Un apagón luminoso

Estefanía Farias Martínez

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Art-Foto: Samarango

 

1

Ali subía a trompicones las escaleras de hormigón disfrazadas de basalto resbaladizo. Estaban húmedas y en el primer rellano se le calaron los bajos de los pantalones porque no vio el charco. Había estado lloviendo toda la noche. Tampoco tenía mayor problema porque eran unos vaqueros negros ya curtidos. Con la calefacción del tren se secarían solos. Nadie se iba a fijar en sus pantalones.  En el andén, el ajetreo de la hora punta se notaba poco. La gente se movía lentamente. Un tren salía, otro llegaba. Por los altavoces anunciaban que el suyo venía con retraso. Aunque tenía un margen de dos horas y el trayecto apenas duraba cuarenta minutos. Su vecino fumaba en la zona restringida. Le saludó con la mano y él ni contesto. El maldito reloj de pared de aquel tipo le había tenido toda la noche en vela. Una campana resonaba junto a la pared de su dormitorio cada cinco horas, marcando los momentos de la oración. No es que él no fuera creyente, es que necesitaba dormir. Ese día tenía el examen de guardia de seguridad, si todo salía bien conseguiría el título y podría dejar el empleo en la cadena de montaje de la fábrica. El sueldo era demasiado bajo y la llegada de los polacos, meses atrás, ofreciendo sus servicios a cambio de salarios ridículos, había puesto caducidad a su permanencia en la empresa. Además, la niña era muy pequeña aún como para que Miriam buscara trabajo. En la academia a la que acudía por las noches, para conseguir el diploma de ciudadano alóctono con derecho a solicitar el pasaporte transcurridos tres años, fue donde escuchó hablar del curso de guardia de seguridad. Uno de sus compañeros acababa de conseguir el título y presumía de las ventajas de su nuevo empleo. No fue tan fácil como le vendieron, pero después de seis meses, y con mucho esfuerzo, los responsables del curso le autorizaron a presentarse al examen. Miriam quería acompañarle y dejar a la niña con su hermana, pero la cría amaneció con unas décimas y prefirió quedarse con ella.

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2

La lanzadera ocupó su lugar, las puertas de todos los vagones se fueron abriendo y los pasajeros, en orden, se distribuyeron por el tren.

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Alicia, sentada junto a la ventana, rebuscaba en su Moschino color albero. Sacó el Iphon, chequeó el correo y los mensajes de face. Se puso los cascos y entonces se acordó de Sofía.

—¿Sofía?

—Sí, señora.

—¿Acabas de llegar?

—Sí, me abrió el señor, pero se fue a la oficina.

—El niño está de vacaciones, déjale dormir. Tienes dos lavadoras para planchar mientras se despierta. Luego le preparas el desayuno, cambias las camas y limpias la casa. Sé que los jueves sólo hacemos la parte de arriba, pero como tienes que quedarte con Benjamín hasta que yo vuelva aprovecha para hacer además la cocina, los baños y el cuarto de la lavadora. Así mañana con limpiar el salón y las dos lavadoras que te voy a preparar terminas antes.

—Mañana es fiesta y yo creía…

—Sí, pero yo voy a estar en casa, iré con Benjamín al cine cuando tú termines.

—¿Ha ido a la peluquería?

—No, tenía que ir a recoger el pasaporte, pero ya sabes que en coche hasta allí no iba, me pierdo por esas calles y además están en obras. Mi marido quería que contratara un taxi pero yo no me gasto 100 euros en eso, así que he cogido el tren.

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3

A Susana no le gustaba viajar en el último vagón, tampoco de espaldas a la marcha porque se mareaba. Tuvo que andar un trecho hasta encontrar un buen sitio, era un asiento de pasillo y su acompañante un treintañero de mirada turbia que se frotaba las manos insistentemente. Abrazaba una abultada cartera negra de lona y llevaba una boina oscura. Era un individuo inquietante. Ella oteaba discretamente buscando un nuevo emplazamiento.

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Augusto tenía 35 años y era virgen. Su hermana lo achacaba a su cara de inquilino de frenopático. En realidad las mujeres le daban miedo, pero estaba obsesionado con las pelirrojas rellenitas, le recordaban a la señorita Lucitere, su profesora de tercero de primaria. Estuvo acosándola un año entero, la perseguía, se hacía el encontradizo para que le llevara al colegio en coche, siempre se ofrecía voluntario en clase. Ella nunca se quejó de sus atenciones hasta que llegó el nuevo profesor de ciencias. Ahora le volvía loco la escocesa de enfrente, era jovencita y dormía en el ático de la casa. La controlaba con su telescopio para pájaros. Ella hacía gimnasia en el jardín enfundada en un body rosa fosforescente que resaltaba sus curvas, y tenía una melena rizada que recogía en una cola de caballo. Además había descubierto que trabajaba de estanquera en el super y había empezado a fumar, así la veía de cerca. Era atenta y tímida, le esquivaba la mirada y evadía el contacto físico. Antes de que llegara ella su única atracción era el nigeriano de la esquina, y la sesión de porno casero en pantalla gigante con la que le obsequiaba cada mañana después de llevar a los niños al colegio. Debía trabajar desde casa.

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El hilo musical era una melodía indefinible interrumpida continuamente por una voz femenina metálica y con perfecta dicción. Les recordaba que la lanzadera no hacía paradas y que la clase club disponía de servicio de cafetería, sólo debían pulsar el botón verde a la derecha del asiento.

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Susana nunca viajó en clase club pero su jefa, Claudia, lo hacía continuamente. Mezclarse con la plebe era casi una ofensa. En aquellos vagones para ejecutivos y gente bien les servían bebidas, aperitivos, les ofrecían revistas o periódicos, estaban insonorizados y como era propio de su clase no hablaban entre sí, nadie levantaba la voz ni siquiera hablando por teléfono. La temperatura allí era la adecuada para cada estación, disponían de asientos individuales con mesita auxiliar y un pequeño panel de mandos por si querían utilizar la función masaje vibratorio. Y por supuesto la conexión a internet era de alta velocidad.

Susana era reportera de un programa de televisión, una cazadora de noticias, y Claudia era la productora, directora y presentadora. Su relación se había mantenido estrictamente profesional hasta el día que la encontró por casualidad en la sala de espera de Avalon. Cuando escuchó aquel nombre por primera vez creyó que se trataba de un sofisticado lupanar, pero la dueña en persona la sacó de su error. La conoció a través de una compañera de trabajo. La primera entrevista fue telefónica. Su interés por los servicios que ofrecía formaba parte de un reportaje sobre prostitución de lujo, iba a ser su primera gran historia, pero se evaporó ante sus ojos y otra muy diferente despertó toda su atención. Socorro, la dueña, era una mujer muy interesante. Había vivido en Japón varios años y allí descubrió un nuevo concepto de hotel para amantes. Ella había mantenido una relación extramatrimonial virtual con un chileno quince años más joven durante mucho tiempo, pero hasta que no llegó a Japón sus encuentros resultaban siempre muy complicados, disponer del espacio y el tiempo a veces era misión imposible. Sin embargo, los nipones le descubrieron un nuevo horizonte de posibilidades. Los hotelitos para parejas virtuales estaban en alza. Tan solo era un cubículo con pantalla plana y una velocidad de conexión perfecta. Se alquilaban las habitaciones por horas y disponía de las comodidades mínimas necesarias. Para ella fue el germen de Avalon. Tenia que crear su propio espacio.

El exterior del edificio donde estaba ubicado Avalon no distaba en apariencia de un almacén de contenedores de la zona industrial. Unas gruesas puertas metálicas, que se abrían con una contraseña de voz, daban acceso al verdadero local. La contraseña se cambiaba todas las semanas y llegaba a los clientes a través de un servicio privado de mensajes de texto.

“El tiempo no existe en Avalon” era la consigna que presidía la entrada. Se trataba de un club privado, la cuota se establecía en función de las posibilidades de los miembros y dicha membresía les permitía disfrutar de las salas temáticas que Socorro en persona había diseñado. El único requisito era reservarlas con antelación, la duración de las sesiones dependía de la disponibilidad de los miembros del club. La dueña era una mujer sin prejuicios que no tenía inconveniente en recibir a parejas de todo tipo, sin importar si eran ocasionales o estables.

El lugar conquistó a Susana desde el primer día, Socorro la recibió en la Sala Escarlata, su particular homenaje a Lo que el viento se llevó, la película favorita de su madre. Era una habitación amplia con cortinas de terciopelo verdes sujetas con un cordón dorado y muebles estilo colonial. La cama con dosel era fabulosa. Más tarde descubrió que era la sala preferida de Claudia para sus citas clandestinas con el asistente de producción, un puertorriqueño mulato de veinticinco años con una portentosa imaginación. Él la hizo descubrir el sexo virtual y se volvió adicta.

En aquella primera visita a Avalon Socorro le explicó a Susana con detalle como funcionaba todo y una hora más tarde Susana era un nuevo miembro del club. Tuvo que inscribirse en solitario por una cuestión de discreción, Felipe, su amante, era el marido de Claudia.

Felipe era escritor de literatura erótica, pero no había publicado ningún libro para no dañar la imagen de su mujer, ella era su mecenas, le permitía dedicarse sólo a escribir. Siempre le decía que ya llegaría el momento en que no supusiera un problema para su carrera. Diez años habían pasado desde entonces, ella seguía ascendiendo y él tenía siete libros guardados en un cajón. Susana lo conoció en un chat literario, ella buscaba información sobre las dificultades que se les presentaban a los autores de literatura erótica a la hora de encontrar editorial, a pesar de ser uno de los géneros más vendidos del mercado. Congeniaron enseguida y Susana se ofreció a ser su primer lector, porque Claudia tampoco los leía, le parecían demasiado impúdicos. Susana los devoró todos y le encantaron, intentó convencerle para que los publicara aunque fuera con seudónimo, pero él se negaba. Seguiría esperando a que le dieran permiso, mientras, sólo tenía que ocuparse de escribir. Se convirtieron en amantes virtuales el mismo día que se conocieron, se vieron por primera vez a última hora de la noche, ella acababa de volver a casa, tuvo que ser en mudo porque Claudia dormía placidamente en la habitación, mientras Felipe despertaba los instintos de Susana en el salón. No siempre contaban con la intimidad necesaria para sus encuentros furtivos, podían llegar a pasar dos semanas sin verse, y eso la inquietaba, así que pensó en un regalo para su escritor, algo pequeño y discreto que le recordara a ella y cubriera los vacíos. Preparó un paquetito con una uña del dedo índice, una del dedo gordo del pie, un mechón de pelo y un ricito púbico. Sin embargo, cuando estaba a punto de mandarlo, imaginó que si se lo encontraba Claudia creería que eran los trofeos de un psicópata y acabaría como noticia del programa estrella de la cadena. Desistió y recurrió a lo tradicional: galería de fotos sugerentes y vídeos de alto contenido erótico, bueno, pornográficos.

Avalon fue un hallazgo para Susana, desde que se inscribió allí habían disfrutado de varias de las salas. En la Truman Capote estuvieron dos veces, la primera él le dio una sensual clase magistral de puntuación y la segunda escribió un poema sobre su lomo. La última que probaron fue 500 millas y les permitió hacer un viaje en un deportivo con asientos abatibles. En Casablanca se veían un miércoles al mes. Ahora estaban haciendo un ciclo de cine francés y esa semana tocaba Pépé le Moko de Jean Gabin, la había elegido ella. La película sólo duraba hora y media y a menos que hubiera alguna emergencia en su trabajo, o Claudia se presentara antes de tiempo, había reservado tres horas para estar con él. Para evitar tentaciones la primera parte de la conexión seria sólo audio, después encenderían la cámara. La sala era un autentico cine para dos, con sillones grandes, pantalla gigante, en la última fila. Al terminar la película una luz tenue la iluminaría y ese día tenía preparada una sorpresa para él: un negligé de seda con transparencias que se le ajustaba al cuerpo, con wonder-bra y liguero incorporados. Sería una cita de cine espectacular. Su teléfono vibró, era la contraseña del día: Gilda. Socorro era una cinéfila.

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4

Las puertas que comunicaban los vagones eran automáticas, tenían detectores de proximidad y cuando alguien se acercaba se abrían, con excepción de las de los vagones clase club, esas permanecían herméticamente cerradas, a menos que el pasajero o el personal del tren contara con la llave electrónica. De modo que si alguien iba distraído, pasando de un vagón a otro, acababa rebotando de forma dolorosa contra una placa de acero reforzado.

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Roberto había recorrido tres vagones buscando al resto de la cuadrilla, se separaron en el andén porque le apetecía fumar solo, estaba harto de sus quejas. Aún le discutían por el presupuesto que le entregó a los Salamanca. Honestamente no era un trabajo complicado, los materiales corrían por cuenta del cliente y en cuanto a la mano de obra no tardarían más de una hora en hacerlo. En realidad ni siquiera necesitaba que fueran los cuatro, pero si llega a sugerir que con dos había suficiente se lo hubieran comido, a todos les urgía el dinero.

El negocio no iba bien desde que se fue su antiguo jefe, Declan, un irlandés capaz de vender lo que fuera a quien fuera, carismático y listo, aunque tuvo que abandonar el país por cobrar las deudas a su manera y no ser partidario de pagar impuestos. Se escapó del fisco, o creyó hacerlo al volver a Irlanda, pero la empresa americana para la que trabajaba Lorraine, su mujer, la embargó el sueldo hasta que cubrió la deuda del marido, evitándose complicaciones con Hacienda. Las ventajas de vivir en Europa. Declan y Lorraine tenían una niña y ninguno de los tres consiguió adaptarse a vivir en el país, no aprendían el idioma, “el inglés lo entiende todo el mundo, ¿por qué esta gente no?”, repetía la niña. Vivían en el mismo barrio que Roberto y el resto de los integrantes de la cuadrilla: los hermanos Misseri, unos sicilianos que idolatraban al Padrino,  y Anatol, el ucraniano que sólo quería pescar.

El padre de Declan era un gran tipo, a Roberto le gustaba, era divertido, siempre estaba borracho, odiaba las escaleras empinadas de la casa de su hijo porque había rodado por ellas muchas veces y como consejero era un desastre. De él fue la idea de cobrarle en especies la deuda al griego. Le debía mucho dinero a Declan y una noche padre e hijo se colaron en su casa y se llevaron el barco que tenía guardado en el garaje. Cuando les acusaron de robo ellos demandaron al griego y perdieron la demanda, se gastaron el doble de la deuda y les condenaron a indemnizar a la víctima. Después de dos días de borrachera ininterrumpida de los hombres de la familia, todos  hicieron las maletas, se dejaron los muebles de Ikea en la casa, compraron los billetes en el aeropuerto y desaparecieron. Roberto supo de su marcha porque vio el cartel de “Se alquila” en la puerta de la casa. Fue el dueño el que le explicó que se habían ido sin avisar. En aquel barrio la gente podía desaparecer por muchos motivos, casi siempre deudas, al casero le dejó a deber al menos dos meses aunque él no se iba a molestar en buscarle, habían dejado la casa amueblada.

De los antiguos clientes de aquella época no quedaban muchos, algunos simplemente no les llamaron más, pero de Alicia Campos tuvieron que esconderse. Roberto la había visto sentada en uno de los vagones y aceleró el paso, no estaba seguro de si le vio. La amistad entre Declan y los Campos les consiguió muchos trabajos y una indulgencia casi compasiva ante los resultados. Les ampliaron el dormitorio principal, le hicieron a la señora un armario empotrado, al marido una oficina en el ático, les cambiaron el suelo de la cocina y les encargó el arreglo del jardín. Ése fue el mejor de todos los trabajos que habían hecho para ellos, consistía en talar un par de árboles, poner césped nuevo, hacer una terraza y una charca en tres niveles. Quince mil euros de presupuesto, incluyendo los materiales. Ninguno sabía nada de jardinería, Anatol era electricista, los hermanos Misseri fontaneros, Roberto montador y durante un tiempo trabajó como obrero de la construcción y Declan era aprendiz de todo y maestro de nada, pero desde que integraron su cuadrilla habían desarrollado parte de las habilidades del jefe para ocultar sus carencias, las explicaciones enrevesadas que aturdían a los clientes les mantenían alejados de ingerencias peligrosas. El trabajo duró las dos semanas que estaban establecidas con los Campos, pero un par de días antes de terminar el irlandés voló. No llegó a cobrar, lo hizo Roberto, y aunque en un principio pensó en enviarle su parte, se arrepintió y los chicos no pusieron pegas a repartir entre todos lo que le correspondía al jefe fugado.

El problema vino después, la charca perdía agua, así que Alicia les volvió a llamar. Roberto, que ya se había erigido en jefe de la cuadrilla, la convenció para hacerle unas modificaciones al proyecto original e instalar una red metálica que protegiera a los peces porque las grullas se los comían. Y ya que estaban podían hacer una limpieza de malas hierbas al jardín principal y arrancar el abedul del jardín delantero porque las raíces podrían afectar a los cimientos de la casa, además pondrían tierra buena y plantarían algunas flores de estación. A Alicia le fascinó el proyecto, el presupuesto quedó en nueve mil euros y fueron otras dos semanas de trabajo. El primer día los hermanos Misseri le explicaron a Roberto que la lona de la charca tenía una grieta, Declan la compró demasiado barata, hicieron lo que pudieron, pusieron un par de parches y a disimular. Terminaron a tiempo y cobraron. Alicia llamó sólo una semana más tarde, la charca seguía perdiendo agua. Ellos decidieron hacerse los muertos porque esta vez tendrían que trabajar gratis. Ella tampoco podía reclamar nada legalmente, les pagaba en negro, pero fue una pena perder ese cliente, era un chollo.

Roberto encontró a los chicos en el siguiente vagón al que entró, al fondo, de pie, despertando el interés de las féminas de todas las edades que había por allí, algunas más discretas y otras muy descaradas. Tenía que reconocer que parecían sacados de un catálogo de ropa interior, ninguno llegaba  a los treinta, los italianos con barba de tres días, ojos claros, uno con un piercing en la ceja y el otro con un pendiente estilo pirata, y el ucraniano con una melena jerónimo y los ojos negros. Él, sin embargo, era un peruano bajito, fuertote, simpático, cantaba los fines de semana en un grupo de música tradicional y se las llevaba de calle, pero no le gustaba presumir.

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5

Un grupo de adolescentes incordiaba a una de las azafatas de la clase club frente a la puerta del vagón, querían entrar a echar un vistazo, parecía vacío, no habían visto movimiento por esa puerta desde que subieron al tren. Ella se resistía, intentando ser amable, pero cada vez más molesta. El grupo lo lideraba un oriental de cara plana, Remedios estaba segura de que era japonés. Los otros, eran cinco en total, parecían  completar una delegación de la ONU: un africano, muy oscuro, altísimo y con el cráneo más redondo que había visto nunca —y eso que el de Fulgencio era casi una esfera perfecta—; un árabe, se le notaba por la forma de la nariz y el colorcillo de la piel; un sudamericano, no tenía muy claro de donde, era blanquito, sólo se reía y decía frases muy cortas, así que no podía precisar mucho; y el quinto podía ser de cualquier parte del norte de Europa, por lo lechoso y los ojos tan azules.

A Remedios le fascinaban los extranjeros, le resultaban muy curiosos y los estudiaba. En el parque al que iba a pasear al perro llevaba meses viendo al indio tomando el sol y cuando no estaba se preocupaba, pero no solía fallar más que de vez en cuando. Era muy mayor, tenía una larga barba blanca, llevaba turbante, de los altos, como los sigh que había visto en el cine, la piel gruesa y curtida, muy oscura, no sabías si estaba vivo o muerto hasta que abría los ojos de repente. Y le divertía la adolescente con pañuelo en el pelo, minifalda y un escote escandaloso, su hijo le contó que era iraní, era una de sus alumnas del instituto. Sin embargo, al turco que vivía en la casa de al lado no lo soportaba. No tenía nada contra los turcos, le parecía un país precioso y muy interesante, y la gente era amable. Aunque aquel en particular era una bestia. Nada más trasladarse a la casa la remodeló entera y quemó las puertas de madera en el jardín, los vecinos le llamaban la atención porque la humareda blanca, provocada por la pintura de las puertas al quemarse, les asfixiaba y él se reía, disfrutaba haciéndoles la vida imposible. Además fue el primero en avergonzarles a todos cuando le pusieron la tarjeta roja los de la basura; en su barrio como mucho se habían visto un par de tarjetas amarillas, pero fueron despistes.

Remedios le dio un codazo a Fulgencio.

—¿Fulgencio? ¿Por qué no ayudas a esa pobre chica?

—¿Y por qué yo?—. Fulgencio se mostraba reacio a las heroicidades, consciente de su inferioridad numérica, de sus sesenta y cinco años muy gastados y de su tamaño y complexión que no intimidaba ni al canijo que reponía los estantes del supermercado. Su mujer era más grande y tenía una voz muy potente. Por eso, la noche de Halloween, era él quien abría la puerta a los críos para darles las galletitas, Remedios les intimidaba. Aunque el día que a ella se le ocurrió la idea de hacer la campaña de salud infantil y le hizo salir con las mandarinas, también fue él el que tuvo que enfrentarse a esas caras de decepción, y limpiar la fruta aplastada contra la fachada.

—No tienes conciencia.

—Ve tú. Las mujeres tenéis más mano izquierda para arreglar estas situaciones.

—Ya no hace falta, cuando han visto aparecer al revisor se han ido. Si tuviera que esperar a que me defendieras me acababan violando entre todos.

—Ay, pobres.

—¡¡Fulgencio!!

Remedios y Fulgencio llevaban jubilados cinco años, con la pensión congelada desde entonces. Ahora tenían problemas económicos. Para poder terminar el mes ella trabajaba de cartera tres días a la semana, haciendo el reparto en bicicleta por el barrio, le habían asignado tres o cuatro calles, se pasaba una tarde entera clasificando el correo y  una mañana repartiéndolo. Él trabajaba de basurero, era la mascota del turno, sus compañeros seguían quejándose de que fuera tan educado y paciente con la gente, en el fondo era su vecindario. Tenía que limitarse a poner las tarjetas amarillas y rojas en los cubos de los que no hacían el reciclaje correctamente, pero él iba casa por casa explicando el por qué de las tarjetas. Desde que el ayuntamiento construyó aquella complicada planta de reciclaje dejó en manos de los vecinos la separación de los distintos tipos de basura: cristal, papel, plástico, vegetal y residuos. Las instrucciones de lo que correspondía a cada cubo eran demasiado farragosas y el propio Fulgencio se armaba un pifostio cada vez, siempre había elementos conflictivos, como las cajas de leche forradas de metal por dentro, ¿esas dónde iban?, la discusión duró meses.  Remedios lo dominaba desde el primer día, así que le dejaba a ella ser el cerebro de la operación, él sólo tiraba las bolsas en los cubos y los sacaba a la esquina el día que tocaba cada uno.

Aquellos ingresos extras sólo eran una solución para los gastos básicos, porque cuando surgía un contratiempo tenían que pedir ayuda a los hijos.

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6

Mariela sentía su teléfono vibrando pero no quería contestar, era otra vez la señora. Ya la había llamado tres veces para darle indicaciones sobre dónde tenía que esperarles en la estación. Acompañaba a sus patrones a visitar al niño al colegio, mientras le llevaban al zoo ella tenía que limpiarle la habitación, lavarle y plancharle la ropa. Cada quince días hacían el mismo viaje, que el colegio dispusiera de un servicio de limpieza y de lavandería les era indiferente. La Sra. Romero era muy especial para esas cosas.

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Cuando los chicos se dispersaron la azafata abrió la puerta del vagón y el revisor entró con ella. A aquellos pasajeros no les controlaban los billetes, pero sí se aseguraban de que estuvieran en sus respectivos compartimentos, era un protocolo de seguridad para casos de emergencia.

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Isabel y Lola escucharon atentamente la explicación de la azafata y le mostraron sus identificaciones al revisor mientras se ponían cómodas en sus sillones enormes de la clase club, se habían dado el capricho porque formaba parte de las dietas que les pagaba la universidad donde iban a dar la conferencia.

—¿Isabel? ¿Qué vas a hacer si te eligen concejala en Melilla? ¿No será un problema para seguir como directora del departamento?

—No, con aparecer en los plenos importantes será suficiente.

—¿Por qué partido te presentabas?

—Izquierda Unida.

—¿Eres comunista?

—Claro, de toda la vida.

Mientras Isabel ojeaba el menú de la cafetería, Lola investigaba sin éxito el panel de control del sillón y acabó optando por comprobar el material que iban a utilizar en la conferencia. Pidieron dos desayunos americanos completos y la azafata, antes de irse, les ayudó a programar ambos sillones para el masaje suave.

—¿Isabel? ¿Te llegaron los currículos de los postulantes para la beca?

—Sí, me fastidió que no se presentara Manuela, pero ella prefiere la del CSIC, le he dicho que allí no será tan fácil, seguro que tienen su candidato y además tendría que esperar a terminar la carrera. Es una pena porque la beca de biblioteca le habría venido muy bien para conseguir la otra, pero ya se estrellará y vendrá lamentándose. Sé que Damián ha elegido a Gilberto, le está preparando para que haga la tesis con él, así que ni van a mirar el currículo de Manuela. Se lo he advertido.

—Entonces, ¿a quién se la vas a dar?

—A Francisco, este año ya le di un par de matriculas, le asesoré para que hiciera algún curso extra y se metiera en la escuela de idiomas para conseguir el título de inglés y el de francés básico. Le dije que incluyera conocimientos de Excel y otras cosas de ordenadores que se especificaban en la beca.

—Pero también se ha presentado Gabriela y acaba de terminar el master, ¿eso no será un problema? Por lo de los méritos.

—Qué va. El claustro puede valorar más unos méritos que otros, por ejemplo, para mí es más importante que tengan títulos de idiomas y ella no tiene ninguno. Tampoco le daré oportunidad de reclamar. La mejor defensa es un buen ataque. Lo importante de una beca es dársela a quien la puede aprovechar y Gabriela no la necesita, lo entenderá sin problemas, no se va a quedar en la facultad.

—¿Cómo lo sabes?

—No tiene becas en el currículo.

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El matrimonio Romero discutía la conveniencia de despedir de nuevo a Mariela, la primera vez lo hicieron para recortar gastos, pero en esta ocasión el motivo sería su escasa eficiencia como perro guardián en ausencia de sus patrones. Les habían robado sin que ella interviniera; cuando vio forzada la puerta principal se limitó a llamar a la policía y esperó en la calle, oculta tras la mampara de la parada de autobús. No tuvo la consideración ni el arrojo de entrar por si todavía estaban los ladrones, podía haberles asustado. Por lo menos no se llevaron los trajes ni el equipo de buceo de Ernesto Romero, lo más valioso de la casa, sólo las joyas de su mujer, la playstation del niño, las monedas de oro que les regalaron los padres de Soledad Romero (astutamente escondidas tras la rejilla de ventilación del ático), los ordenadores y los cargadores. También les descabalaron los juegos de cama —usaron los almohadones para trasladar parte del botín—, y por supuesto les destrozaron la puerta de entrada con un taladro. Debieron escaparse por el jardín, saltando la valla, porque cuando apareció la policía —casi cuarenta y cinco minutos después de la llamada— ya no estaban. Los agentes embadurnaron la puerta, el dormitorio y el salón con aquel pringoso polvillo negro para sacar huellas, aunque más tarde les aclararon que aquello carecía de utilidad alguna. Encontrar a los ladrones era imposible y recuperar lo robado aún más. Sin embargo, la denuncia les serviría para dar parte al seguro. Por lo visto encima tenían que dar gracias, a uno de los vecinos de la calle de al lado le habían desvalijado la casa con un camión de mudanzas, a otro le habían arrancado las ventanas de los marcos para entrar, y la policía ya había avisado a su vecino de la izquierda, porque estaban seguros de que era el siguiente. Eran unos ladrones muy ordenados, y prácticos por eso se prodigaban tanto por aquel barrio. Elegían la casa en base a los coches aparcados a la entrada —porque hasta en las casas buenas podían vivir ratas, dedujo el Sr. Romero, como el vecino del 15 que estaba a punto de ingresar en prisión por deudas y aparcaba su flamante twingo de tercera mano en la entrada de una casa espectacular, ese estaba a salvo—. A fin de cuentas integrar la lista de víctimas era una cuestión de estatus, no todos contaban con ese privilegio.

La Sra. Romero llamó a la azafata cuando pasaba por su lado y le pidió un par de desayunos continentales sin zumo, porque no eran de naranjas recién exprimidas, y los cafés expresos, sin azúcar y con el vaso de leche aparte, dos tortillas francesas en vez de huevos revueltos y la mantequilla para las tostadas sin sal.

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Ricardo chequeaba sus e-mails. Al parecer la reunión se mantenía a la misma hora, a las 12, llegaría con tiempo de sobra. De Lucas no sabía nada desde el día anterior, como no apareciera le echaba a la calle. Era el día de su presentación de resultados en el QBR, hasta Terry había venido de París. Le iban a asignar Polonia y ya había programado los despidos, como hizo con Alemania. Allí el problema era más serio, les pagaban sueldos muy altos y estaban protegidos por la legislación laboral, no podía echarles sin que le saliera carísimo. Al final a base de artimañas legales consiguió  deshacerse de media plantilla, ascendió sin subida de sueldo a los que quedaron y contrató a los nuevos con salarios más bajos. Fue una buena estrategia. Con Polonia todo iba a ser más sencillo, podía empezar a poner orden nada más llegar. Si seguía así acabaría convirtiéndose en el delfín de Terry. Aunque se lamentaba de haber ascendido a Lucas, era un informal, un magnifico vendedor, pero muy irregular a pesar de cumplir los objetivos mes a mes. Era músico y esos siempre dan problemas. Los fines de semana tocaba en varios clubs. No era lo bastante bueno como para hacer carrera en eso pero se negaba a dejarlo. Ricardo jamás hubiera entendido que su amigo de la infancia consiguiera vivir de la música. Lo consideraría un insulto. El trabajo debe joderte, si no lo hace no es trabajo.

Sandra era la secretaria de Ricardo, viajaba con él. Su jefe era un tacaño, para él todo eran gastos superfluos, pero un director de la región norte estaba obligado por su posición a mantener una imagen. Por eso viajaban en clase club. Aunque no pidieron ni siquiera café y llevaban sus respectivos almuerzos en sandwicheras. Como no la dirigía la palabra ella estaba viendo en su Ipad un programa de televisión. De pronto él se giró.

—¿Ésa es Susan Sarandon?

—Sí, está haciendo una campaña para que le hagan un nuevo juicio a un tipo del corredor de la muerte que están a punto de ejecutar. Y ha presentado un informe muy interesante sobre lo caro que le sale a Estados unidos la pena de muerte. Lo de mantener a los presos aislados durante años esperando la ejecución y la propia ejecución. Es lista, recurrir al bolsillo del contribuyente es buena estrategia.

—Tiene razón. Es un gasto excesivo.

—¿Está en contra de la pena de muerte?

—No, yo creo que sería más práctico pegarles un tiro en la cabeza después del juicio.

En ese instante a Ricardo le llegó un mensaje al móvil, era de Lucas. Había perdido el tren porque tuvo que llevar al niño a urgencias, pero le había mandado por e-mail toda la documentación necesaria para la reunión. Él llegaría media hora tarde. Ricardo le contestó que no hacía falta que fuera.

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El revisor salió del vagón con la azafata, ella se quedó en la cafetería y él continuó hasta la cabina de control.

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7

—¿Qué está pasando?

—Parece que se fundió un fusible, nada más. Si no el tren no podría seguir andando.

—Y usted qué sabe, ¿Y por qué estamos a oscuras si son las nueve y media de la mañana?

—Estamos pasando por el túnel. En quince minutos llegamos a la estación, seguro que lo arreglan enseguida. No se levante señora, no hay luz suficiente.

—Déjeme, no me toque.

—Señora le han dicho que no se mueva.

—Usted no se meta. Tengo que saber qué está pasando.

—Cuando aparezca el revisor nos informará.

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—Contesta, Javier, contesta ¿Javier?

—Estoy conduciendo, ahora no puedo hablar contigo.

—Es una emergencia, no te hice caso y voy en el tren y se ha quedado a oscuras.

—Estarás pasando por el túnel. No te pongas histérica, en diez minutos lo cruzáis.

—Si no es sólo el túnel, es que se han apagado todas las luces.

—¿Pero sigue andando?

—Sí.

—Entonces estate quieta, vuelve a tu asiento que seguro que te entró el pánico y te levantaste.

—¿Y si el tren se cae?

—¿Por qué se va a caer?

—Porque después del túnel viene el puente colgante.

—Pero si es muy corto. Eres una exagerada y además ahora no puedo hablar, me está entrando una llamada. Es importante. Luego me cuentas cómo salió todo. Un beso.

—Señora, quítese de ahí que tapa la luz de emergencia.

—Tenía que haber cogido el taxi.

—¿Es usted, Sra. Campos? Soy Roberto, el que trabajaba con Declan.

—Claro que me acuerdo de usted. ¿Sabe qué está pasando?

—No se preocupe, déjeme ayudarla. Por suerte las puertas entre los vagones se quedaron abiertas. Estoy con los chicos, los conoce a todos, no le va a pasar nada. Venga conmigo.

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—¿Felipe? ¿Puedes hablar?

—Dame un minuto…

—¿Claudia sigue ahí?

—Sí. Está en la cocina. Espera, no cuelgues… Ya puedo hablar. Me metí en el baño. ¿Qué pasa? ¿Se cancela la cita de cine?

—No, qué va. A menos que se estrelle el tren yo llego a mi hora. Si tengo en Avalon el atrezzo, lo dejé allí ayer. Sólo se ha ido la luz, en mitad del túnel y hay alguna histérica por aquí.

—¿Tú estás bien?

—Sí, no pasa nada. Pero me apetecía hablar contigo, así a oscuras, escucharte un rato y jugar si se puede. Sólo tengo diez minutos.

—Me encantaría, pero Claudia puede aparecer en cualquier momento y sería peligroso.

—Sólo era una idea, pero no quiero que a mi escritor le corten la cabeza.

—¿Qué llevas puesto?

—El vestido años 70 blanco y negro de manga larga, el del baile en la sala All that Jazz.

—¿Con tanga?

—No.

—No seas mala.

—Si estoy siendo buenísima, ni te intento morder ni nada.

—¿Felipe? ¿Qué estás haciendo?

—Ya salgo. No cuelgues Susana, espérame…

—Claro que sí.

—Felipe, que me tengo que duchar. Además hoy tengo una reunión muy importante y me quiero hacer una mascarilla en el pelo. Recoge la mesa y mete lo del desayuno en el lavaplatos.

—¿La reunión es en la cadena?

—No, es en un club y llegaré muy tarde, así que no me esperes despierto.

—¿Sigues ahí…Susana?

—Sí.

—¿Por donde íbamos?

—No llevo tanga.

—Mmmm… Separa los muslos.

.

—¿Anatol?, ¿Dónde está Roberto?

—Fue a buscar a Alicia Campos. Dijo que la pobre estaría pasándolo mal.

—¿Pero no llevamos esquivándola un año por lo de la charca?

—Sí, pero le salió lo caballero.

—Ese cabrón se la va a comer, no lo conoces.

—¿Cesar? ¿Te acuerdas dónde estaba sentada la rubia de la boca grande? La que nos dijo que estudiaba no sé qué.

—Me parece que un par de filas detrás de nosotros, pero no estoy seguro. Ten cuidado, no vaya a ser que acabes con la peluquera dominicana, la gordita cuarentona que te sobaba el tatuaje.

—Mientras no le meta mano a la vieja por error, cualquiera de las dos me sirve.

—Los tres sois unos enfermos.

.

—Últimamente es como si no le hiciéramos falta a nadie, los niños ya no vienen a casa.

—Es verdad que cada vez les vemos menos, pero es porque están muy ocupados.

—Si lo sé, pero soy su madre y parece que no se acuerdan.

—Pero es que tú también, para una vez en meses que llama Damián le vas directo a la yugular.

—Es que sólo llamaba para decir que no viene en Navidades porque se va a esquiar, casi le cuelgo el teléfono.

—Bueno, pero Mateo sigue viniendo mucho.

—Claro, del hospital a casa para que le cuide alguien. Como siempre está con sus deportes extremos, un día va a  aparecer con una pierna o un brazo menos, la última vez se abrió la cabeza. Y lo del curso de escalada, que después de cinco clases le hacen un examen y se supone que ya puede subir al Everest. No quiero ni ver cómo va a volver si es que vuelve. Fulgencio, ¿tú crees que nos vamos a morir todos?

—¿Por qué?

—Es una intuición. Este apagón es una señal.

—Pero, ¿qué dices mujer?

—Señora, quiere callarse de una vez.

—Qué maleducada, ¿has visto Fulgencio?

—Sí, cariño, pero es que la tienes que estar poniendo nerviosa.

.

—No te preocupes, preciosa, no va a pasar nada. Me quedo contigo si quieres.

—¿Eres Cesar?

—Claro ¿Quién iba a ser?

—¿Te has quitado el pendiente?

—Sí. ¿Te importa?

—No. Tienes unas manos muy suaves.

—Y tú un culo increíble.

—Qué bruto. Jaja…No vayas tan rápido, aaay…

.

—¿Lola? Ahh, ¿Este compartimento…nos han dicho…que es estanco, verdad? Ahh ahh

—Sí, ¿por qué?

—Porque…si no hay luz…no podemos salir, ¡estamos encerradas! ¡Nos quedaremos sin aire!, ahh, ahh, ahh.

—Seguro que lo arreglan enseguida, no empieces a hiperventilar. Respira despacio.

—Me está dando el ataque…ahh ahh ahh

—Ya me he dado cuenta. Ya sabes lo que te dijo el terapeuta, cierra los ojos, piensa en otra cosa.

—No puedo, ahh ahh ahh ahh

—¿Te abofeteo? La última vez funcionó.

—Prueba. Ahh ahh ahh ahh ahh

—¡¿Isabel?! Ya se me desmayó.

.

—Esa mujer tiene razón, ¿Cuántos somos? ¿Cuánto oxígeno nos quedará? ¿Cuánto aguantaremos?

—Que tú no tienes claustrofobia, Soledad, te lo dijo el psiquiatra, sólo copias fobias.

—Pues me siento fatal, me duele el pecho, creo que estoy teniendo un infarto.

—Desmáyate, como la otra, será lo mejor.

—Eres un desconsiderado, no me tomas en serio.

—Claro que te tomo en serio. Estás loca.

—Déjame morir en paz.

—Como quieras.

.

—¿Le importa si me siento aquí?

—No.

—¿Usted no viajaba sola, verdad?

—Estaba con mi jefe. Pero se ha ido al fondo del vagón, durante las crisis prefiere estar solo. ¿No le ve allí en la esquina, sentado en el suelo?, esta meditando. El bulto que se adivina es él.

—Si, lo veo.

—¿Su mujer está bien? Yo juraría que se ha desmayado.

—No se preocupe, ella también está meditando. Ernesto Romero, encantado.

—Sandra Aguirre, igualmente.

—Tienes una voz muy sensual, ¿no has pensado dedicarte a la radio?

—Qué amable.

—Hablo en serio, lo harías muy bien. En un programa de esos nocturnos causarías sensación.

—Me hubiera gustado. Se me da bien hablar en público.

—Yo conozco al productor de un programa de radio y creo que eres exactamente lo que están buscando. Si quieres hablo con él.

—¿De verdad?, pero si no me conoce de nada.

—No me trates de usted. Yo leo muy bien a las personas y sé que tienes mucho futuro. Tú ponte en mis manos y verás como tengo razón.

—Usted, perdón, tú eres encantador. Es raro encontrar a alguien tan generoso.

—Parece que estamos saliendo del túnel, tengo que volver con mi mujer. Anótame tu teléfono en el móvil y esta noche te llamo, ¿está bien?

—Sí, volveré a casa temprano.

—¿Vives sola?

—Sí.

.

—Ernesto, he estado pensado que mejor voy sola con el niño al zoo. Vosotros no os lleváis bien y siempre acabáis discutiendo.

—Lo podías haber pensado antes. Cancelé la reunión con Villegas, uno de mis mejores clientes, sólo porque te empeñaste en que viniera. ¿Cómo vas a volver?

—Tengo a Mariela, cogemos un taxi y ya está. Además, el niño necesita ropa de invierno, aprovecharé para ir de compras con él después del zoo, contigo sería imposible.

—De acuerdo. No me voy a poner a discutir. ¿Quieres que os acompañe al colegio?

—No hace falta.

.

—¿Lola? ¿Cuánto ha durado mi desmayo esta vez?

—Ya estás despierta, menos mal. Pero vas a tener que decirle al terapeuta que te suba la medicación porque has pasado de los cinco minutos.

—¿Tú crees?

—Sí, que en unas semanas se hace de noche muy pronto y te vas a ir cayendo por los pasillos de la facultad, con eso de que han restringido la iluminación por zonas para ahorrar.

.

—Sandra, acabo de hablar con Lucas, va a estar en el hotel cuando lleguemos, al final cogió el coche y tuvo suerte con el tráfico, así que no te voy a necesitar, te puedes volver a la oficina o irte a casa. Si me hace falta algo ya te aviso.

—¿No sería mejor que me quedara en el hotel por si se presenta algo urgente?

—No, sería un gasto inútil de tiempo y dinero. Tómate el día libre y te lo descuento de las vacaciones.

.

—¿Cesar? Si la rubia te dice algo estuvo fantástica, te la acabas de tirar.

—¿Otra vez, Marcelo?

—¿Qué quieres que haga? Les pone lo del pendiente.

.

—¿Remedios? Ves como no era para tanto. No ha pasado nada.

—Sí, una pena. Si el tren hubiera descarrilado o se hubiera incendiado o algo, los chicos tendrían cargo de conciencia y se portarían mejor. Qué se le va a hacer.

.

—¿Roberto?¿Entiendes que esto no se va a repetir, verdad? Estaba muy alterada y enfadada con Javier, pero yo no soy así. Llevo diez años casada y jamás había hecho algo como esto. Qué vergüenza. ¿Cómo he podido hacerlo?

—No has hecho nada malo. Además, nadie tiene por qué saberlo.

—Pero lo sé yo y eso es suficiente.

—No te tortures mujer, es algo natural. A veces uno no se puede controlar. A lo mejor lo necesitabas. A que ahora estás mucho más tranquila.

—La verdad es que sí. ¿Te cuento algo? Hacía más de tres años que no…

—No me lo puedo creer. ¿Es que tu marido no puede?

—Es que no le apetece, hasta llegué a pensar que podía estar sufriendo de andropausia y le recomendé que fuera al médico, como ya cumplió los cuarenta y cinco. Se enfadó muchísimo. Dice que está muy cansado por culpa del trabajo y que lo último que necesita es que le agobie con eso. Lo he intentado todo, me gasté una fortuna en lencería, pero ni caso. A lo mejor es porque he engordado o me ve mayor.

—Si estás para comerte viva. Yo estaría cachando contigo todo el día, no te dejaría en paz.

—Roberto… No me hables así que me pongo nerviosa. Ya te he dicho que esto no puede volver a pasar. Pero tienes razón: Javier no se merece la mujer que tiene.

.

—Estamos llegando, me voy a mi asiento. Adiós, Roberto.

—Yo voy a buscar a los chicos. Adiós, Señora Campos.

.

—Ha sido muy rico, Felipe. Estoy empapada. Hemos salido del túnel y por cómo me mira esa señora me ha oído, es que una gime un poco alto. Voy a tener que cortar porque en unos minutos llegaremos a la estación. Tengo que hacer un par de cosas, pero estaré en Avalon a la hora de siempre. Podíamos cambiar el programa de hoy, ¿te parece si empezamos con el revolcón? Me muero por besarte, acariciarte, tocarte, lamerte y morderte. Luego vemos la película, ya más relajados.

—Por mí perfecto, ésa era mi idea.

—Cuando encienda la cámara llevaré puesto tu regalo, para que me lo quites.

—Mmmm…., te veo luego, preciosa.

.

—¿Roberto?

—¿Qué pasa?

—¿Me harías un presupuesto para cambiarme la valla del jardín?

—Pero después de lo de la charca no creo que tu marido esté dispuesto a contratarnos.

—De eso me encargo yo, lo hice con Declan muchas veces. Puedes venir mañana a las nueve y así ves qué materiales vas a necesitar. No hace falta que traigas a los chicos o ¿sí?

—Para nada.

.

EPILOGO

—Socorro, ¿Tú quieres a tu marido?

—Claro que sí.

—Pero le eres infiel.

—Desde hace más de veinte años y ¿eso qué tiene que ver? Querer a alguien y serle infiel no está reñido. En realidad es muy sencillo: para mi el sexo es gasolina pura y para él agua, por eso necesito cargar el deposito en otra parte. De ese modo no tengo nada que reprocharle, estoy tranquila, él también y nos va estupendamente.

—Pareces un hombre hablando.

—¿Quién ha dicho que en esto hombres y mujeres somos diferentes?

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