Fernando Morote
—Soy una persona altamente sugestionable. Cada vez que me cruzo en la calle con ella, oro por su bienestar.
—Cuando una mujer te inspira ternura lo que quieres de verdad, en el fondo de tu corazón, es acostarte con ella, ¿no es así?
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Lo despertó el feroz estornudo de su obeso compañero de asiento, y el penetrante olor a harina de pescado le avisó que había llegado a Chimbote. Culminado el trámite de registro, un empleado del hotel lo ayudó a llevar su equipaje a la habitación.
—Que tenga buena estadía en nuestra ciudad, señor.
Judas le ofreció una propina y cerró la puerta. Segundos después alguien tocó.
—¡Jabón! —una voz femenina afuera.
Judas afinó el oído.
—¿Perdón?
—¿Desea jabón, señor? —repitió la mujer desde afuera.
Judas sonrió.
—¿Cómo son tus jabones?
—¿Puedo pasar para mostrárselos?
Una muchacha regordeta de aspecto nativo, dibujando un gajo de mandarina en su sonrisa, portaba un pequeño neceser de color rojo en una mano y una toalla blanca perfectamente doblada en la otra.
—Adelante —dijo Judas.
La muchacha avanzó hasta la cama y esparció sobre ella los jabones.
—¡Vaya! —exclamó Judas— Estás bien surtida.
—¿Cuál le gusta, señor?
—Mmm…no sé.
—¿Puedo sugerirle alguno?
—El que quieras.
—¿Por qué tan serio, señor?
Judas se puso inquieto.
—Relájese.
—Estoy relajado —aseguró Judas.
La muchacha le soltó la hebilla de la correa.
—¿Muy largo el viaje?
—Siete horas, más o menos.
Al suave masaje que la muchacha practicó sobre su abdomen, Judas sintió su miembro endurecido ipso facto.
—¿Vienes de paseo? —lo tuteó esta vez.
—Por trabajo.
El calzoncillo de Judas cayó al piso. Su pene había crecido como un grueso árbol rodeado de abundante vegetación. Con gestos comunes, carentes de sensualidad, la muchacha trepó desnuda a la cama y se colocó de costado. En esa posición Judas enfrentaba siempre problemas, así que disimuladamente la fue empujando hasta darle vuelta y echarla de espaldas. Adentro encontró todo tan húmedo que se vino en banda.
—¿Qué pasó? —preguntó la muchacha, con voz de pena.
Judas se rascó la cabeza mientras un río de sudor le bañaba las orejas.
—Caray —dijo la muchacha— Pensé que iba a ser un polvo más rico.
—Vengo muy cansado. Si regresas por la noche…
—No creo que pueda.
—¿Por qué?
—Trabajo en otro sitio.
—No hay problema. Cuánto te debo.
—Veinte soles.
Mientras sacaba los billetes, Judas pudo recién apreciar a la chica en su real dimensión. Sin duda en otro tiempo habría sido una de las sirvientas de su casa.
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