por Carmen Matutes
Nada colgaba de las paredes, blancas excepto por las marcas antiguas que habrían dejado unos clavos, quizá algún Cristo o la foto de un general. La pizarra era blanca también —nada que ver con los encerados polvorientos del siglo pasado—. Desde una rancia tarima la profesora arengaba a los estudiante con un compás que sonaba sedante por lo familiar; resultaba irrelevante que lo pespuntara una letra con pretensiones de ritmo moderno —post-post-moderno, mejor—. Trataba la trama y su ausencia, el héroe y su muerte, con una potestad guerrera; no escatimó armamento ninguno al blindar sus endiosadas crítica y ficción, su crítica-ficción ante todo: un autor inexistente, una cita inventada, alguna que otra mentira… Concluía casi su desafío a la autoridad, cuando el chico sentado en la tercera fila, junto al pasillo, se echó el pelo rubio hacia atrás, se puso en pie y sacó de su mochila un objeto brillante. Esparciendo a ráfagas la luz que entraba uniforme por los ventanales abiertos, el joven se aproximó a la mujer. En la primera fila una muchacha gritó. Aún tardé unos segundos en comprender: la autoridad había muerto.