acceso. A medida que fue acercándose, comprobó que era de piedra, tal vez arenisca, pero oscura por los años. Al principio, no vio que tuviese ventanas, pero luego distinguió el principio de un porche y el reflejo de enormes ventanas en la planta baja. Rodeó la casa por la derecha y descubrió un camino que no llevaba a la puerta principal, sino a un lado de aquélla. Mavis giró hacia la izquierda. El césped cercano al porche estaba bien cuidado. Unas garras remataban la barandilla a los lados de los escalones de piedra. Mavis subió por las escaleras y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Se dirigió hacia el camino y vio a una mujer sentada en una silla roja de madera junto a un pequeño huerto.
—¡Oiga! —gritó Mavis, llevándose las manos a la boca a modo de bocina.
La mujer levantó la cara hacia ella, pero Mavis no consiguió saber qué estaba mirando, pues llevaba gafas oscuras.
—Perdone. —Mavis se acercó. Ya no hacía falta gritar—. Se me ha parado el coche. ¿Sabe si alguien puede ayudarme? ¿Me permite llamar por teléfono a algún sitio?
La mujer se levantó cogiéndose con las dos manos el dobladillo del delantal, que parecía de lona, y se acercó. Debajo del delantal lucía un vestido de algodón amarillo con pequeñas flores blancas y botones de fantasía. Llevaba zapatos planos, que estaban desatados, y en la cabeza un sombrero de paja de ala ancha. El sol picaba con fuerza; una ráfaga de viento caliente le dobló hacia arriba el ala del sombrero.
—No hay teléfono —dijo—. Ven.
Mavis la siguió a la cocina, donde la mujer dejó caer unas pacanas del delantal en una caja situada junto a la cocina y se quitó el sombrero. Dos trenzas a lo Hiawatha le cayeron sobre los hombros. Se quitó los zapatos, dejó la puerta abierta sosteniéndola con un ladrillo y se quitó las gafas de sol. La cocina era grande, impregnada de fragancias y con el desorden propio de una mujer solitaria. Le dio la espalda a Mavis y preguntó:
—¿Bebes? —Mavis no supo si le pedía bebida o si se la ofrecía.
—No, no bebo.
—Aquí no se admiten mentiras. Aquí se acepta cualquier verdad.
Sorprendida, Mavis se echó el aliento sobre la palma de la mano.
—Vaya. Me he bebido el whisky que guarda mi marido, pero no soy lo que se dice bebedora. Sólo estaba…, bueno, agotada. Después de conducir tanto, me quedé sin gasolina.
La mujer estaba ocupada encendiendo la cocina. Las trenzas le caían hacia delante.
—No le he preguntado cómo se llama. Yo me llamo Mavis Albright.
—La gente me llama Connie.
—Le agradecería que me diera un poco de café, Connie, si tiene un poco.
Connie asintió sin volverse.
—¿Trabaja usted aquí? —preguntó Mavis.
—Trabajo aquí. —Connie se echó las trenzas hacia atrás.
—¿Hay alguien de la familia en la casa? Al parecer hace tiempo que no viene nadie por aquí.
—No hay nadie. Sólo ella, arriba. No podría abrir la puerta aunque quisiera, y no quiere.
—Voy para California, ¿cree que podría ayudarme a conseguir un poco de gasolina para el coche y enseñarme a salir de aquí?
La mujer dejó escapar un suspiro, pero no contestó ni se movió de donde estaba.
—¿Connie?
—Estoy pensando.
Mavis miró la cocina, que se le antojó tan grande como la cafetería de su instituto; tenía puertas de vaivén de madera, y se imaginó que al otro lado había habitaciones y más habitaciones.
—¿No les asusta vivir aquí solas? Parece como si no hubiera nada en un montón de kilómetros a la redonda.
Connie rió.
—Las cosas que asustan no siempre están fuera. La mayoría están dentro.
Se apartó de la cocina con un tazón y lo colocó delante de Mavis, que miró con desesperación las patatas humeantes, sobre las que se fundía una pizca de mantequilla. La borrachera de Early Times había convertido el hambre en náusea, pero dio las gracias y aceptó el tenedor que Connie le tendía. De todos modos, el olor a café era prometedor.
Connie se sentó a su lado.
—Puede que me vaya contigo —dijo.
Mavis levantó la cabeza. Era la primera vez que veía el rostro de la mujer sin las gafas de sol. Enseguida volvió a mirar la comida y clavó el tenedor dentro del tazón.
—¿Con lo que me ha dicho y quiere ir a California?
Mavis sintió la sonrisa de la mujer, pero no pudo mirarla. ¿Se habría lavado las manos antes de calentar las patatas? Olía a nueces, no a pacanas.
—¿Y el trabajo que tiene aquí?
Mavis se forzó a probar un trocito de patata. Salada.
—¿California está junto al mar?
—Sí, en la costa.
—Estaría bien volver a ver agua. —Connie miraba fijamente a Mavis—. Ola tras ola tras ola. Mucha agua. Azul, azul, azul, ¿no?
—Eso dicen. Soleada California. Playas, naranjas…
—Quizá haya demasiado sol para mí. —Connie se levantó bruscamente y se dirigió hacia la cocina.
—No puede hacer más sol que aquí. —Mavis comía rápidamente. La mantequilla, la sal y la pimienta machacadas con las patatas no estaban nada mal—. Uno recorre kilómetros y no ve una manchita de sombra.
—Es verdad —admitió Connie. Puso dos tazas de café y un tarro de miel en la mesa—. Demasiado sol en el mundo. No lo aguanto. No puedo más.
Una suave brisa entró por la puerta de la cocina, sustituyendo el olor a comida por otro más agradable. Mavis había pensado que cuando llegara el café se lo bebería de un trago, pero la satisfacción de las patatas calientes y saladas hizo que fuera paciente. Siguiendo el ejemplo de Connie, echó una cucharada de miel en su taza y removió despacio.
—¿Se le ocurre cómo puedo conseguir un poco de gasolina?
—Espera un poco. Quizás hoy, quizá mañana. La gente vendrá a comprar.
—¿A comprar? ¿A comprar qué?
—Cosas del huerto. Lo que cocino. Lo que ellos no quieren cultivar.
—¿Y alguno de ellos puede llevarme a ver si consigo un poco de gasolina?
—Claro.
—¿Y si no viene nadie?
—Siempre viene alguien. Todos los días. Esta mañana ya he vendido cuarenta y ocho mazorcas de maíz y medio kilo de pimientos. —Dio unas palmaditas en el bolsillo del delantal.
Mientras soplaba suavemente su taza, Mavis se acercó a la puerta de la cocina y miró hacia fuera. Al llegar, estaba tan contenta de encontrar a alguien en casa que no se había fijado en el huerto. Ahora, tras la silla roja, vio flores que crecían en hileras paralelas a las verduras o mezcladas con ellas. En algunos lugares, las plantas guiadas con cañas crecían, formaban círculos sobre unos montículos. Las gallinas cloqueaban, fuera del alcance de la vista. Al observar atentamente una parte del huerto que al llegar le había parecido invadida por las malas hierbas, descubrió que estaba cubierta de sandías. Detrás de todo aquello, se extendía un imperio de maíz.
—No lo cuida todo usted sola, ¿verdad? —Mavis señaló el huerto con un gesto.
—Todo, menos el maíz —respondió Connie.
—¡Caramba!
Connie dejó el tazón del desayuno en el fregadero.
—¿Quieres lavarte un poco?
Las enormes habitaciones que Mavis había imaginado al otro lado de las puertas de vaivén le habían impedido pedir permiso para ir al cuarto de baño. En la cocina se sentía a salvo; la idea de marcharse la inquietaba.
—Me quedaré aquí para ver quién viene. Más tarde intentaré arreglarme un poco. Ya sé que estoy fatal. —Sonrió, con la esperanza de que el que rehusare la oferta no dejara entrever su aprensión.
—Como quieras —dijo Connie, que se había colocado otra vez las gafas de sol y, tras darle una palmadita en el hombro y ponerse los zapatos abiertos, salió al patio.
Mavis esperaba que, al quedarse sola, la gran cocina perdiera su aspecto acogedor, pero no fue así. En realidad, tenía la sensación de que la cocina estaba llena de niños —¿reían?, ¿cantaban?—, dos de los cuales eran Merle y Pearl. Cerró los ojos con fuerza para disipar esa sensación, pero no hizo más que intensificarla. Cuando los abrió, Connie estaba allí, arrastrando un cesto de treinta litros de capacidad.
—Venga, échame una mano —le pidió.
Mavis frunció el entrecejo al ver las pacanas y sacudió la cabeza ante la presencia del cascanueces, las púas y los tazones que Connie estaba preparando.
—No —dijo—. ¿No puedo hacer otra cosa para ayudar? Quitarle la cáscara a todo eso va a volverme loca.
—Claro que no. Inténtalo.
—No, no. —Mavis la observó disponer los cubiertos—. ¿No sería mejor poner en el suelo unos papeles de periódico? Luego será más fácil de limpiar.
—En esta casa no hay periódicos —repuso Connie—. Tampoco hay radio. Las noticias nos llegan cuando nos las cuenta alguien, cara a cara.
—Estupendo. En los tiempos que corren todas las noticias son desastrosas. Aunque no podemos hacer nada al respecto.
—Te rindes enseguida. Mira tus uñas. Fuertes, curvadas como las de los pájaros, buenas para las pacanas. Con uñas así siempre se puede sacar la nuez entera. Volverte Loca; a mí lo que me vuelve loca es ver que alguien desperdicia unas buenas uñas.
Más tarde, mientras miraba el modo en que sus manos, repentinamente bellas, se movían al trabajar, Mavis recordó a su profesora de sexto grado en el momento de abrir un libro: levantaba la esquina de la cubierta, rozaba el canto hasta llegar a la señal, acariciaba la página, deslizaba la yema de los dedos sobre las líneas impresas. Recordó la sensación de placer que sentía al observarla. Ahora, mientras pelaba pacanas, intentaba economizar gestos sin sacrificar su gracia. Connie, tras embarcarla en el trabajo, se había marchado para ver, según sus palabras, «cómo va la madre». Sentada ante la mesa, oliendo con placer la brisa que entraba por la puerta, Mavis se preguntaba qué edad tendría la madre de Connie. A juzgar por la edad de la hija, debía de rondar los noventa. También se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que llegara un cliente, si alguien se habría acercado al Cadillac y si en la gasolinera a la que consiguiese llegar tendrían un mapa que enseñara el camino de vuelta a la excelente carretera 70, o incluso a la 287. Entonces iría hacia el norte, en dirección a Denver, y después pitando hacia el oeste. Con suerte, se pondría en camino antes de la hora de la cena. Sin suerte, podría salir por la mañana. Estaría de nuevo sobre el asfalto, escuchando la radio del coche que la había ayudado a soportar el silencio que había dejado Bennie, horas de conducir sin parar mientras dos dedos se movían impacientes buscando la mejor canción, la mejor voz. Ahora, la radio estaba al otro lado de un campo, una carretera abajo, luego otra. Lejos. En el espacio donde debía estar su sonido no había nada. Sólo una ausencia, que no creía poder llenar adecuadamente sin el bendito sonido de la radio. Desde la mesa ante la que estaba sentada admirando sus ocupadas manos, la ausencia de la radio crecía por momentos. Un fuego silencioso, secreto, que respiraba y exhalaba los sonidos que producía mientras se extendía: el crujido de las cáscaras, el ruido de la nuez al lanzarla al tazón, los utensilios de cocina en un ajuste eterno, el susurro de los insectos, la discusión de la larga hierba, la tos lejana de los tallos del maíz. Reinaba la paz, pero deseaba que Connie volviese, no fuera a empezar de nuevo a imaginar bebés que cantaban. Cuando la ausencia de la mujer empezaba a parecerle excesiva, Mavis oyó que un coche hacía crujir la gravilla. Después el freno. Un portazo.
—¡Hola!
Una voz femenina, ligera, relajada.
Mavis se volvió y vio a una mujer de piel oscura, que se movía rápidamente, subía con agilidad los peldaños y se detenía al no encontrar lo que esperaba.
—¡Oh, perdona!
—No te preocupes —dijo Mavis—. Connie está arriba.
—Bien.
Mavis pensó que la mujer examinaba sus ropas con detenimiento.
—¡Oh, qué bien! —exclamó, acercándose a la mesa—. ¡Qué bien! —Metió los dedos en el tazón de pacanas y cogió unas pocas. Mavis esperaba que comiera algunas, pero las dejó caer de nuevo en el montón—. ¿Qué sería el día de Acción de Gracias sin una tarta de pacanas? Nada de nada.
Ninguna de las dos había oído el rumor de los pies descalzos y, dado que las puertas de vaivén no hacían ruido, la entrada de Connie fue como una aparición.
—¡Aquí estás!
—La mujer negra abrió los brazos y se mecieron en un largo abrazo—. He dado a esta chica un susto de muerte. Nunca había visto por aquí a nadie de fuera.
—Es la primera vez —le explicó Connie—. Mavis Albright, ésta es Soane Morgan.
—Hola, guapa.
—Se llama Morgan, señora Morgan.
Mavis se sonrojó, pero sonrió igualmente y dijo:
—Lo siento, señora Morgan. —Observó los caros zapatos acordonados, las medias finas, la chaqueta de lana y el corte del vestido: crespón ligero, azul claro, con cuello blanco.
Soane abrió un bolso de ganchillo.
—He comprado más —informó, y le tendió unas gafas de sol tipo aviador.
—Estupendo. Me quedan otras.
Soane volvió la mirada hacia Mavis.
—Devora las gafas de sol.
—Yo no. Esta casa. —Connie se colocó las gafas y, tras volverse en dirección a la puerta, miró directamente hacia el sol y soltó un «¡Ah!» en el que se advertía un tono de desafío.
—¿Alguien te ha pedido pacanas peladas, o es idea tuya?
—Mía.
—Haz muchas tartas.
—Haré más que tartas. —Connie enjuagó las gafas bajo el chorro del grifo y quitó la etiqueta.
—No quiero oírlo, así que no me lo digas. Ya sabes para qué he venido.
Connie asintió.
—¿Puedes conseguirle a esta chica un poco de gasolina, o llevarla y después acompañarla hasta su coche? —preguntó mientras secaba sus gafas nuevas y les sacaba brillo, buscando manchitas y pelusa de la toalla.
—¿Dónde está tu coche? —quiso saber Soane. Parecía sorprendida, como si dudara que alguien vestido con sandalias, pantalones arrugados y una camiseta sucia de niña pudiera tener automóvil.
—En la carretera 18 —contestó Mavis—. Tardé horas en llegar aquí andando, pero en coche…
Soane asintió.
—Has tenido suerte, pero deberé buscar a otro para que te acompañe al coche. Lo haría encantada, pero tengo demasiado trabajo. Mis dos hijos están de permiso. — Miró con orgullo a Connie—. La casa estará llena antes de que me dé cuenta. —A continuación, añadió—: ¿Cómo se encuentra la madre?
—No puede durar mucho.
—¿No crees que sería mejor llevarla a Demby o a Middleton?
Connie deslizó las gafas de aviador en el bolsillo del delantal y se encaminó hacia la despensa.
—En un hospital no llegaría a suspirar más de dos veces. La segunda sería la última.
La pequeña bolsa que Connie puso sobre un cesto de pacanas podría haber sido una granada de mano. Colocado en el asiento del Oldsmobile entre Mavis y Soane Morgan, el paquete de ropa emanaba tensión. Soane lo tocaba de vez en cuando, como para recordar que estaba allí. La conversación fluida de la cocina había desaparecido. Repentinamente formal, Soane apenas abrió la boca, contestó a las preguntas de Mavis dando la menor información posible y no preguntó nada.
—Connie es muy agradable, ¿no? Soane la miró.
—Sí, sí que lo es.
Avanzaron durante veinte minutos; Soane conducía con prudencia a cada subida o curva de la carretera, por pequeña que fuera. Parecía ir buscando algo. Se detuvieron en una gasolinera con un solo surtidor, situada en medio de ninguna parte, y pidieron al hombre que se acercó renqueando a la ventanilla que les diera un bidón con veinte litros para llevarse. Se produjo una discusión, salpicada con largos silencios, sobre la lata de veinte litros. El hombre quería que le pagasen por ella; Mavis dijo que se la devolvería una vez que llenase el depósito. Él lo dudaba. Al final se pusieron de acuerdo en una prenda de dos dólares. Soane y Mavis se alejaron, giraron hacia otra carretera y se dirigieron hacia el este durante lo que pareció una hora. Señalando una bonita señal de madera, Soane anunció:
—Hemos llegado.
El cartel rezaba «Ruby. Pobl. 360», en la parte superior y «Log. 16», en la parte inferior.
La primera impresión de Mavis sobre la pequeña población fue que era muy silenciosa, como si allí no viviera nadie. Exceptuando la tienda de comestibles y un banco de crédito y ahorro, no tenía nada parecido a una zona comercial. Avanzaron por una calle ancha, junto a enormes parcelas de césped cortado hasta deslumbrar pues se extendían delante de iglesias y casas pintadas en tonos pastel. El aire estaba perfumado. Los árboles eran jóvenes. Soane giró por una calle lateral con jardines más grandes que las casas, llenos de flores y nevados de mariposas.
En el coche de Soane, el olor que despedía la lata de veinte litros era intenso, pero en el camión del chico, sostenido entre los pies de Mavis, no se distinguía de los demás. La combinación de olores a pegamento, aceite, metal le habría provocado arcadas si él no hubiera hecho de modo voluntario lo que Mavis había sido incapaz de pedirle a Soane Morgan: poner la radio. El locutor anunciaba las canciones como si fueran de sus parientes o de sus mejores amigos: el rey Salomón; el hermano Otis; la nena Dinah; Ike y su chica, Tina; la hermana Dakota; los Temps.
Mientras avanzaban dando tumbos, Mavis, ahora alegre, disfrutaba con la música y la zona afeitada de la cabeza del chico. Aunque era más amable que Soane, no tenía mucho más que decir que ella. Estaban a varios kilómetros de Ruby, población, 360, e iban escuchando el séptimo de los veinte principales del programa de Jet cuando Mavis cayó en la cuenta de que, aparte del individuo de la gasolinera, no había visto a un solo blanco.
—¿No hay blancos en tu pueblo?
—Que vivan en él, no. A veces vienen por asuntos de negocios.
Cuando divisaron a lo lejos la mansión, de camino al Cadillac, el chico preguntó:
—¿Cómo es ese sitio?
—Sólo he estado en la cocina —contestó Mavis.
—Dos mujeres viejas en un sitio tan grande… No me parece bien.
El Cadillac estaba intacto, pero tan caliente que el chico se lamió los dedos antes y después de abrir el tapón del depósito. Y fue tan amable de ponerlo en marcha y aconsejarle que antes de entrar dejara las puertas abiertas durante un rato. Mavis no tuvo que forcejear con él para que aceptara algo de dinero —Soane se habría horrorizado— y el chico se alejó con su radio, en la que ahora sonaba Hey, Jude.
Tras el volante, refrescándose con el aire acondicionado, Mavis lamentó no haber apuntado el número de la emisora que aparecía en el dial del camión del chico. Jugueteó sin éxito con el botón mientras conducía el Cadillac de regreso a la casa de Connie. Aparcó, y el Cadillac, rojo oscuro, como sangre seca, se quedó allí durante dos años.
Anochecía cuando el chico puso el coche en marcha. Además, se había olvidado de preguntarle por dónde debía ir. Además, tampoco se acordaba de dónde estaba la gasolinera en la que había dejado los dólares en prenda y no quería buscarla a oscuras. Y, además, Connie había rellenado y asado un pollo. Pero la decisión de pasar allí la noche se debía, sobre todo, a la madre. En el centro, la blancura era cegadora. Mavis tardó en distinguir la forma articulada entre las almohadas y las sábanas de color blanco hueso, y habría seguido ciega si una voz no hubiera dicho en tono autoritario:
—Niña, no se mira fijamente.
Connie se inclinó sobre los pies de la cama y metió la mano bajo la sábana. Con la derecha levantó los talones de la madre y con la izquierda ahuecó las almohadas situadas debajo.
—Uñas como cuchillas —murmuró, y volvió a depositar los pies con suavidad.
Cuando sus ojos se acostumbraron a aquel claroscuro, Mavis vio el contorno de una cama demasiado pequeña para una mujer enferma —parecía la cama de un niño —, y una serie de mesas y sillas en la orla de oscuridad que la rodeaba. Connie escogió un objeto de una de las mesas y se inclinó hacia la luz que rodeaba a la paciente. Mavis siguió sus movimientos y la vio aplicar vaselina en los labios y el rostro de la enferma, más pálido que el paño blanco que tenía en torno a la cabeza.
—Debe de haber algo que sepa mejor que esto —dijo la madre mientras se pasaba la punta de la lengua por los labios engrasados.
—La comida —repuso Connie—. ¿Quiere un poco?
—No.
—¿Un poco de pollo?
—No. ¿A quién has traído? ¿Por qué has traído a alguien?
—Una mujer a la que se le averió el coche, ya se lo he dicho.
—Eso fue ayer.
—No, se lo he dicho esta mañana.
—Bueno, entonces, hace horas, pero ¿quién la ha invitado a invadir mi intimidad? ¿Quién ha sido?
—Adivine. Usted ha sido. ¿Quiere un masaje en la cabeza?
—Ahora no. ¿Cómo te llamas, hija?
Mavis susurró su nombre desde la oscuridad donde se encontraba.
—Acércate. No puedo ver nada a menos que lo tenga encima. Es como vivir dentro de una cáscara de huevo.
—No le hagas caso —dijo Connie a Mavis—. Ve todo lo que hay en el universo. —Arrastró una silla junto a la cama, se sentó, cogió la mano de la mujer y, una por una, apartó las cutículas de los encorvados dedos.
Mavis se acercó, entró en el círculo de luz y puso la mano sobre el pie de metal de la cama.
—¿Ya está arreglado? ¿Funciona el coche?
—Sí, señora. Va bien. Gracias.
—¿Dónde están tus hijos?
Mavis no pudo hablar.
—Antes había muchas niñas aquí. Esto fue una escuela. Una bonita escuela para chicas. Chicas indias.
Mavis miró a Connie, pero cuando ella le devolvió la mirada, Mavis bajó los ojos. La mujer de la cama soltó una risa alegre.
—Es difícil mirar a esos ojos, ¿verdad? —dijo—. Cuando la traje aquí eran verdes como la hierba.
—Y los suyos eran azules —señaló Connie.
—Todavía lo son.
—Eso dice usted.
—Entonces, ¿de qué color son?
—Del mismo que los míos: del tono descolorido de las viejas.
—Dame un espejo, hija.
—No le des nada.
—Todavía soy yo quien manda aquí.
—Claro, claro.
Las tres contemplaron los dedos morenos acariciar los blancos. La mujer de la cama suspiró.
—Mírame. No puedo sentarme sola y soy arrogante hasta el final. Dios debe de estar partiéndose de risa.
—Dios no se ríe ni se toma las cosas a broma.
—Sí, claro, tú lo sabes todo sobre Él, estoy segura. La próxima vez que lo veas, dile que deje entrar a las niñas. Se amontonan en la puerta, pero no entran. Durante el día no me importa, pero no me dejan dormir. ¿Les das de comer bien? Siempre tienen tanta hambre… Hay muchas, ¿verdad? Nada de esos dulces fritos que a ellas les gustan sino buena comida, los inviernos son tan malos que necesitamos carbón es un pecado quemar los árboles de la pradera ayer la nieve entró por debajo de la puerta y lo espolvoreó todo quaesumus, da propitius pacem in diebus nostris la hermana Roberta pela las cebollas et a peccato simus semper liben no puedes ab omni perturbatione securi…
Connie cruzó las manos de la madre sobre la sábana, se puso de pie y le hizo una seña a Mavis de que la siguiera. Salieron al pasillo y cerró la puerta.
—Pensaba que era su madre. Por el modo en que hablaba de ella, creía que era su propia madre.
Estaban bajando por la amplia escalera central.
—Es mi madre. También la tuya. ¿Qué madre tienes?
Mavis no contestó; en parte, porque no se sentía capaz de hacerlo, pero también porque estaba intentando recordar de dónde venía la luz de la habitación de la madre en una casa sin electricidad.
Después de cenar el pollo asado, Connie acompañó a Mavis a un gran dormitorio. De los cuatro camastros, escogió el más cercano a la ventana y se arrodilló en él para mirar hacia fuera. Si hubiera visto dos lunas lácteas en lugar de una sola habrían sido como los ojos de Connie. Bajo ellas, un mundo barrido. Ecuánime. Ordenado. Amplio. Eterno.
¿Por dónde se va a California?
¿Por dónde se va a Maryland?
¿Merle? ¿Pearl?
El cachorro de león que se la comió esa noche tenía los ojos azules en lugar de pardos, y en esta ocasión no tuvo que sujetarla contra el suelo. Cuando rodeó sus hombros con la pata izquierda, ella echó voluntariamente la cabeza hacia atrás, dejando el cuello expuesto. Tampoco luchó por salir del sueño. El mordisco fue jugoso, pero ella siguió durmiendo tras éste y otros sueños hasta que los cantos la despertaron.
Mavis Albright entró y salió del convento en más de una ocasión, pero siempre volvió, de modo que en 1976 estaba allí.
Aquella mañana de julio hacía ya meses que era consciente de la tirantez entre el convento y el pueblo, y podría haber previsto que llegarían camiones llenos de hombres y las acecharían en la niebla, pero estaba pensando en otras cosas: en marineros tatuados y niños que se bañaban en aguas de color esmeralda, y, agotada por los placeres de la noche anterior, siguió durmiendo a intervalos. Una hora más tarde, mientras espantaba a las gallinas y las echaba del aula, olió el humo del puro y un ligero rastro de Aqua Velva.
(Continuará...)
