Fernando Morote

En su línea de vida estaba siempre hacer todo al revés. Empezar por el final, por ejemplo. El patrullaje de la urbanización, en este caso. Allí tropezaron con el primer incauto de la noche: un individuo de semblante abatido y zapatos desamarrados, terno grasoso y maletín rebalsando papeles.
—¡Pero maestro! —exclamó el Conde— ¿Por qué hace esto si ya está usted tan cerca de su casa?
—¿Esto? ¿Qué cosa?
—Lo hemos estado estudiando, señor —informó el Champero.
—¿Cómo? Eso se llama violación de la intimidad personal.
—Eso se llama concha, señor —aclaró el Champero—. Usted es un padre de familia. No puede mear alegremente en la calle.
—No seas grosero conmigo. No te lo voy a permitir.
El Doctor suspendió la charla.
—¿Quedó registrado?
—Completo —confirmó el Narizón.
—Sigamos.
Enrumbaron hacia la avenida Vícus. Un corredor pacífico, aliviado del bullicio ocasionado por el transporte público. Un territorio casi solitario. Apareció el cartero en el firmamento.
—¿A esta hora por aquí?
—Está dengueao.
El Champero tenía razón. Al aproximarse com-probaron que el empleado del correo se encontraba en completo estado de ebriedad, miccionando afirmado a un poste de alumbrado público.
—¡Vamos a gomearlo! —propuso el Narizón.
—Espera —dijo el Doctor—. Unidad no es uniformidad.
—¿Qué dices, Doctor de mierda? —protestó el Narizón— ¡Éste es nuestro sitio! No va a venir un huevón de éstos a jodernos la zona…
—¿Ya te olvidaste cuando tú hacías lo mismo, Nariz? —recriminó el Champero.
El Narizón enfocó su potente Panasonic al miembro del meón.
—Hagan lo que quieran —rezongó.
—Juntos podemos hacer lo que no podemos hacer solos —reflexionó el Doctor.
—Me vas a matar con tanta filosofía —reclamó el Conde.
—Pareces marica —agregó el Narizón.
—Fílmalo —dijo el Doctor—, recoge su bolsa y pónsela cerca para que no vaya a perder la correspondencia.
—¡Qué atento el huevón! —renegó el Narizón— ¿Y cuándo crees que la va a entregar? ¿A medianoche cantando a capella?
—No lo sé —respondió el Doctor—. Pero no lo hago por él. Pienso en la gente que espera sus cartas.
—O sus facturas —añadió el Champero.
—Vamos —animó el Doctor—. Todavía nos faltan un par de vueltas.
Continuaron por la avenida Tomás Marsano. Al siguiente lo hallaron protegido por el parachoque de su auto. Era joven, buenmozo y bien vestido. Silbaba y revolvía algo con la mano derecha.
—No me digas que tú también… —dijo el Champero.
—¿Que yo también qué?
—¿En qué colegio has estudiado, papito?
—En el Humboldt. ¿Por qué? ¿Te molesta?
—Colegio alemán, ¿verdad?
—El más caro y fino del Perú.
—¿Eso es lo que te enseñan en el colegio más caro y fino del Perú?
—¿De qué estás hablando, idiota?
—De lo que tienes en la mano.
El muchacho miró hacia abajo. El caudal de orina se mantenía estable.
—¿Ya terminaste?
—¿Por qué? ¿Quieres secármela?
El Doctor contuvo a su amigo.
—Tranquilo, Champero.
—Lo parto en dos patadas.
—Destrózalo, Champero —azuzó el Narizón.
—Grábalo y vámonos —exhortó el Doctor.
Cerrando el contorno, giraron en la avenida Ayacucho y volvieron al corazón de Pompeya. En medio del parque, la caseta de serenazgo se encontraba con la luz encendida y la puerta abierta.
—Ya sabes lo que tienes que hacer, Narizón —insinuó el Doctor.
El centinela, pájaro en mano, volteó bruscamente cuando sintió los faros del Conde en sus espaldas. Su rostro testimoniaba el pánico de un desgraciado que está a punto de ser atropellado por un volquete.
—¿Lo tienes? —preguntó el Doctor.
—Listo —afirmó el Narizón.
—Larguémonos —dijo el Champero.
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