Fernando Morote
—El pudor de las mujeres es hipócrita. Y nadie más indicado para afirmarlo que el mar. Lejos de él, las mujeres se ruborizan si el destino levanta sus faldas y divulga el color de sus calzones. Cerca de él, en cambio, no tienen reparo en desprenderse de sus trapos para liberar su anatomía, obligadamente cautiva. No les importa descubrir sus rollos grasientos, o sus arrugados pellejos, ni que las miradas obscenas de los hombres gentiles se claven con descaro en sus hermosos cuerpos. No les importa, si el mar está cerca.
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Judas destapó otra cerveza y buscó algo para leer. Sólo encontró periódicos viejos y una revista de herramientas hidráulicas. Se concentró en los avisos clasificados. No alcanzaba a concebir cómo el Flaco Nito, con esa apariencia enclenque que se manejaba, podía levantarse hembras tan buenas. Ésta era la más bonita y exuberante pelirroja que se paraba en la esquina de Canopus y Benavides. Sobresalía de lejos entre las demás. Se llamaba Tatiana. Era simplemente fantástica. Y le gustaban las drogas. Así funcionaba mejor, decía. No le molestaba que acudieran a ella en busca de auxilio durante la madrugada. Se habían hecho amigos desde aquella primera noche en que la treparon al auto y el Flaco Nito la hizo gritar en el asiento de atrás.
Judas tenía sus reservas. Cada vez que le besaba el pecho no podía evitar estremecerse un poco. Pero cuando le agarraba las nalgas se olvidaba de todo y hasta la besaba en la boca con tenacidad. No encontraba mejor forma de esperar su turno que horneando otro pastel. Empezó a toser cuando el cuarto se impregnó de un humo denso. Por un hoyo de la raída tela que servía de cortina, vio la cabeza de Tatiana rebotando contra el catre de campaña. Al rato la pelirroja comenzó a aullar con el mismo dramatismo que una mujer pariendo. Toda maltrecha, se sujetaba con ambas manos para soportar la presión que el Flaco Nito ejercía sobre ella. ¡Qué piernas tenía! No se había quitado los tacos.
A su debido momento, siguiendo el orden establecido, Judas se sentó a su lado, le acarició la espalda y empezó a besarle el cuello. Lo sacudió una aspereza irritante al rozarle el cachete.
Como efecto inmediato, experimentó una caía en picada de su miembro viril.
—¿Qué pasa, Judas? —preguntó el Flaco Nito, desde el otro lado— No escucho que haya acción allá adentro.
—Es por demás —contestó Tatiana.
Judas no hallaba la manera de sentirse cómodo. El desorden y el mal olor del lugar lo enfermaban. Esperaba que amaneciera cuanto antes para largarse de allí. A las siete de la mañana, con la luz del día y el frío calándole los huesos, Tatiana despertó agitada.
—Espérenme afuera, chicos. Tengo que cambiarme.
—Creo que vamos a tener que irnos caminando —renegó Judas.
—No te preocupes —dijo el Flaco Nito, resistiéndose a dar por concluida la velada—. Esta huevona tiene plata. De aquí nos vamos al Tobara.
—¿A esta hora?
—El Tobara nunca para.
En ese instante cruzó la puerta del cuarto un chico de pelo corto con la barba sin rasurar, polo ceñido y blue jean con flecos en la basta. Atravesado al pecho, llevaba un abultado bolso de lona.
—¿Listo? —preguntó el Flaco Nito.
—Listo —contestó Tatiana.
Al verla por primera vez sin su disfraz de medianoche, Judas sintió un retortijón en las tripas.
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