Entremientras: ¨El bálsamo semanal¨ (XV)

Miguel Rodríguez

time-to

Foto: Adely Madrid

 

Les doy la bienvenida un lunes más a nuestro programa Troposferas, desde Cerro Alegre, en el que hoy les quiero contar una historia de familia.

Va como sigue, fíjense: de vez en cuando, imaginen, hay en la vida de una persona cualquiera – un vecino, un familiar lejano, una madre – un momento especial en el que una foto o un retrato inesperado capta y encierra – y por lo tanto deja libre y expande – la esencia de ésta, su fondo o su trasfondo, su espíritu, y es mediante esta imagen que recordamos para siempre ya a esta persona y, lo que es más, a nosotros mismos en relación con ella. ¿Tienen ya a esa persona en mente? Piénsenlo bien, es la foto de la vida. A menudo me pregunto si en ese momento en que se toma la imagen coinciden las percepciones del retratado y las de quien observa y, de otro modo, participa en la trastienda de la foto.

No es fácil percibir el interior de alguien con anterioridad a una foto de este tipo; ante un extraño hay quien se pone en guardia y quien se relaja, pero ante una cámara fría todos nos sentimos un poco solos y fuera de lugar. Saben de qué les hablo, ¿verdad? Ese día mágico aparece el fotógrafo, que encuadra y sitúa el marco de las vidas, paciente y sutil para buscar y permitir salir a la luz lo que hay más allá de ese desamparo, de la mueca forzada y mecánica; es el ángel, con el don de anticiparse al gesto que intuye explicará la historia de esa persona de pie ante su cámara, ante su propia vida, en ese momento en que el alma se asoma pero no se desborda, y después del cual si esa persona muriera acto seguido, lo haría sin duda feliz, en paz, puesto que ante un completo desconocido armado con un aparato de metal con una lente, fue capaz de exponerse al mundo y a la luz.

Esta foto, como todos nosotros, siempre acaba amarilleando y cuarteándose un poco, no hay escapatoria a este tipo de deterioro. Por eso pienso que nuestra vida de todos los días consiste en vivir más allá de esa foto, en sobrevivirla con dignidad, en sobrevivirnos e ir conversando con el alma sobre lo que vio y aprendió en aquel momento de luz en que el mundo por fin estuvo en paz; en tirar de tripa, en aprender caminos que nos permitan asomarnos con una cierta perspectiva al rompecabezas de lo que somos, seamos lo que seamos.

Mirada y retrato conforman así un territorio común pactado o consentido, un lugar en el que ambas especies – fotógrafo y retratado – coinciden geográfica y espiritualmente en su exploración mutua, aunque solo quede constancia gráfica de una de las partes. Al final, lo que nos queda son imágenes más o menos revueltas de nuestro paso por aquí, de aquellos a los que tanto quisimos y que nos quisieron: el bálsamo del amor en el desorden cronológico de las imágenes. Repasen las suyas. ¿Para qué hablar más, no creen? ¿De qué hablar ante estos retratos? Las imágenes cruzan nuestros parámetros de espacio y tiempo, que tan solo nos parecen ya demarcaciones accidentales y circunstanciales, mientras que vamos por la vida conociendo extraños con nuestro álbum de familia a cuestas, con nuestra mirada.

Este fotógrafo – su amante, su marido, su hija, quizás un desconocido providencial – guarda estos instantes en que fue testigo de cómo alguien salía de su cueva más profunda y dejaba salir sin miedo la risa o el pesar, un mirar largo y quizás plácido de búsqueda de vida, un hacer espacio a las horas incompletas que nos quedan.

No perdamos el tiempo. Si tenemos un amor de verdad, hagamos ya mismo un revelado. Y si aún nunca ha sido así, ¿dónde carajo estamos mirando?

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