Transformaciones

Alberto Ernesto Feldman

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Un cuento sobre una inhumana época neoliberal que hoy se vuelve a repetir. Escrito en 2008, no creo que hoy tuviera un final feliz, tantas mentiras nos van quitando  la ilusión.

Hasta hace unos pocos años, yo creía ser una víctima más de la crisis económica del 2001. Hoy ya no pienso lo mismo. Frente al beneficioso cambio que experimenté y que me permitió relacionarme con mis semejantes y conmigo mismo de una forma diametralmente opuesta a como lo venía haciendo hasta entonces, estoy convencido de haber sido favorecido por la Vida con una nueva oportunidad.

Reconozco que fui ciego ante los efectos de una política devastadora hasta que la sufrí en carne propia. Mi opinión acerca de lo que le convenía al país en materia económica estaba dictada por mis propios intereses. Me parecía justo y normal que cada uno defendiera los suyos, sin importar la inferioridad de condiciones de los más débiles. Desde mi errado punto de vista, era una demostración práctica del principio biológico de la selección natural.

Tengo que confesar que a pesar de ser instruido, la palabra solidaridad me parecía entonces propia de un vocabulario extremista. Al principio creí que a mí no me tocaría lo que sufría el país y ni siquiera se me ocurrió que lo mío pudiera ser egoísmo.

Empresas del Estado que por su valor económico o estratégico debían conservarse, ya venían siendo enajenadas desde el principio de la era Menem, completando la obra de la dictadura militar. Iba a mi oficina y me encontraba en el Centro de la ciudad con las manifestaciones de los ahorristas frente a los bancos que los habían estafado. Lo que quedaba de la industria nacional estaba siendo desmantelada por una indiscriminada importación, que aumentaba enormemente la desocupación.

El desánimo y la impotencia estaban en el aire y eso era lo que respirábamos, pero yo creía tener mi propio tubo de oxígeno.

Al fin llegó mi turno. La experiencia de veinticinco años de gerente creativo en importantes agencias de publicidad no me sirvió a la hora de reducir puestos de trabajo y costos.

Fui despedido, eso sí, con una indemnización acorde con el excelente sueldo que ganaba, pero que se redujo a la nada en los primeros meses, el tiempo que tardé en darme cuenta que no podríamos conservar los dos coches, la casa de campo y mucho menos el yate.

Por consejo del psicólogo de los chicos, no debía sacarlos del prestigioso y oneroso High School hasta fin de año y esas cuotas más las expensas del piso de puerto Madero se comieron mi capital. Rápidamente fui malvendiendo todo y acostumbrando a mi familia a vivir en un mundo que no conocíamos.

Fue muy duro, no estábamos preparados. Tarjetas de crédito que alcanzaban para plasmar todas las fantasías, nos habían engañado; sus mágicos poderes se habían esfumado y yo seguía sin conseguir trabajo.

Luego de un par de años desocupado, mi autoestima bajó casi a cero. Lo mío había sido siempre la publicidad y aunque después de un año de inacción había probado con otras cosas como la venta, que era lo mas afín a mí profesión, nada daba resultado; el desánimo me había hecho perder la habilidad para convencer a alguien de comprar algo, el abecé de lo que había sido mi profesión. Probé otros trabajos pero en todos naufragaba.

Mi mujer, con la garra que la caracteriza, consiguió volver al puesto de secretaria ejecutiva que había dejado tantos años atrás, cuando nos casamos, y fue quien con su trabajo y su fortaleza moral, hizo el mayor esfuerzo en los primeros momentos para que la familia se mantenga unida frente a los cambios que se producían.

Los antiguos amigos que conservaron sus buenos puestos se alejaron de nosotros y con los que estábamos en la misma situación nos ignorábamos. Habíamos sido antes los triunfadores en un sistema económico perverso que también nos derrotó y ahora no podíamos mirarnos a los ojos.

También mis hijos perdieron sus amigos. Según un difundido criterio de la época, criterio que yo tanto lamento haber compartido, habían bajado de categoría porque ahora iban a la Escuela Pública.

Pocos años más tarde dijeron adiós a los sueños de títulos de universidades privadas con barniz de clase alta, clase a la que pertenecíamos sólo provisoriamente por una cuestión de dinero, y aprovechando la doble nacionalidad, legada por quienes hicieron el camino inverso, se fueron a España a tratar de tener trabajo y ser reconocidos como seres humanos, lo mismo que querían sus abuelos cuando vinieron.

Mi mujer y yo nos fuimos adaptando lentamente a niveles de vida cada vez  más sencillos y al mismo tiempo fuimos perdiendo gradualmente la angustiosa sensación de fracaso.

Evidentemente habíamos heredado de nuestros padres inmigrantes y olvidado sólo temporalmente, el sentimiento de orgullo que dignifica el trabajo y la sensación de que sólo rodeados de gente feliz podíamos también ser felices.

Ahora vivimos en una modesta casa de los suburbios. Al principio nos costó un poco acostumbrarnos a la tranquilidad y a la cordialidad de nuestros vecinos, que nunca parecen tener prisa ni problemas insolubles, y que desde un principio nos aceptaron sin reservas, invitándonos a participar en reuniones en las cuales se habla de la forma de mejorar la iluminación o la seguridad del barrio, lo mismo que tratar de organizar el tiempo libre de los mas chicos o abrir una sala de primeros auxilios.

Mi mujer descubrió un mundo nuevo, distinto de la frivolidad que nos envolvía y que cuando creímos haber ascendido en la escala social nos hacía elegir a nuestras relaciones con el criterio de “tanto tienes, tanto vales”. Ahora organiza las reuniones informativas y culturales y los cumpleaños de los chicos en el centro comunitario.

Para mí todo fue novedad, todos trabajan por el bien común y no hay competencia ni deseos de predominio. ¡Pensar que, como decía al principio, creía que solidaridad era una palabra extremista!

Compré herramientas para cortar césped y cercos y practicando en casa adquirí destreza y terminé con abundante trabajo en la zona y en varios barrios cerrados vecinos, que me recuerdan sin nostalgia mi antigua vida.

Con el olor del pasto recién cortado y la música de una radio que siempre me acompaña, el trabajo mío es una delicia, y por añadidura comencé a ganar un dinero razonable, así que me pude comprar una vieja y buena camioneta. Me río de mi mismo al recordar la sensación de poder y de haber llegado: ¿adónde?… cuando compré el Mercedes O Km. en el año 2000.

Tres veces por semana me convierto en el entrenador del equipo de fútbol infantil del barrio, lo que canaliza mis deseos de hacer un poco de gimnasia y de contribuir con lo que puedo a que estos chicos sean adolescentes alegres y sanos. ¡Mis vecinos, que me confían sus hijos para sacarlos de la calle… creen que éste es un trabajo duro!…

Después de cinco años mis hijos vienen a visitarnos para las fiestas y creo que entre sus planes figura el quedarse aquí con nosotros. Están contentos con el cambio que hicimos en nuestra forma de vida y estamos de acuerdo en que hemos aprendido mucho. Ahora nos llegó el tiempo de aprovechar lo aprendido.

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