Manuel Cortés Blanco
Ilustración de Raquel Ordónez Lanza
Cuentan los que lo vieron –yo no estuve allí pero me lo dijeron- que en un país muy lejano había una vez un rey que estaba obsesionado con el color. De manera que cada día, nada más levantarse, indicaba a su primer ministro cómo quería que fuesen las cosas:
-Hoy mi reino será azul –ordenó un lunes.
Y de inmediato sus súbditos coloreaban los paisajes con tales tonalidades. De modo que salvo el cielo, el lago o los collares de lapislázuli, todo se camuflaba bajo una capa con tal tintura.
-Hoy mi reino será verde –sugirió aquel martes.
Y sin apenas descanso, sus habitantes sacaban los toldos, la ropa, las alfombras y los decorados –a cual más verde- con los que diseñaban un paisaje tan bien disimulado que incluso la hierba pasaba inadvertida.
-Hoy mi reino será amarillo –propuso ese miércoles.
Y todas las cosas, salvo el sol, asumían que las iban a pintar.
Aquella actitud caprichosa suponía un gran derroche de medios. Hasta bien entrada la mañana, ninguno terminaba tal faena y nadie disponía de tiempo para sí. Luego, ineludiblemente, había que cumplir con la rutina de cada jornada: arar los campos, ordeñar las vacas, hacer los deberes, componer una canción.
Cierto día un mago propuso al primer ministro que le pusieran al monarca unas gafas de cristales cambiantes con las que vería el mundo del color que deseara. Ante la posibilidad de que se negase, decidieron colocárselas de manera disimulada.
-Hoy mi reino será rojo –gritó el jueves.
Y en efecto, con aquellas lentes de cristales colorados, todo era así: a cual más rojo.
Pero el rey no tardó en darse cuenta y la iniciativa apenas duró unas horas.
-Hoy mi reino será naranja –anunció el viernes.
-Y hoy violeta oscuro –sentenció el sábado.
Sin embargo, al día siguiente diluvió. Aquel domingo llovió a mares, como nunca antes había llovido… Y en tales condiciones, a pesar del esfuerzo de los habitantes de su reino, la pintura rosa que había escogido no prendía por el efecto del agua.
-Su majestad tendrá un ataque de ira cuando vea las cosas tal y como son –pensó el primer ministro, quien trató incluso de disuadirle para que no se acercara a la ventana.
Mas el rey acabó asomándose. Mientras lo hacía paró de llover, al tiempo que surgió en el cielo un sol amarillo espectacular. La hierba mostraba su verde más frondoso, y las nubes aquellos azules tan llamativos. A lo lejos, la montaña se apreciaba majestuosa, con un marrón propio de los mejores lienzos. En la cercanía, sus súbditos vestían trajes de mil colores que daban a la escena un encanto sin igual. Y lo mejor llegó cuando asomó el arcoíris. ¡Único, mágico, de ensueño! El monarca no salía de su asombro.
-¡Qué bellas son las cosas en su estado original! –pensó en voz alta, ante el alivio de sus ministros-. No es necesario pintarlas.
Y cuentan los cronistas que desde ese domingo en que descubrió la hermosura de la Naturaleza, abandonó su obsesión por los paisajes de un solo color. Desde esa mañana, se derogó cualquier ley que impidiera que los objetos fueran tal y como son. Desde esa jornada, mil tonalidades le sorprenden gratamente con el alba. Y también desde ese día, los habitantes del reino dedican su tiempo de ocio a un objetivo que debiera convertirse en norma de vida: procurar ser más felices.
Entra por el sano y sale por el roto, el que quiera que venga y te cuente otro.
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Cuento incluido en el libro “Nanas para un Principito” (M.A.R. Editor)