El retorno de la crisálida (XXXV): «Escarmiento»

Pablo Martínez Burkett

Luana III

«Luego le cortaron la cabeza, y del cuello seccionado brotó un chorro de sangre» Sheridan Le Fanu

Los guardias apostados en la puerta no advirtieron que en esa muchedumbre aleteaba la muerte. Mucho menos que como ellos, tendría ojos rasgados y piel amarilla. Unos pocos chinos recién convertidos se apostaron frente a la reja principal entre risotadas y chistes obscenos. Cuando con indolencia la seguridad salió a dispersarlos, se dieron un festín. Mientras tanto, dentro de los jardines pasaba otro tanto. Todos los cerrojos y sistemas de seguridad fueron removidos uno a uno y pronto los defensores se vieron desbordados por el numeroso contingente de vampiros. Gente eficiente estos chinos: pilas de cuerpos desangrados jalonaban su paso. En no más de cinco minutos habíamos irrumpido en la mansión del Dr. Hsiao Mi.

El Dr. Hsiao Mi era un químico extraordinario, un profesor varias veces galardonado con premios internacionales, autor de libros imprescindibles en materia de genética avanzada. ¿Su especialidad? La réplica de ADN artificial. Tras el holocausto ambiental, la mayoría de los seres vivos se habían extinguido. La supervivencia de la humanidad dependía de la urgente restauración del equilibrio. En todas partes del mundo se trabajaba para sintetizar las cadenas biológicas. El Dr. Hsiao Mi era el más exitoso y más efectivo. De hecho, los animales arrasados por Ikito y su horda salvaje en el Genetic Research Institute eran fruto de su investigación. Pero también el Dr. Hsiao Mi era el verdadero cerebro detrás de las granadas, con cápsulas pegajosas, cargadas con cera artificial y polvo de raíz de artemisa. Mientras el malogrado y no menos falso Dr. Wong distraía a la Pequeña con infinitas postergaciones y despistes, el afamado genetista conseguía el elemento aglutinante capaz de alterar por efecto de la moxibustión, la circulación de la energía vital y convertir a los vampiros en tea ardiente. Huàn yǔ wūshī, el jefe de las Tríadas, lo había atraído a la senda del crimen mediante fortunas incalculables. La mansión-fortaleza que ahora Luana ponía bajo sitio era uno de los tantos beneficios que había obtenido al vender sus conocimientos al crimen organizado.

Después de la matanza sistemática sólo quedaban el Dr. Hsiao Mi, su esposa, la gimnasta olímpica Chiao Mei, y su hija de pocos años, la asustada Yen. A su alrededor, en un arco cerrado, los serviles chinos con las fauces ensangrentadas. Luana se abrió paso. Detrás de ella pasamos Ikito y yo. Con palabra amable pero firme le hizo saber el propósito de nuestra visita: 1. Obtener el antídoto para las bombas de moxibustión; 2. Identificar el laboratorio y 3. Dar un escarmiento.

Probablemente el doctor ya haya estado en conocimiento de este último objetivo porque estaba arrodillado, con los brazos por detrás y atado por los codos. Declaró que no existía antídoto y que desconocía la locación de la fábrica. Después, trató de negociar la vida de su esposa e hijita, que se abrazaban ateridas en un rincón. Luana pareció acceder. Se acercó a ambas mujeres, les tendió la mano. Pero repentinamente algo cambio y arrastró de los pelos a la deportista. La niñita empezó a llorar gritando. La desdichada chillaba también. El científico gritaba, lloraba, amenazaba, maldecía, imploraba. Luana situó a la mujer frente a su esposo. El movimiento fue brutal como inesperado: la tomó por la cabeza y le hundió los dedos en los ojos hasta hacerle estallar el cerebro. La dejó caer como un muñeco de trapo. Con el ceño aún fruncido por el esfuerzo ordenó con la mirada a los chinos, que no dejaron una gota de sangre en el guiñapo humano. El Dr. Hsiao Mi echaba espuma por la boca. La diminuta Yen había entrado en un estado catatónico. Nunca hasta ahora me había visto precisado a considerar mi posición frente a la tortura. La dinámica de los hechos no me dio tiempo para seguir pensando.

Los esbirros tomaron las extremidades del Dr. Hsiao Mi y con sistemática saña le clavaron bajo las uñas unas astillas de bambú previamente sumergidas en agua. Si el dolor de por sí tiene que ser intolerable, a medida que se hinchaban se torna algo imposible. El doctor se orinó en los pantalones y un vagido le hacía globitos de espuma en la boca. Se desmayó. Pronto lo despertaron de mala manera.

Cuando fue capaz de entender, Luana le anunció que toda la generosidad que podía esperar de ella ya se había agotado con la muerte de su esposa, rápida y casi, enfatizó el casi, sin dolor. Que le había hecho experimentar las delicias del suplicio inventado por sus ancestros para que supiera en carne propia lo que iba a sufrir su hija. El Dr. Hsiao Mi alcanzó a enfocar a su pequeña, todavía rígida y absorta de espectáculo tan aterrador. Comprendió que su mejor escenario era aspirar a una muerte más o menos incruenta para ambos. Se lo dijo a Luana. A mi vera, Ikito hizo que no con la cabeza.

Luana le volvió a hacer las preguntas. Esta vez obtuvo respuestas. Efectivamente las granadas de moxibustión no tenían antídoto. Una vez desatado el desbalance de la energía vital los vampiros alcanzados por el polvillo pegajoso se convertían en una bola de fuego. La fábrica, así la llamó, estaba en medio del Barrio Chino custodiada por la elite de la mafia china y los mejores elementos de la División Roja de la New Scotland Yard. El recuerdo del DCI Nakasawa enfureció aún más a Ikito que le musitó algo al oído a Luana. Si algo conozco a la Pequeña, debe haber reclamado para sí la matanza final. Luana volvió a ordenar con la mirada a las Criaturas de la Noche recién estrenadas. Con efectividad de hormigas, empezaron a vaciar la estancia hasta dejarla sin muebles. Ni un papel en el piso quedó.

El Dr. Hsiao Mi respiraba con dificultad mientras contemplaba atónito el vaciamiento. Ikito se acercó a la niña. Hizo un giro vertiginoso sobre sí misma, el brazo derecho extendido, lo mismo que el dedo meñique. Con macabra precisión, la uña afilada le había seccionado el cuello a la indefensa Yen. El tajo era profundo, como para que brotara sangre, pero insuficiente para provocar una muerte inmediata. La niña recobró el sentido, abrió grande los ojos, la boca se le crispó en un grito silencioso y después se llevó las manos a la garganta, que se le tiñeron de rojo. Luana se aproximó al desahuciado padre que se preparó para recibir la muerte como una bendición. La más excelsa de los Hijos del Sol Negro lo mordió con fuerza. Se hartó con la sangre. Pero no lo mató sino que lo convirtió. Bien sé yo de la voracidad homicida que se apodera de un recién convertido.

Para eso los chinos sacaron todo de la habitación. Para que no intentara suicidarse. Nos fuimos y los dejamos encerrados, a los dos, padre e hija. Pronto el más fatal de los escarmientos se habrá consumado. Un par de secuaces con una estaca finiquitarían el asunto.

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