La nube

Francisco Legaz
 
   Para recordar tiempos pasados, me gusta venir al cementerio y sentarme junto a la tumba de Mari Luz, que en paz descanse, para escribir recuerdos en este cuaderno negro, que ella misma me regaló, y que por cierto estoy deseando que se acabe de una vez. 
   La memoria y la imaginación son fieles aliadas, pero en mi caso, hay algo más que me sirve de truco mnemotécnico, y que me ayuda a matizar perfectamente estas lejanas historias del pasado. Para poner en marcha el mecanismo de la memoria, no tengo más que pensar en los ojos de Mari Luz. 
   Nuestras madres eran amigas y mientras ellas tomaban café en la mesa camilla con brasero, nosotros nos dedicábamos a jugar a nuestras cosas. Éramos una chica y un chico de la misma edad y eso nos gustaba a los dos. Yo aportaba un pequeño parque móvil de cochecitos de chapa, y Mari Luz dos o tres de sus hijitas de plástico y, aunque nos pasábamos la tarde juntos, la mayoría de los días cada uno jugaba a lo suyo. Yo, haciendo ruidos guturales imitando los motores de mis coches, y Mari Luz, también con sonidos guturales, imitaba la voz o el llanto de sus muñecas, con las que mantenía conversaciones de todo tipo, a las que, por cierto, no me gustaba prestar atención porque me ponían muy nervioso.
   A ella le gustaba jugar conmigo a los oculistas, que era la variante morbosa e infantil del universal juego de los médicos. Yo me tumbaba en el suelo, que figuraba ser la mesa de exploración, y ella me echaba gotitas de agua en los ojos, como si fueran dilatadores, tinturas o antibióticos.  Luego se acercaba mucho para estudiar mis pupilas, mientras yo notaba cómo sus caderas se apretaban contra mí. 

   Eran nuestros primeros juegos en pareja, que luego se prolongaron en el tiempo, hasta que pasados unos años terminamos casándonos. 
   Mari Luz estaba un poco obsesionada con los ojos. De hecho, desmontaba los de sus muñecas, cosa que nunca había visto hacer a ninguna niña. Se los quitaba y los  intercambiaba unos con otros de forma que, si te fijabas en sus “Barbis”, todas tenían un aspecto extraño; una extraña mirada. 
   La verdad es que Mari Luz me ponía un poco nervioso y me ha puesto nervioso toda la vida. Lo que pasa es que era una buena persona y la podía perdonar por esto.  
   Otra cosa curiosa es que no nos mirábamos nunca. Jugábamos y hablábamos mirando siempre hacia otro lado. Con el tiempo la cosa siguió siendo igual y, después de muchos años de casados, continuábamos sin mirarnos nunca a la cara. Una manía, como otra cualquiera, que se fue extendiendo a lo largo del tiempo.
   Una noche, bajando por la escalera de casa de Mari Luz mi madre y yo, tarde como siempre, le dije a mi madre: 
– ¿Mamá. Qué le pasa a Mari Luz en el ojo? 
– Niño; cómo eres. Pues que en el ojo tiene una nube. Pero eso ni se dice ni se comenta nunca con nadie. ¿Entendido? 
   Tenía muchas ganas de soltarlo de una vez, ahora que ni mi madre ni Mari Luz me escuchan porque ya no están y me siento por fin liberado: 
   – Mari Luz; en el ojo lo que tienes es una nube como una casa. No ves un pimiento con él. Déjate de gafas de sol, ni de flequillitos. Joder; no pasa nada. Es una nube; un leucoma. En el ojo tienes una nube, pero lo peor es que en la cabeza, de vez en cuando, tenías una tormenta. Hija por Dios. Descansa en paz.

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