Sergio Coello
En este infecto vagón de metro -donde el aire huele a podrido, a carne de cañón y soledad- viajamos a esta incierta hora de la noche trece personas: una muñeca casi rota que parece llevar el útero lleno de espermas heterogéneos y los brazos salpicados de estrellitas negras; tres árabes de pelo endrino, rizado y piojoso a la búsqueda de otra vida que no sea la suya; dos secretarias sin edad con la cabeza vacía de memoria porque han dejado el pendrive encima del piano; un pedigüeño que se ha meado en todos los rincones sentimentales del idioma; dos zombis vegetarianos que enseñan a las mujeres maduras el viejo truco del deseo tardío; una anciana de polivinilo llena de collares perlados de Ceilán con los que se ahorcará mañana y, finalmente, tres seres inertes, quizá poetas, que vienen de tocar la trompeta en Jericó o de robar una rosa en el matadero.