Alberto Ernesto Feldman
Abro los ojos despacio por la luz que me ciega. Estoy bastante mareado y no recuerdo haber bebido. No sé que estoy haciendo aquí. Me sorprendo al encontrarme inmovilizado, encadenado a esta columna, con este gigantón barbudo mirándome con odio y vigilándome como si pudiera romper estas cadenas y escaparme.
Pero en realidad, ¡quizás esté soñando y esto sea solo una pesadilla!… mejor pensarlo así, después de todo, no hay motivo para que me castiguen, nunca pudieron probarme nada y, en general, soy un buen ciudadano; tengo mis impuestos al día, me levanto temprano, cedo el paso a los que vienen por la derecha y siempre asisto a las reuniones de consorcio.
¡Y me olvidaba lo más importante, nunca he matado a nadie, al menos, por mi propia mano!… ¡Pero no puedo estar controlando todo el tiempo a mis empleados!…
Tengo unas tremendas ganas de sentarme para descansar un poco, ya me están doliendo mucho los garrones. ¡Qué amarretes, por lo que cuesta un banquito de plástico, y si estoy soñando, ese banquito no cuesta nada! De paso, me gustaría mirar, tranquilamente sentado, a la gente que pasa al otro lado de esta vidriera, aunque… hummm, en realidad me parece que ellos me están mirando a mí.
¡Y sí…, claro, me están mirando a mí!… ¿qué pasa, nunca vieron un hombre encadenado a una columna?
Señor Carcelero, dígame ¿qué hice para recibir este castigo?, soy un pacífico ciudadano , ¿por qué tengo que exhibirme así ante todo Buenos Aires?, mire como se ríen, por favor, ¡si estoy soñando, despiérteme, y si no, déjeme ir!…
-¡Callate, hijo de puta, no estás soñando, no sos un hombre, y no estás en Buenos Aires; ahora te llamás Pamela; te hemos secuestrado, drogado y embarcado en un avión para traerte aquí; son las mismas técnicas que conocés muy bien, porque las usaste contra pobres chicas inocentes a las que explotaste hasta llevarlas, pasando por la desesperación, a la locura y la muerte.
Creo que todavía no te fijaste en la lencería erótica que estás luciendo, por eso se ríen los que pasan; te aclaro que estás en Amsterdam, precisamente en la calle principal de la zona Roja, a la espera involuntaria de tus primeros clientes; estadísticamente la mitad de los 3.200 tripulantes del nuevo portaviones nuclear norteamericano, “George W. Bush”, que llega mañana a Holanda, después de navegar un año sin atracar, para probar su autonomía.
Si te interesa la política, seguramente te vas a acordar de aquella frase de Menem y de Di Tella, su canciller, cuando proclamaban las “relaciones carnales” con EEUU. Mi misión es vigilarte para que cumplas con estos clientes, después harás lo que quieras, si te quedan ganas.
Ah… olvidé decirte que quienes me contrataron, son familiares y amigos de las mujeres secuestradas por la banda de tratantes de blancas que vos dirigías, protegido por policías, políticos y jueces corruptos; mis mandantes son personas que hacen justicia por su propia cuenta, por no confiar en la que te dejó libre tantas veces.
Ahora que ya sabés que sabemos, te suelto un rato, te traigo una silla y algunos elementos; aprovechá para depilarte un poco, ¡estás horrible!….
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Dicho esto, el envejecido guardián se despertó, sin ganas, al escuchar los ruidos provenientes de la cocina, anunciándole que su mujer, chancleteando con su paso cansino, está preparando el mate, y en unos minutos más, cuando le alcance el primer amargo, le dirá con vos quebrada lo que él ya sabe, lo que le hizo soñar con la venganza: que hoy la nena cumpliría veintitrés años.