Fernando Morote
—No descarto la posibilidad de que mi mujer me despida un día con una patada en el culo.
—Los errores cumplen una función pedagógica. El sexo es un fruto de la naturaleza que debemos respetar.
—No tolero la injusticia, hermano.
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Judas no soportaba la presión de verse invadido por seres extraños que traían a la playa costumbres deplorables y desastrosos cuerpos, capaces de desalentar cualquier sicalíptica intención. Lo que apresuró su decisión fue la descarada rascada de vagina a tres dedos que esa chola flaca, seguramente doméstica de casa rica, perpetró ante sus ojos justo al mediodía.
Todo el mundo se paraba a tirar dedo en la curva de Los Pavos. Nadie de su edad quería calcinarse el cerebro subiendo a pie la Quebrada de Armendáriz. Familias enteras, espantadas por el populacho dominical, cargando sombrillas y canastas, además de toallas y otros artículos playeros, iniciaban la penosa caminata cuesta arriba. Los buses de servicio especial se demoraban una eternidad en venir, y cuando finalmente lo hacían llegaban hacinados de gente sudada apestando a pescado que, como recurso de supervivencia, sacaba la cabeza por las ventanas. Los autos particulares circulaban a gran velocidad. Ninguno parecía interesado en pegar un amistoso aventón a los tristes peatones. Ni siquiera a las deliciosas criaturas que a pocos metros de él exhibían mágicas estructuras bajo diminutas tangas.
Contradiciendo sus cálculos, sobreparó una camioneta pick up llena de guapos muchachos que venían de correr olas en La Herradura, trayendo sus tablas hawaianas en la tolva. Una bronceada y velluda mano abrió con gentileza la puerta de atrás. Las chicas corrieron de felicidad. Pero cuando estaban listas para subir, los surfers arrancaron, hicieron adiós con las palmas y soltaron una obscenidad antes de perderse a carcajadas en el horizonte del circuito de playas.
Judas rió a solas, recordando lo que su mamá le había dicho una mañana, cuando era niño, tratando de consolarlo para que no sufriera por anticipado el dolor de subir caminando la Bajada de los Baños:
—No te preocupes, hijito. Bajamos a pie y subimos a pata.
En ese momento un viejo auto plomo, ¿qué marca sería?, ¿Ford? ¿Chevrolet?, nunca podía reconocerlos, un modelo de los que sólo se usaban para hacer colectivo en la avenida Arequipa, se detuvo al lado de las chicas. Éstas se acercaron con cierta duda a la ventanilla. De todos modos una cortesía a esa hora imposible del día no se podía despreciar a nadie. Pero, no bien hicieron contacto, salieron despedidas como si hubieran chocado mojadas contra una cerca eléctrica. Lanzando un estremecedor grito de espanto, se alejaron con la misma velocidad que los antílopes cuando divisan la presencia del leopardo. El automóvil quedó detenido un instante. Alrededor de él se armó un pequeño revuelo. Uno de los transeúntes mencionó algo de llamar a la policía. El vehículo empezó a retroceder lentamente. La gente huía en estampida. Judas decidió asomarse. Quién sabía si por avezado podría conseguir que lo jalaran hasta arriba. En el momento que adelantó su cuerpo hacia la portezuela tuvo que apartarse rápidamente. Un segundo más tarde hubiera sido atropellado sin piedad. El chofer aceleró en retroceso tratando desesperadamente de alcanzar a las chicas que, despavoridas, ahora trepaban el cerro con la agilidad de expertos escaladores de montaña. Judas advirtió en los ojos del tipo un semblante diabólico: enajenado, desnudo de pies a cabeza, el pene brutalmente erecto, los testículos inflamados, rodeados de un frondoso bosque negro, puso primera haciendo crujir la caja de cambios y desapareció a 80 kilómetros por hora.
Judas sufrió un colapso. A embargo de lo violento y vulgar, todo el camino de vuelta a casa no pudo apartar de su retina la imagen de ese falo inmenso y robusto, bellamente erguido. Un hongo perfecto de polvo y polución, idéntico al de una explosión nuclear. En una inusual tina de agua caliente, tomada con el afán de relajar su espíritu, se masturbó varias veces pensando en él. Deseando que fuera suyo.
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