Manuel Ortuño
—¿Abuelo? —preguntó el niño mientras intentaba atraer la atención del anciano propinándole a éste unos tímidos tirones de la chaqueta.
—Dime, cariño —preguntó el abuelo mirando a su nieto y agachándose para oír mejor al chiquillo.
—¿Vamos a ir ya a la piscina? —preguntó éste.
—Sí, cielo —respondió el abuelo—. ¿Ves esta sala tan grande en la que nos encontramos? Es el vestuario. Debemos quitarnos la ropa, dejarla aquí y entrar por esa puerta que ves ahí.
Al decir aquello el anciano no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espina dorsal. En aquella vasta sala hacía más frío del deseable.
El niño guardó silencio durante unos segundos. Luego volvió a darle un leve tirón a la manga de la chaqueta del anciano.
—Abuelo… —dijo.
El tacto de aquella chaqueta era áspero e incluso desagradable, pero el niño había acabado acostumbrándose a él, en especial desde que él mismo había tenido que acostumbrarse a llevar puesta una muy similar.
—¿Sí?
—¿Toda esta gente va a bañarse con nosotros? —inquirió el niño.
—Por supuesto, cariño —respondió el viejo con voz cascada y barbilla temblorosa mientas miraba furtivamente a cuantos hacían cola tanto delante como detrás de ellos—. Al fin y al cabo se trata de una piscina pública, ¿sabes? No tiene nada que ver con la piscina que papá y mamá tienen en casa, que es sólo para vosotros. En una piscina pública todos se bañan juntos. Y nadie molesta a nadie.
—Pero es que hay demasiada gente, abuelo. Yo no quiero entrar. Me da miedo.
—Tranquilo, cariño —repuso el anciano—. ¿Crees que hay algo que temer por el simple hecho de que mucha gente se bañe al mismo tiempo? Eso no debe preocuparte. Nada debe preocuparte ya. Al fin y al cabo estás hecho todo un hombrecito. Además, yo voy a bañarme contigo, ¿no?
El niño bajó la mirada y pareció conformarse. Segundos más tarde alzaba la vista para mirar una vez más a su abuelo.
—No me gusta esta chaqueta, abuelo —dijo—. Es áspera e incómoda. Pica.
—No te apures —le dijo el abuelo—. Ahora podrás quitártela y olvidarte de ella durante un rato, mientras nos bañamos.
—Está bien, abuelo —convino el niño—. Pero no quiero volver a ponérmela nunca más, ¿me oyes?
El abuelo bajó la mirada y se quedó mirando muy serio a su nieto con los labios fuertemente apretados y sin saber muy bien qué decir.
—¿Me oyes, abuelo? —insistió el niño al cabo de unos segundos al ver que su abuelo no respondía—. No pienso volver a ponérmela nunca más. ¡Es asquerosa!
—Shhh, calla, que aquí no se puede gritar —le reprochó el abuelo.
—Prométeme al menos que no volveré a ponerme esta chaqueta nunca más —amenazó el niño frunciendo el ceño.
El anciano alzó la mirada hacia el techo del vestuario y exhaló un profundo suspiro. Mientras lo hacía, alguien dijo algo en voz alta al fondo de la sala. Entonces el anciano bajó nuevamente la mirada hasta el niño.
—Está bien —le dijo—. Te prometo que nunca más volverás a ponerte esa chaqueta. Y ahora tenemos que desnudarnos. Nos toca pasar.
El niño miró a su abuelo y una taimada sonrisa de pilluelo afloró a sus labios. Su júbilo ante aquella promesa, no obstante, no le permitió advertir el extraño brillo que acababa de invadir los ojos del anciano.
Al cabo de un par de minutos, tras desnudarse, abuelo y nieto cruzaron la puerta situada al fondo de la sala. Una vez hubieron desaparecido tras ella en compañía de cuantos allí se encontraban, un hombre uniformado salió de entre las sombras, caminó hasta la puerta y cerró ésta con llave. Acto seguido se acercó a un pequeño teléfono instalado en una de las paredes y lo descolgó.
—¿Hermann? —preguntó—. Todos dentro. Ya puede soltar el gas.
—A la orden, mi sargento —se oyó decir al otro lado de la línea.
Oído lo cual el hombre colgó el aparato y, tras sacudirse una mota de polvo de la esvástica que lucía en su galón izquierdo, abandonó la sala a grandes zancadas.
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