Paulo Manterola

La morbosidad del transcurrir
Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir. Lo aceptamos como algo natural, como el devenir de las cosas; caímos en la trampa. Ansiábamos descubrir ese secreto, las figuras que habitan entre los blancos que dibujan las figuras. Pensamos que reiríamos luego. Y ahora que hicimos nuestro todo aquello que añorábamos, también es nuestro el miedo, el terror. La angustia y la desolación; la soledad. Lo efímero, lo fútil, de revelarnos ante la propia conciencia. Y, en realidad, lo vimos venir, siempre lo hicimos; y de todas formas, lo quisimos. Hace mucho tiempo atrás, cuando todo eran fábulas, no deberíamos haber dejado de desconfiar.
* * *
Escarnio
Mientras la impía lluvia borraba la rayuela, lavé mis huesos con su sangre. Pero su escarnio me caló más profundo todo este tiempo. Éramos chicos. Hoy mis entrañas están hechas de tierra. Sí, éramos chicos. Eso nada justifica. Me quebró antes que mis pies tocaran el suelo; ahora descansa inerte, de espaldas al cielo. Muchas cosas pasaron y, a veces, ya casi no recuerdo. La fragilidad de los cuerpos, la violencia. Lo que desconocemos es lo más seguro que podemos intuir. Tal vez así sea: no podría saber de quién fue la negligencia al decir el primer te quiero.
* * *
A la hora más oscura
Solo ceniza había entre sus manos. Se le escurría entre estas, invadía el aire a su alrededor, se impregnaba en sus pulmones. Memorias de instantes, las pequeñas cosas, la búsqueda de una felicidad o alguna certeza. Ya nada importaba. Ya no recordaba. Los libros en su biblioteca, el sabor de todos los labios que lo habían besado, las palabras alguna vez escritas. Ya no había memoria. Ni cuerpo, ni pensamiento. Solo ceniza. Y ya no estaba entre sus manos: era sus manos. Todo su ser, ceniza. Y la brisa que soplaba, despedazándolo en una infinidad de partículas de energía consumida.
* * *
Mientras termina de leer esto, sentada a los pies de la cama, ella se acomoda el pelo, con el libro apoyado sobre sus piernas. Cierra el libro, se levanta y se detiene frente a su biblioteca, piensa. Toma un libro infantil y sigue pensando. “De chicos, cuando nos enseñan los infinitivos verbales, nos hacen repetir: amar, temer, partir; amar, temer partir; amar, temer, partir —se dice a sí misma—. Y así, hasta que esta idea empapa nuestros pensamientos. Y nosotros aprendemos. Primero amamos, luego tememos y, por último, partimos”. Cierra el libro. Una lágrima de sal rueda por su mejilla y se deshace en sus labios. Sale de la habitación.
