Pedro A. Curto
En un cómic de Carlos Giménez se nos mostraba el rostro de un hombre, enjuto y serio, de esos personajes suyos cuyas arrugas grabadas en la piel son toda una geografía. Y a través de esa geografía, viajábamos por la memoria del hombre, que era la de cierta España. Así lo descubríamos en la Guerra Civil, el exilio, la resistencia, la cárcel y el fin de la dictadura. Después de unas viñetas mostrando una vida dura, volvíamos a encontrarnos con ese rostro marcado por las arrugas, que ahora adquiría su pleno sentido, en una cola, dispuesto a votar en las primeras elecciones de 15 de junio de 1977. Luego de votar un conocido le preguntaba qué le había parecido, y con un gesto circunspecto le respondía: “me ha sabido a poco”, y seguía su camino solitario. Algo muy significativo de una transición donde a buena parte de los protagonistas para que esas urnas y elecciones pudiesen existir, les tocó el papel de mudos espectadores. Y lo que dice el personaje de la historia es toda una realidad que se ha ido ampliando con el tiempo, esta democracia sabe a poco, a muy poco, a casi nada.
Por más que nos digan y repitan, los votos que depositamos en la urna no deciden el poder real, pues ese no figura en las papeletas. Los que están en escena, son en realidad actores secundarios, con el papel ya marcado, a lo más se votan matices y algún adorno en las grises instituciones “representativas”. No es extraño que una de las consignas del 15-M sea el “no nos representan”, pues uno de los aspectos de lo que se ha llamado el declive de la política es la crisis de unos sistemas representativos vaciados de contenido real, a la vez que alejados de la ciudadanía. Aquí la transición ha vendido ofreciendo un pluripartidismo que no es otra cosa que partidocracia dominada por aparatos burocratizados y antidemocráticos, cuyo funcionamiento, ya sea a izquierda o derecha, es el control por clanes y familias. Del “tomar partido”, elaborado por Gramsci hablando del partido emancipatorio, al “partido” como un templo, un fin en sí mismo, existe un abismo.
Uno de los aspectos más curiosos de los últimos procesos electorales, es la asimilación estética de los escenarios, de los mítines, el empeño en conseguir llenos y baños de masas, o esos militantes, generalmente jóvenes, que se colocan fervorosamente detrás del gran líder. Sus gestos aprobatorios, su estética cuidada en uno u otro sentido, sus aplausos en el momento necesario, son una muestra del modelo de sociedad que nos ofrecen. En la sociedad de los escaparates, el mercado de los votos es uno más, por lo que se requieren fans o consumidores, nunca ciudadanos, la uniformidad que esos rostros muestran.
Los cartistas ingleses, antecesores de los sindicatos, pedían en su “carta” reivindicativa un voto por cada persona, creyendo que si los pobres eran la amplia mayoría, ese simple ejercicio arrebataría el poder a las clases dominantes. El tiempo ha demostrado su ingenuidad. El dominio económico tiene muchas formas, sabe fabricar espejos (incluso rebeldes), controlar conciencias, dividir, crear loterías y clases medias… Así cuando en un país se produce una crisis (véase rebeliones árabes) todo se soluciona y legitima colocando una urna. No creo que sea exagerado decir que hoy las elecciones pueden ser una forma de dominio y control de la ciudadanía.
