Fernando Morote

Era una sala circular con amplios ventanales y alfombra de pared a pared. La mesa estaba cubierta con un mantel de paño marrón. Al fondo se escuchaba el ruido del intenso tránsito vehicular procedente de la avenida Pershing.
Mientras esperaban la indicación de comenzar, tomaron unos minutos para soltar los huesos.
—No se hueveen, señores —advirtió el Champero—. Éste es el Hospital Militar, ni más ni menos.
—Primero lo primero —recordó el Doctor—. Repaso general.
—No tenemos opinión sobre cuestiones ajenas –sustentó el Conde.
—Si estos compadres nos lanzan preguntas capciosas —aleccionó el Narizón—, no entramos en polémicas.
—Confía en mí, Nariz —manifestó el Champero.
Un oficial cargando un portafolio bajo el brazo ingresó a paso firme en la habitación. Venía escoltado por una enfermera de geométrica silueta. El personal reunido, uniformado con batas grises de burda manufactura y sandalias de felpa, poco pudo hacer para recrear honrosamente las formaciones habituales del cuartel.
—Descansen —dijo el anfitrión—. Nuestros amigos, aquí presentes, traen un importante mensaje que desean compartir con ustedes. Ellos pertenecen a una agrupación denominada el Comando Meón. Les ruego presten…
Los asistentes, fieles a su espíritu beligerante, empezaron un tiroteo anti-motines.
—¿Comando?
—¿Prestar?
—Parece que hay una equivocación, capitán.
—¿Acaso quiere tomarnos el pelo?
—No estamos aquí para perder el tiempo.
—Necesitamos recuperarnos.
—Venimos de la guerra.
—No queremos payasos en nuestra hora de almuerzo.
—¿De dónde sacaron ese nombre para su grupo?
La enfermera trataba de cooperar agitando cándidamente las manos.
—¡Silencio, calma! —exclamó— ¡Calma, silencio!
Los Comandos, observando sin desencajarse, sabían que algo así podía suceder. Esos hombres, la mayoría jóvenes, los otros maduros, sometidos a la barbarie de la lucha anti-terrorista y contra el narcotráfico en inhóspitos parajes de la sierra y la selva, se hallaban severamente trastornados. Aproximarse a ellos, abordarlos de un modo compasivo y respetuoso para ilustrarlos acerca de los beneficios físicos, mentales y espirituales de refrenar las necesidades básicas en la vía pública, representaba de su parte una especie de tributo, un gesto de agradecimiento por lo que hacían en favor de la patria, tan necesitada de paz y progreso.
Ante el ascendente tumulto que dominaba el salón, el Champero se dirigió al Doctor:
—¿Crees que valga la pena continuar?
—Ni siquiera hemos comenzado —acotó el Narizón.
El Doctor había inclinado su torso hacia adelante y a escondidas jugaba con sus dedos.
—Claro que vale la pena —respondió—. Es una cuestión de autoestima.
—No entiendo —confesó el Conde.
—Enseñarles a no mear en la calle es una cuestión de autoestima para ellos, que lo ignoran —arguyó el Doctor—. Y también para nosotros, que ya lo sabemos.
—Muy bien, caballeros —dijo el maestro de ceremonias, una vez que acalló a su atribulado contingente—. Pueden empezar.
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