Pablo Martinez Burkett
Sheridan Le Fanu
Su madre la vio llegar y lo supo. No tanto por los manchones en la bata verde ni los cabellos desmadejados. Menos por la boca embadurnada. Fueron los ojos, los ojos de Luana. Había culpa, había desafío. Había una desaforada lujuria de poder.
Desde algún lado, sintió alivio. La impensada muerte que anidaba en sus riñones era una liberación pero también una inquietud. ¿Qué sería de Luana? Temía menos a la última oscuridad que a la orfandad de su niña. El progresivo envenenamiento del cuerpo la tenía al borde de la extenuación y ya no era capaz de razonar con claridad. ¿Cuántos años habrán pasado? Bastante más de cien y sin embargo, atrapada en la perennidad de los 18 años, su hija era la misma chiquilina contestataria que tiraba piedras al ejército de ocupación. Así la conoció. Época ardua si las hubo.
Un inesperado acuífero bajo la meseta transilvana desató la III Guerra de los Elementos. Apremiados por escurrir hasta la última gota, una legión de barrenos se ensañaba en la ladera de los Cárpatos. La indolencia, la falta de previsión o la urgencia se confabularon para que un operario horadara el techo de una caverna que no figuraba en los relevamientos satelitales. Miles de hermanos habían buscado refugio subterráneo para no sufrir el destino del oso pardo, el lobo y otros animales igualmente extinguidos. Tras recobrar el sentido, muchos se precipitaron a la superficie. El sol no se hizo rogar. Los más aguardaron la noche.
El mundo que los recibió ya no era el mismo. La superpoblación era un problema que no podían doblegar ni las masivas esterilizaciones ni los conflictos armados. La ingeniería genética había alcanzado un estado cercano a la perfección. No sólo era infrecuente sufrir alguna enfermedad, además, la industria farmacéutica se las ingenió para obtener la rápida aprobación de un tratado internacional que, bajo ciertas condiciones, permitía la clonación de personas para disponer de sus órganos. El procedimiento se hizo popular entre las minorías que podían afrontar el gasto. Para los desposeídos quedó el tráfico de órganos, que era controlado por la mafia china. Todos querían ser inmortales.
También estaba la lluvia ácida, la más feliz paradoja: una población sedienta obligada a sufrir constantes aguaceros que conservaban toda su ponzoña pese a los esfuerzos de tratamiento y purificación. Para peor, los sustitutivos artificiales del agua no eran del todo eficaces.
Tras el colapso de la caverna, los sobrevivientes se volcaron sobre la ciudad de Braşov. Se desató otra guerra. En una calle, la futura madre se topó con Luana. Vibrante, solemne, gritaba consignas contra las tropas de la Coalición que cercaban la Piaţa Sfatului, la plaza del Ayuntamiento. La observó largo rato, disimulada en la sombra de un árbol. Era su primera cacería en mucho, mucho tiempo. El ansia le retorcía las entrañas pero quiso disfrutar del grávido andar de su presa. No podía calcular la edad, pero sus latidos adolescentes eran una tortura. Tanto más cuando sin advertir la acechanza, la chica se acercó al árbol con el afán de encontrar algo para arrojar a los invasores. La cercanía fue insoportable y la mujer abandonó su refugio. No tenía deseos de convertirla. A lo sumo, quedaría para ghoul. Pero poco antes de hincarle los colmillos, algo en sus ojos le hizo cambiar de parecer. Había culpa, había desafío. Había una desaforada lujuria de poder. Desde entonces están juntas como madre e hija.
Mi pensar se impresiona con la intelIgencia expresada de esta forma