Carmen Teijeiro González
Viktor Frankl (1905-1997) fue algo más que un psiquiatra. Su huida de lo convencional en la disciplina radica en un fugaz, pero cargado de hondura, testimonio del horror.
El hombre en busca de sentido es algo más que un libro recomendable. Es la humilde y casi imparcial narración de las atrocidades ejecutadas en campos de concentración por parte de los nazis. Y también por parte de los prisioneros que, en muchos casos, acabaron mostrando mayor crueldad que los propios verdugos.
Se trata de un ejercicio minucioso de observación del comportamiento humano ante una experiencia límite, que evade juicios y hace tambalear posibles prejuicios.
Porque puedo imaginar a Frankl, con la simplicidad del que no miente e inspira grandezas, cavilar acerca del sentido de su propia existencia mientras es explotado y maltratado sin ninguna clase de reparo moral en cada campo de concentración al que fue trasladado cual residuo humano.
Él era un hombre culto, ilustrado. Podría presuponerse una debilidad burguesa al confinarlo en aquellos inmundos barracones. Lejos de esto, sobrevivió porque halló el sentido para hacerlo. Parafraseando a Nietzsche: Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.
Esta poderosa sentencia acompaña toda la praxis médica posterior de Viktor Frankl, que literalmente trastoca la anonadada percepción del lector demostrando con pura llaneza que el sufrimiento puede ser beneficioso si lo interpretamos como tal.
Entra en juego el concepto de libertad y la responsabilidad que tal vocablo trae implícito, pues el autor revela la rotunda confirmación de que siempre, aun en las peores y más bárbaras condiciones, el ser humano dispone de un reducto de libertad interior en el que puede decidir y ajustar su permeabilidad y tolerancia a todo cuanto le rodea.
Esta noción, en apariencia simplona, aniquila el trillado discurso actual reduccionista de que todos/as tendríamos que interpretar lo malo de un único modo. Y no de múltiples e incluso revolucionarios nuevos modos.
¿Se podría considerar al autor un desequilibrado por resquebrajar etiquetas y ver al hombre tal cual es? En la miseria, enfermedad, deterioro y vejación, fueron vigilantes los ojos del psiquiatra, que no dejó de buscarle un sentido a una experiencia sádica y macabra como la que se perpetró masivamente durante el holocausto nazi.
No hay pundonor, ni intención morbosa, ni atisbo de falsedad o rencor consecutivo en el breve libro que firma Viktor Frankl. Sí hay antropología filosófica, psicología vivencial e insurrecta, un pequeño tratado de sociología en la bruma de la adversidad y corazón. Ante todo, el lector convive con el gesto honroso de recolectar la sapiencia vertida por un hombre de ego domesticado que imparte una lección magistral de cómo vivir.
Lo logra sin pretensión de lograrlo, lo que le confiere una pátina de dignidad que el lector captará desde la primera página de esta breve joya.
Lo acojo como el típico libro al que recurres más de una vez en tu paso por la vida. Un tratado de humanidad que convendría no perder de vista y ejercitar en nuestra, al fin y al cabo, cómoda vida propensa a la neurosis por vacío existencial.
Lo material no llegará a saciarnos y siempre, en cualquier condición en la que nos encontremos, hay un hueco para la esperanza. Porque la paradoja de existir entraña sorpresas que este crudo y bello libro desentierra y, siempre desde una modesta lejanía, nos sacude la pereza moral y nos emociona.
El hombre en busca de sentido es ilustrativo, franco, simple, inspirado, útil y absolutamente genial. Acaso exista otro camino para examinar la realidad, un desempeño nuevo, una idea hermosa que nos surge entre tempestades, un atajo para responder ante el mundo sin abalorios en las emociones. Acaso exista esa plasticidad, esa completa libertad interior a la que aludía Virginia Woolf, ese peldaño que antes fue muro confesado por Rilke, esa finalidad que aborta la rendición: el sentido.
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