Lección de anatomía

Harry Rainmaker

sensual

«Moviliza tus deseos, tus esperanzas e imaginación, y en mi interior verás cuánto deseaste y esperaste; pero no lo verás con tus ojos humanos, porque ellos son finitos e imperfectos». Bhagavad gita

Cuando descubrieron que la rutina les había entumecido los sentidos, hasta manchar cada detalle, cesaron los reproches y represalias y se conjuraron para renovar el aprendizaje. Unos tangos de bandoneón melancólico, unos sahumerios, un puchero con todo lo que hay que tener y un vinito del caro, generaron el contexto propicio. El sillón los terminó de devolver al escenario de la primera juventud. Los besos, hasta quedar las lenguas exhaustas, fueron el hilo conductor de la memoria. Las manos se prorrogaban en cuellos, brazos, caderas, muslos, cintura, pero omitían deliberadamente cualquier zona de guerra. Así estuvieron largo rato hasta que ella se apartó un poco y lo miró intensamente, luego bajó la vista hacia un desaforado pezón que estallaba bajo la camiseta. Fue el clarín de guerra para que él se demorara en acariciarlos una y otra vez, palpando el contorno, amasando el volumen, restregando esos diales del placer que lo apuntaban, feroces. Pero no le quitó la ropa.

Un gemido y un ondular de la cadera, oficiaron de fanal para que ella deambulara por la entrepierna de su hombre, atestiguando las dimensiones fabulosas que había despertado su buen hacer. Con maligna usura, lo recorrió, lo apretó, lo sobó. Obró sin premura pero sin piedad. Volvió a recordar las épocas donde entre beso y beso, disfrutaba al constatar que su respiración se aceleraba conforme la destreza en el contacto. Pero no le quito la ropa.

Como siempre fue una golosa, se inclinó para verlo más de cerca, para olerlo, para intuirlo anhelante de su boca adyacente. Con una mano, él comenzó a acariciarle el cabello embriagándose con su aroma a mujer en celo. La otra mano, la hizo reptar por su espalda. Dejó que se abismara cuesta debajo de la diminuta falda y apenas se rezagó en disputarle sitio a la tanga entre los cantos de su culo. Un respingo involuntario le recordó la primera vez que la hizo suya de esa forma. Pero no era allí donde sus dedos lo guiaban, no por ahora. Necesitaba saber cuán mojada estaba por él. Siguiendo el hilo de su deseo, el néctar salvaje rezumaba con juvenil presencia. Fue un esfuerzo no abandonarse al ansia de hundir los dedos en esa selva preciosa, pero se contentó con recorrer una y otra vez la carne desesperada bajo la trama de seda. Con pericia transitaba por los límites entre la piel y el encaje, arrancándole escalofríos. Un involuntario resbalón (o una estudiada maniobra) lo encontró abriéndose paso entre sus pliegues. Ella lo recibió con un gemido de felicidad y acomodó sus caderas para que la caricia fuera aún más profunda. Pero él, merodeando con parsimonia criminal supo llevarla hasta el extremo de creer que no era posible desear tanto algo.

Sin embargo, no era el único forajido en acción y sentirlo hurgando en ella la habilitó a liberar el objeto de sus ansias. Como enajenada, pugnó por remover los obstáculos y cuando por fin lo tuvo frente a sí, recordó el regocijo trémulo que le provocó la primera vez que lo vio. Presta a pagarle con idéntica medicina, únicamente le propinó lengüetazos y lamidas. Nada de embuchadas trogloditas. Subía con la lengua casi hasta coronar la cúspide y en el preciso instante en que abría la boca para engullirlo, desandaba el camino. Así una y otra vez, mientras lo acariciaba sintiendo el bullir del licor que la iba a saciar hasta hacerla llorar de felicidad. La gula pudo más y se metió el pedazo de carne de un golpe. Con premeditada malicia se quedó quieta para sentirlo latir contra la lengua y el paladar. Luego se hartó de todas las maneras posibles. Cada tanto levantaba la vista para comprobar la progresiva locura que tapizaba la cara de él y dichosa, retornaba a la faena con renovados bríos. Por un instante casi se olvida del pacto y por poco no lo hizo acabar ahí mismo, ávida por secarle hasta la última gota. Pero instada por la necesidad de sentirlo dentro saltó y lo montó de una estocada. No quiso que ningún resquicio intermediara entre bahía y península. Los movimientos fueron profundos, casi sin despegarse. Querían volver a sentir los corazones latiendo al unísono. Romántica al fin, fue elaborar esa sola idea y escapársele el primer orgasmo. Lo abrazó como un pajarito perdido, diciéndole que nunca había a amado a nadie así. Él la besó con pasión mientras la acompañaba en su primer aterrizaje.

Luego, la depositó con suma delicadeza en el sillón y la terminó de desnudar dejándola en cuatro patas. Cuánto hacía que no admiraba ese culo. El tiempo había dejado su inmerecida traza pero aún conservaba esa fantástica grafía con la que había poblado tantas noches adolescentes. Dispuesto a ejercer algo de hechicería, comenzó a acariciarla con su polla como si fuera un pincel de proporciones. Subía y bajaba por el camino harto aceitado. Estuvo tentado de entrar en ese culo fabuloso, pero para no desconcentrase de su cometido, la empaló con brío. Se puso a follarla girando las caderas como si confeccionara un imaginario ocho, con eje en el pistón que le atravesaba las profundidades. Recordó alguna ocasión donde entre risas y gemidos lo habían hecho así, ella implorándole que le diera más. Afirmado en sus hombros y con el dedo gordo dentro de su culo, la sintió correrse otra vez. Estaba haciendo las cosas bien. ¡Qué placer escuchar esos gritos, se sentía dueño del universo!

Como de costumbre, ella se entretuvo un rato largo en chupársela de modo abundante y meticuloso. Siempre le gustó saborearle la polla bañada de sus propios jugos, inmediatamente luego de correrse. Fue necesario que los dos sofrenaran el deseo de acabar en ese instante. De cualquier forma, él sentía que mucho más no podría sofocar el volcán que le escocía las entrañas.

La mesa de la cocina fue el destino ulterior. La hizo yacer sobre su espalda y le colocó las piernas sobre sus hombros. Así posiblemente lograra contenerse un poco más. Acortada las dimensiones, ella lo recibió con un gruñido de satisfacción sintiéndolo hasta la garganta. Él le sobó las tetas, se las pellizcó, las retorció. Se aferró a su cintura, a sus caderas enardecidas, le acarició el querido vientre. Cuando la vio traspuesta, comenzó a acariciarle el clítoris para ayudarle a obtener su próximo orgasmo. Ella lo urgió para que acabaran al unísono. Lo alentó con soez algarabía a que le regalara toda su simiente, que la bañara, que la rebalsara de tibiezas. Ninguno de los dos pudo más y en ese instante, una mutua centella los traspasó hasta borronear todos los contornos, hasta allanar todas las individualidades, disolviendo la noción misma de ser. Y en renovado prodigio, se les despegó el alma del cuerpo para fundirse en una única melodía. Esa, la que sostiene el Universo.

Extenuados por el esfuerzo pero aún más por la emoción, se quedaron largo rato abrazados. Sin decir nada. Las respiraciones se fueron aquietando, los corazones se recobraron de su fugaz extravío. Ella miró a su marido y sintió rejuvenecer las promesas formuladas tanto tiempo ha. El levantó el rostro y volvió a ver a aquella niña que caminaba radiante por la nave central de la parroquia del barrio que los vio crecer. Y se felicitó por su promesa de entonces.

Hay veces que una lección de anatomía es el mejor atajo a una lección de vida. Es una lástima que nos olvidemos de conmemorarlo con mayor frecuencia.

 

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