Harry Rainmaker
«El hombre es más duro que el hierro,
más fuerte que un toro
y más frágil que una rosa.»
Proverbio turco
Hace unos cuantos años, la firma de abogados en la que trabajaba me mandó a negociar un contrato en Nueva York. Era la primera vez que visitaba la Gran Manzana y estaba excitado por la perspectiva de estar allí para cerrar un acuerdo de singular importancia tanto para nuestros clientes como nuestro despacho. Durante el vuelo casi no pude dormir por la presión que sentía. Era mucho lo que se esperaba de mí.
Al llegar, ya me sentí en el Paraíso: chauffeur con cartelito aguardando en el aeropuerto JFK, paseo en limousine hasta el hotel, habitación con vista al Central Park y otros detalles exquisitos. También me esperaba una parva de papeles para revisar con una elegante notita de bienvenida. Como había llegado un día antes y tenía algunas indicaciones de “lo que hay que hacer un domingo”, empecé por disfrutar de un coro cantando negro spirituals en Harlem; luego brunch en el Plaza y más tarde, leer el New York Times en Central Park, disfrutando de algunos espectáculos al aire libre. Después me fui a pasear por la Quinta Avenida. Aunque estaba fascinado, me volví temprano al hotel para releer los documentos. Al día siguiente, empezaba la batalla, sin prisioneros, sin cuartel. Me aguardaba la gloria o el escarnio.
Así las cosas, las negociaciones llevaron unos cuantos días. Fueron arduas pero pronto se orientaron al éxito. Me sentía capaz de haber podido defender al mismísimo Gordon Gekko, el de la película Wall Street. Los días se sucedieron, agotadores desde todo punto de vista, pero satisfactorios.
Sin embargo, tanta victoria laboral no obtenía su correlato en actividades nocturnas. Claro, eran años bravos, con el sheriff Giuliani recién ascendido a alcalde y con la “tolerancia cero” aún en ciernes. La cosa estaba pesada en serio y aventurarse, solo, por las noches, sin conocer y máxime, siendo un inexperto extranjero; era cuando menos garantía de volver averiado. Así que finalizadas las extenuantes jornadas, regresaba al hotel para descansar un poco y después me tenía que contentar con recorrer con muy poco tiempo hasta la hora de cierre las tiendas de departamentos más cercanas o caminar unas pocas cuadras por Broadway hasta Times Square y sus alrededores.
Sabido es que los gringos son muy corteses en el trato profesional pero no son muy afectos a trabar relación con los visitantes after office. Para peor, antes de salir de Buenos Aires había sido advertido con severidad sobre abstenerme de incurrir en la típica galantería argentina así como respecto de cualquier intento de confraternizar con las colegas locales, por ser considerado como una conducta sexista incorrecta desde todo punto de vista. Y dado mi, digamos, reconocida “vocación festiva” me amonestaron por anticipado para que no se me ocurriera intentar simpatizar con las asistentes y/o empleadas, tan en boga estaba el tema del acoso sexual, algo bien novedoso en estas pampas australes.
Como puede comprenderse, con tanta soledad, ya estaba empezando a inquietarme la ausencia de un poco de cariño. Con alguna mojigatería, lo admito, me puse a averiguar en el hotel el costo de rentar la asistencia de placeres mercenarios. En eso estaba, cuando aparece en el lobby un viejo amigo mío, afincado por allá hacía ya varios años, que había escuchado mi desesperado pedido de auxilio en su contestador. Destornillándose de la risa, me llevó a recorrer algunos lugares donde podía obtener un poco de diversión, sin peligrar la vida ni correr riesgo de contraer alguna porquería cuyo nombre científico rimara con muerte.
Fue fantástico. Me enseñó como moverme en la noche, qué lugares evitar, que transporte utilizar y qué sitios visitar. Al pasar por un pub cercano a la Washington Square me dijo: – ¿Che Harry, seguís dado a la investigación antropológica…? y sin esperar mi respuesta, completó – Entonces este tugurio te va a encantar.
Entramos y el antro era un paraíso multirracial, atestado de niñas estudiantes de la cercana NYU, con evidentes muestras de ser chicas amistosas. Así que como dos cancerberos liberados de sus bozales, nos mezclamos entre la multitud, yo al menos, con la intención de conseguir ligar algo que dejara a salvo la virilidad criolla y me evitara noviar con mi mano derecha.
Mi salvador, antes de que me diera cuenta, se agenció una nórdica de generosas formas y yo, la emprendí con una asiática, confiando en poder realizar mi fantasía de fornicarme a una muchacha de ojos rasgados. Pero aunque la hija de Oriente se mostraba receptiva, era claro que se sentía más atraída por el guitarrista de la banda de blues que había amenizado la velada.
Con la obcecación propia de la juventud, me había determinado a llevarme a esa china a la cama, acicateado por lo dificultoso de la empresa. El asedio iba rindiendo sus frutos, así que consideré que era el momento justo para eludir sus últimas defensas con una dosis extra de alcohol y me fui hasta la barra a pedir lo más fuerte que tuvieran. Cansado como estaba, aproveché un taburete libre mientras esperaba mis tragos.
Sin decir agua va, una beldad a mi lado me grita por encima del murmullo generalizado: -¡Hey, cuidado! ¡No me sigas tocando el culo con tu pierna!
Me quedé petrificado. No tenía noción de siquiera haberla rozado pero si la había tocado, fue antes producto de la multitud que por un acto deliberado.
Como pude me recompuse y molesto por semejantes modos, le gruñí con mi mejor acento de cow-boy: – Si yo te hubiera querido tocar el culo, la palabra “tócame” tendría un nuevo significado para tí… Y me fui hecho una furia, directo hacia mi presa oriental que, con indisimulable liviandad moral, estaba dejando que el guitarrista le “enseñara” a jugar al billar. Para ser sincero, tenía ganas de armar una pelea de aquellas y partirle un taco en la cabeza. En un instante consideré que la posibilidad de dejarme llevar por la ira podía acarrear que terminara en una prisión convertido en la novia de un Hell Angel, apodado Bull, así que intenté calmarme.
Para peor, la maleducada de la banqueta venía hacía mí con cara de pocos amigos. – Cartón lleno – pensé en el colmo de la furia – con ésta me las voy a cobrar.
Y antes de que pudiera decirme alguna buena puteada en inglés, la atajé con algo así como: – No te apures tanto, que hay que fijar cita previa con mi secretaria, y tengo tomado hasta fin de mes. – ¿Qué… cita para qué? -me contestó, un poco desubicada. – Para aprender el verdadero significado de la palabra “tócame”: ¿no venías acaso a eso?- le contesté con una pasmosa tranquilidad, mirándola fija a unos ojos que eran turquesas.
Puso cara de “no puedo creer lo que me estás diciendo”, amagó un pellizquito en mi brazo y ya con mejor cara, me preguntó sonriendo: – ¿De qué planeta saliste? Aquí nadie osaría hablarme así… – y me abanicó con sus largas pestañas. En instantes evalué mis diversos porvenires: a) regresar al asedio de mi asiática esquiva, b) emprenderla con esta diosa reencarnada que, brazos en jarras y fabulosos pechos en ristre, me miraba entre extrañada y divertida.
Como era de prever fui por mi nueva opción, decidido aún más al observar la forma en la que mi anterior prospecto se dejaba asaltar por el músico, que ya la abrazaba y le besuqueaba el cuello. Muerta la reina, viva la reina. Era tiempo de otra frase matadora: – Como veo que eres del tipo tímido, te voy a dar la primera lección gratis, porque… (pausa estratégica) quisiera creer que sólo tienes estas conductas con hombres irresistiblemente atractivos como yo, ¿no?
La sonrisa que me regaló, además de asegurarme de que entendió mi inglés, fue la confirmación de que estaba dispuesta a seguirme la corriente. Tanto, que tomó una de las copas que aún estaba en mis manos, brindó con la otra (- ¡por nosotros! – gritó pícara) y se la bebió de un trago. Después sin mediar palabra, me dio un furibundo beso, metiéndome la lengua hasta la garganta.
Se apartó y me miró entretenida al tiempo que desafiante. Me guiñó un ojo y me hizo señas que la siguiera hasta la zona de unos sillones al fondo del salón. Felicitándome por tan atinado cambio y como preso de un encantamiento, fui detrás de ella, ocasión que tuve para admirar su perfecto culo. Perfecto. Era como dos melones envueltos en una toalla mojada. Se adivinaba una braguita diminuta metida en su raja. Se dio vueltas para ver si la seguía, y entonces reparé en la belleza de sus facciones, apenas interrumpidas por una nariz que me pareció de una inadecuada exuberancia. También mi mirada se posó en el meneo de un par de descomunales tetas bajo su apretado jersey y me olvidé de cualquier preciosismo por las proporciones.
Nos apretujamos en un pequeño espacio que encontramos libre y entre beso y beso, me dijo que era de Turquía, que estaba estudiando vaya uno a saber qué de Humanidades, que era su último año, que tenía un novio allá y algún otro detalle que ni siquiera en aquel momento registré. Sus besos me quemaban y sin ningún reparo, sus manos expertas recorrían el contorno de la explosión de virilidad que pugnaba bajo mi pantalón. El contacto de sus senos contra mi pecho, el constatar las dimensiones de sus evidentes pezones endurecidos bajo la lana, la facilidad con la que pude meterle las zarpas para sobar esa increíble extensión de carne a vista y paciencia de los presentes, me tenían en un estado de alterado frenesí.
Me susurró al oído, con una lascivia que nunca jamás volví a escuchar en mi vida: – Sigamos en mi casa – y sin darme tiempo a decir ni mu, se paró y se dirigió hacia la puerta. Yo, a pesar de que estaba como un tren y que la hubiera poseído ahí mismo sobre la mesa de billar, advertí las gravosas consecuencias que para mi integridad podía acarrearme aceptar tan gentil convite. Lo más suave que me imaginé fue despertar dentro de una tina de baño, cubierto de hielo, con una reciente cicatriz en forma de medialuna en el vientre y una notita sobre el lavatorio que dijera: “Gracias por donarnos tu riñón”.
Pero como podrán imaginar, si a duras penas pude incorporarme y cubrir con mi cazadora la exuberancia del gentil calambre, las sirenas de advertencia fueron poco valladar para el deseo que me agarrotaba la vida. Salimos a la calle, y llamó un taxi que justo acertaba pasar por ahí. Mis temores se agigantaron por la que juzgué “oportuna” presencia del auto: ahora me imaginaba secuestrado por una banda de narcotraficantes de haschís, que me querían usar de camello y tal.
Casi me empujó dentro del taxi, se sentó a mi lado, masculló una dirección y prosiguió como si nada con el deliberado manoseo. Con razonada pericia, se las ingenió para dar libertad al delfín desquiciado y allí mismo (sí, en el asiento trasero) empezó a mamarme de manera exquisita; bajo la atenta mirada del chofer que fisgoneaba a través del espejito retrovisor. No me podía concentrar mucho, entre el creciente miedo, la socarrona mirada del hombre con turbante y lo repentino que me parecía todo. No sabía si entregarme o maldecir por dejarme llevar por esos labios candentes que, como si no hubiera mañana, se empeñaban en darme un placer indescriptible.
Como pude y en semejante estado de incomodidad, me las ingenié para meterle una mano por detrás y perderle un dedo en su culo. Todavía hoy creo recordar que gruñó de satisfacción. Con la otra mano, le acariciaba su larga cabellera. Cada tanto, la muy viciosa, levantaba la vista medio de costado y me preguntaba si me gustaba, mientras me masturbaba con destreza. A duras penas podía musitar un “me encanta”. Ella, sonriendo, después de oír mis resoplidos de aprobación, se la volvía a tragar con increíbles movimientos de lengua.
Consideré que si producto de mi calentura iba a perder un riñón o algo peor, no era menester avisarle que estaba próximo a acabar. No hizo falta, con inusitada violencia se consagró a chuparme cuidándose de prorrogar la eyaculación. Igual, no duré mucho más y me derramé en su boca, con gritos apenas contenidos y espasmos que me sacudían como si estuviera poseído.
Cuando abrí los ojos, me topé con la mirada del conductor, que me hizo un gesto de festivo asentimiento. Mi amiga me sonreía desde mi regazo, terminando de lamer todos los restos.
A medida que me iba calmando del impresionante momento vivido, me llamé a la realidad. Considerando mi situación, pensé “estoy frito” y un profundo temor se apoderó de mí. Y mientras la besaba, miraba por encima de su cuerpo tratando de identificar hacia donde íbamos. Al poco tiempo, llegamos a nuestro destino. Pagó, nos bajamos y me hizo entrar en una residencia del Upper East Side. Apenas cruzado el umbral, me preparé para recibir una inyección letal o un pañuelo con cloroformo o un garrotazo. Nada de eso sucedió. La muy perra empezó a subir la escalera, desvistiéndose y revoleando la ropa.
Para cuando la alcancé, ya estaba desnuda, estirada en toda tu magnificencia. Creo que balbuceé algo en torno la igualdad de condiciones, mientras me desvestía a toda prisa. Festejando el advenimiento de semejante polvo, empecé por besarla en el cuello y los hombros. Esos formidables pechos, con unas aureolas oscuras, muy oscuras y unos pezones que parecían monedas, eran un llamado a la voracidad y me los empecé a comer, a chupar, a morder, a pellizcar, a recorrer. La forma en la que suspiraba y gemía, me ponía loco. Un exquisito aroma a mujer se desprendía de su piel y me narcotizaba.
Seguí con mi lengua el camino que sus manos me marcaban, ansiosas, y con malsano placer, comprobé cómo se le erizaba la piel. Antes de zambullirme, me detuve un instante a admirarla: estaba rasurada casi en su totalidad. Tenía unos labios carnosos, rotundos, festoneados como una flor palpitante. Con un sincrónico movimiento, abrió aún más sus piernas, regalándome una visión beatífica. Fui por ella. Aspiré una bocanada de aterciopelado aroma a selva encendida. Con suma delicadeza, comencé a rozar apenas sus ennegrecidos labios. La recorrió un estremecimiento y levantó más las caderas, no pudiendo tolerar la suavidad de la caricia.
A contra pelo, hice correr mi dedo medio, abriendo ese cofre de los deseos, para develar una redonda perla rosada, que me hizo tragar saliva. Apenas si la froté con el pulgar, casi como despertándola. Su carne brillaba, bañada por sus jugos generosos. Empecé a lamerla, con movimientos rítmicos, alternados con morosos desplazamientos hacia arriba y hacia abajo, en toda su extensión. Con pericia, la llevé a su primer orgasmo, mientras maldecía o invocaba a sus dioses en una forma incomprensible.
Dispuesto a darme un festín, comencé a trabajarla con los dedos, cuando de repente me gritó: ¡No! y me apartó con brusquedad, sentándose en la cama, al tiempo que se cubría con una almohada. – ¡Ay, Dios querido!- pensé – ¿y ahora a esta loca qué bicho le picó? Entre sollozos, comenzó a explicarme que estaba de novia allá en su patria, y que conforme su religión, debía preservarse para su futuro esposo y que por lo tanto, yo debía respetarla.
– Ah, era sólo esto – me dije aliviado – ésta cada vez que le pone los cuernos a su novio debe montar una escenita así para dejar a salvo su conciencia-. Y me puse a consolarla, diciendo que entendía sus reservas religiosas, que la distancia y la ausencia no eran buenas consejeras y blablablaba y más blablablaba, mientras le acariciaba el pelo y le sobaba una vez más los pechos, que a pesar del llanto respondieron solícitos.
– No me entendiste – me dijo abrumada – soy virgen y debo permanecer virgen hasta el matrimonio, así que no podemos…
Otra vez se me presentaron todas mis pesadillas y pensé que estaba haciendo tiempo, para que llegaran los otros miembros de la pandilla para maniatarme y vaya a saber que más. Me pasó la mano por la cara y me dijo: ¡Eres tan lindo! mientras se enjuagaba las lágrimas, con señas de dar por terminada toda posible actividad ecuestre. Yo no sabía si atontarla con el reloj despertador y sodomizarla ahí mismo; o volver al hotel para suicidarme decentemente.
Quizás advirtiendo el tono de asesino serial que iba tomando mi mirada, me hizo jurar por todas mis creencias religiosas que no iba a intentar forzarla ni que me iba a quedar a dormir, alentándome a que si cumplía con tales premisas, podíamos ser un poco – dijo enarcando las cejas – “creativos…”. Yo con tal de que al menos me hiciera acabar otra vez con una mamada como la del auto, era capaz de prometerle que me convertía al budismo o que iba a ser la madre de mis hijos. Como premio a tan sincero juramento, siguió con su mano rumbo a los dominios de mi amiguito, y en un santiamén lo puso otra vez como una fiera enardecida. Como la chica sabía muy bien lo que hacía, la dejé que se entretuviera mientras, ya resignado, pensé en el pobre estúpido, allá en Turquía, menuda sorpresita se iba a llevar con su esposa virgen (o menuda alegría, ¿no?).
Ahora el que estaba sentado contra el respaldar era yo, y ella me trabajaba con su boca golosa arrodillada entre mis piernas. Había en la habitación un dressoir con un amplio espejo, donde me entretenía mirando cómo movía la espalda mientras me la chupaba y admiraba ese culo merecedor de cinco estrellas en la Guide Michelin de restaurantes.
Se apartó un momento y siguió la dirección de mi vista. Se miró a sí misma, con gesto de morbosa aprobación, la columna quebrada con desmesura, el culo hacia fuera. Una postal porno.
– ¿Te gusta lo que ves? -me preguntó con un tonito especial.
– Sí, sí, me encanta, seguí, no te detengas… – casi le rogué.
– ¿Pero te gusta de verdad? – insistió.
– Si, sí, es fabuloso, es el más lindo que haya visto en mi vida – le mentí (pero no mucho).
– ¿Pero te gusta de verdad, tanto… como para hacérmelo?
La ansiedad porque dejara de hablar y siguiera chupándomela se convirtió en un frío que me corrió por todo el cuerpo: la sola idea hizo que mi miembro se pusiera como una pequeña pieza de mármol. Me empujó, se acomodó en cuatro patas y me guió hasta que me puse a la altura del ojo de su culo. Una belleza. Una delicadeza. Esas caderas, esas nalgas redondas, enmarcando tanta magnificencia.
-Sé gentil – musitó- y soy toda tuya. – Háblame, dime cosas en español -me pidió, mientras se ponía una almohada bajo el vientre y se abandonaba a mi arbitrio, todavía un poco tensa.
Podría haberle dicho cualquier barbaridad pero me salieron palabras tiernas y sentidas cuando me mojé con saliva y empecé a trabajarla con el dedo pulgar, describiendo el contorno, haciendo una suave presión para que se fuera acostumbrando a la caricia. Con la otra mano, le recorría la espalda y las nalgas, arrancándole suspiros.
Mientras continuaba haciendo cada vez más profunda la presión, la miraba extasiado. Era perfecta. Ese culo de confitería. Esas piernas. Esos labios todavía brillantes por sus propios jugos. Y esa finísima película de piel, semitransparente, blanca, que cubría el ingreso a su vagina y que denunciaba la patente existencia de su virtud. Para mi sorpresa, era virgen en serio. Estuve tan tentado de desflorarla ahí mismo, que para sacarme la idea de la cabeza, le metí dos dedos en su cerrado culito.
La sentí tomar aire a bocanadas. Cuando mis dedos llegaron hasta la segunda falange, la muy perra, sacó el trasero para afuera, para que la penetrara aún más. Me dolían los testículos como si me fueran a explotar. Consideré que era suficiente como para empezar a abrir el camino con mi propia herramienta.
Apenas si le apoyé la roma extremidad y empecé a jugar, como si fuera otro dedo, sosteniendo mi espada por la base. Cada vez iba un poquito más adentro, sintiendo como su carne se iba acostumbrando al hierro candente que la hería con gozo. ¡Cómo gritaba esa chica! Alcancé a penetrarla un poco más y los gritos que eran de placer se convirtieron en genuino dolor e intentó apartarse. Para entonces estaba dispuesto a violarla y que me vinieran a buscar con el cónsul, así que si bien reduje la presión, me quedé bien dentro de ella tal como estaba, respirando a bocanadas para no eyacular ahí mismo.
Me pidió que modificáramos la posición, porque le dolía mucho. Se bajó de la cama y se fue hacia un sofá individual que había al lado de la cama.
– Si a esta le duele así – pensé – en cuatro patas sobre el sillón le voy a partir. A menos que quiera sentarse sobre mí – opción que en este caso no me parecía interesante, pues yo quería verla mientras la acometía por tal sublime puerta.
Sin embargo, contra todo pronóstico y experiencia previa (al menos mía), se sentó sobre el respaldar del sillón, las pies apoyados en el asiento, y el trasero sobresaliendo por detrás. Se miró en el espejo y corroboró que estaba en la posición correcta. Me situé detrás, mi mastín enardecido clamando por satisfacción.
De forma increíble, quedaba justo a la altura del ojo de su culo, abierto por efecto de la posición. Para darme mejor ángulo de ingreso, se había tomado ambas nalgas con las manos, dilatando aún más la entrada ya lubricada por mi trabajo previo. Ya sin mucha contemplación, la apoyé, encontré el camino franco y la ensarté sin más paciencia, de un solo golpe. La violencia de la embestida casi la tira al piso y sentí que la penetraba hasta la garganta. Soltó como un bramido de animal. Se tomó hacia atrás de mis manos, y balanceándose sobre el respaldo, empezó a acompañar mis movimientos, cada vez más profundos, más enloquecidos, más violentos, con el rebotar de su cuerpo contra el respaldar. Me atenazó las manos, la sentí tensarse, balbucear cosas que no podía entender y explotar sin reparos, ahogándose bañada en sudor por el placer que sentía. Los espasmos de su esfínter me oprimían la carne, aprisionándome para que no me escapara en el momento cumbre. Empecé a eyacular, con una fuerza excepcional, todo el peso de mi cuerpo doblándola en dos hacia delante, mientras se sostenía de mis manos.
Estaba tan agarrotado, que me costó sacarla, violácea por el esfuerzo de abrirse paso en esa voraz carne estrecha. La ayudé a bajarse del sillón y hasta creí ver que caminaba con alguna dificultad, agravando mi vanidad viril de saber la forma en la que la había satisfecho. Se despatarró en la cama y la muy viciosa comenzó a recoger el fruto de mi virilidad que le rebalsaba y se la frotaba en los pezones y la saboreaba con la boca y la lengua. Se lamió los dedos hasta que no quedó resto de semen y me ofreció sus pechos, para terminar lo que allí había, bebiéndolo de mi boca.
Nos quedamos jugueteando otro rato, recuperando el aliento. Me empecé a dormir, agotado por el esfuerzo. Pero no me dejó y sin más, me echó, so pretexto de que si me quedaba a dormir, estaría quebrando mi juramento. Fue hasta la cartera, me anotó su número en el reverso de un ticket y me despidió sin muchas contemplaciones, invitándome a que la llamara la noche siguiente.
Como corresponde, el número era de una tintorería. En vano la busqué noche tras noche en el bar donde nos conocimos. Deambulé por las calles cercanas. Tengo que admitir que fui hasta su casa, siempre a oscuras.
Las noches que no la encontré, las pasé con la china, que resultó un verdadero fiasco. Completé mis días en Nueva York, coronando las negociaciones con un rotundo éxito y mereciendo un bonus que me permitió comprar mi primer departamento propio.
Volví a Buenos Aires, cargado de gloria. Extrañamente, con un recuerdo entre melancólico y amargo. Durante un tiempo, tuve la fantasía de rastrearla con los datos de la tarjeta de crédito que figuraban en el recibo.
Después, después, me fue trabajando el olvido.